En su mayoría, los izquierdistas no son contrarios a la libertad. Simplemente defienden todo tipo de cosas incompatibles con la libertad. En última instancia, la libertad es el derecho de la gente a hacer cosas que no compartes. Con Hitler, los nazis fueron libres de ser... nazis. Sólo se es libre cuando se pueden hacer cosas que los demás no aprueban.
Uno de los ejemplos más aparentemente inocuos de la imposición de los puntos de vista de la izquierda es la muy extendida exigencia de que los estudiantes hagan servicios para la comunidad si quieren ingresar en tal o cual centro de estudios. Son legión los institutos y universidades que no licencian, o directamente no admiten, a nadie que no haya tomado parte de esas actividades arbitrariamente de definidas como servicios a la comunidad.
Qué arrogancia, la de aquellos que, no contentos con dictar a los jóvenes cómo deben organizar su tiempo, encima se permiten decir qué es y qué no es un servicio a la comunidad.
Por lo general, trabajar con los sin techo suele considerarse un servicio a la comunidad; como si fomentar y alentar la vagancia fuera en beneficio, y no en perjuicio, de la comunidad. ¿Qué pasa, que la comunidad está mejor cuando hay más tipos vagabundeando por sus calles, insultando a la gente, orinando en público y dejando jeringuillas en los parques infantiles?
Estamos ante un claro ejemplo de cómo la dedicación de fondos y esfuerzos a gente que no se ha hecho merecedor de ellos quiebra la relación entre productividad y recompensa. Por cierto, que ya puede usted convertir cualquier cosa en un derecho social para tal individuo o colectivo, pero no hay manera de que haya un derecho social para toda la sociedad, pues siempre habrá alguien que tenga que costearlo. En fin, que los derechos sociales no son sino imposiciones: se fuerza a unos a trabajar en beneficio de otros. Ya lo dice la célebre pegatina: "Trabaje más. Millones de personas que viven del Estado del Bienestar dependen de usted".
Con todo, la clave del asunto que nos ocupa no reside en las actividades concretas consideradas servicios a la comunidad; la clave, la pregunta fundamental es ésta: ¿quiénes son los profesores y los miembros de las juntas de selección para decir qué es bueno para la comunidad, o para los estudiantes? ¿Qué conocimientos esgrimen para pasar por encima de la libertad de los demás? ¿Qué es lo que revelan con sus imposiciones arbitrarias, aparte de su gusto por entrometerse en las vidas ajenas? ¿Y qué lecciones sacan los jóvenes de todo esto, aparte de que han de someterse a un poder arbitrario?
Supuestamente, la atención al prójimo hace que los estudiantes desarrollen su sentido de la compasión, su nobleza de espíritu. Pero es que, claro, todo depende de qué entendamos por compasión. Lo que está fuera de discusión es que a los estudiantes se les fuerza a vivir una experiencia propagandística que tiene por objeto hacerlos receptivos a la visión izquierdista del mundo.
Estoy seguro de los que defienden la obligación de prestar servicios a la comunidad saludarían la objeción de conciencia si de lo que se tratara fuera de hacer maniobras militares. De hecho, muchos de ellos se oponen rabiosamente a que se dé, opcionalmente, formación castrense en institutos o universidades, pese a que el número de quienes ven en ésta una contribución a la sociedad más importante que la derivada de atender a la gente que se niega a trabajar es sensiblemente superior.
En definitiva: los izquierdistas quieren tener el derecho a imponer a los demás su idea de lo que es bueno para la sociedad, derecho que niegan con vehemencia a todos los que no piensan como ellos.
La esencia del fanatismo consiste, precisamente, en eso, en negar a los demás los derechos que uno demanda para sí. Y el fanatismo es inherentemente incompatible con la libertad.
NOTA: Este artículo se publicó en el suplemento "Ideas" de Libertad Digital el 9 de diciembre de 2008.