Los políticos, los expertos, los tertulianos nos dicen con harta frecuencia que la islámica es una religión pacífica y que la inmensa mayoría de los musulmanes no comulga con la idea de destruir Occidente. Nos dicen que sólo el 1% de los 1.200 millones de musulmanes pertenece a la cuerda de yihadistas fanáticos que ven en América el Gran Satán, la raíz de todos los males que hay que extirpar. Sea como fuere, a efectos ejecutivos resulta irrelevante si los musulmanes son o no mayoritariamente pacíficos.
Se estima que, allá por los años 30, los japoneses asesinaron a entre 3 y 10 millones de personas en China, Indonesia, Corea, las Filipinas e Indochina. Ya en 1941, el ataque nipón a Pearl Harbor se saldó con la muerte de más de 2.400 americanos. Apuesto a que la mayoría de los japoneses de aquel entonces (60 millones) era gente apacible que no habría querido tener nada que ver con las brutales matanzas perpetradas en China o con el ataque a la referida base americana. Con todo, a la hora de plantear su respuesta al desafío del Imperio del Sol Naciente, ¿debió el presidente Roosevelt considerar que los japoneses no eran sino un pueblo pacífico gobernado por una yunta de fanáticos? ¿Debieron las Fuerzas Armadas de EEUU haberse centrado exclusivamente en los pilotos y la marina de guerra japoneses?
Igualmente apostaría a que la mayoría de los alemanes no era como los sádicos nazis, que deseaban entrar en guerra con sus vecinos y exterminar a los judíos. E igualmente pregunto: ¿debieron plantearse esto Roosevelt y Churchill a la hora de articular su respuesta al militarismo del III Reich?
Mi respuesta es la misma que, gracias a Dios, dieron ambos mandatarios: no. El que los alemanes, los italianos y los japoneses fueran o no mayoritariamente amantes de la paz fue una cuestión absolutamente irrelevante cuando se decidió hacer frente a quienes los gobernaban en aquellos tiempos.
Ha de tenerse en cuenta que pueden perpetrarse actos terribles en países habitados por gente apacible que lo único que quiere es que le dejen ocuparse de sus asuntos en paz. Probablemente los habitantes de la URSS fueron gente así, pero ello no impidió que los moradores del Kremlin fueran responsables de la muerte de unos 62 millones de personas entre 1917 y 1987. Lo mismo puede decirse del pueblo chino, que perdió 35 millones de miembros durante el reinado de Mao Zedong.
O sea, que el amor por la paz de un pueblo no es, ni por asomo, igual de importante que saber si también la aman quienes detentar el poder.
A día de hoy, los terroristas islámicos llevan la voz cantante en numerosos países del mundo musulmán, y su éxito a la hora de perpetrar actos terroristas es en no poca medida fruto del comportamiento de millones de musulmanes pacíficos. En primer lugar, ha de decirse que el terrorismo no se condena lo suficiente en el seno de la comunidad islámica. En segundo lugar, hemos de reparar en algo aún más importante: la asistencia, directa o indirecta, que depara a los terroristas islámicos el silencio de sus correligionarios pacíficos. No es posible que los terroristas acometan sus operaciones, obtengan explosivos, dispongan de campos de entrenamiento, recauden fondos, etcétera, sin que otros musulmanes, por ejemplo funcionarios y banqueros, por no hablar de sus familiares y amigos, tengan conocimiento de nada.
Esos millones de pacíficos musulmanes que no dicen ésta boca es mía, ni denuncian a los terroristas ni cooperan como es debido con las autoridades nacionales e internacionales en la lucha contra el terrorismo devienen enemigos de Occidente de la misma manera que los pacíficos pueblos de Alemania, Italia y Japón se convirtieron en enemigos de los Aliados durante la II Guerra Mundial. Así las cosas, aquéllos deben estar preparados para sufrir las consecuencias derivadas de los esfuerzos de Occidente por combatir el terrorismo.
Me gustaría que los millones de musulmanes amantes de la paz adoptasen las medidas oportunas para evitar males mayores, pero no soy optimista: estamos sumidos en una batalla contra una cultura que tiene en muy poca consideración los valores occidentales, entre los que sobresalen la sacralidad de la vida humana y el amor a la libertad.
NOTA: Este texto apareció en el suplemento Ideas de Libertad Digital el 25 de marzo de 2008.