En la Universidad Autónoma de Madrid estuvieron a punto de linchar a dos israelíes que habían sido invitados a participar de un debate. Tuvieron que salir escoltados por la policía, mientras una turba golpeaba el coche en que los trasladaban. Otra de las universidades está muy preocupada porque un tercio de los invitados a presentar ponencias en un congreso internacional de Matemáticas tiene apellidos judíos. Temen que haya protestas.
En Madrid, los organizadores del desfile anual del Orgullo Gay, una fiesta muy vistosa y alegre, este año excluyeron a la delegación israelí. Es más fuerte el antiisraelismo, disfraz progre del antisemitismo, que la natural empatía de los gais españoles con sus colegas hebreos, pese a que comparten las mismas preferencias sexuales y los mismos enemigos homófobos.
¿Qué sucede? Ocurre algo que ha perseguido fatalmente al pueblo judío desde hace dos mil años: ciertos grupos sociales poderosos toman a los hijos de David como instrumento para expresar rápidamente la identidad por la que quieren ser conocidos. Hoy, la izquierda, la mal llamada progresía (gentes que, paradójicamente, admiran el modelo de desarrollo de los pueblos que menos progresan), se sirve del antiisraelismo como seña de identidad que le ahorra el trabajo de elaborar un discurso político y social complejo. Basta enroscarse al cuello una bufanda palestina y gritar consignas contra Israel para que la prensa, los vecinos, las muchachas del barrio, los amigos y los enemigos sepan que uno es un progre que suscribe el ideario de la izquierda y anda preocupado por el destino glorioso de la humanidad. El antiisraelismo-antisemitismo es, pues, una señal, un póster, un tatuaje, una declaración sin apelativos, un sucedáneo homeopático de la ideología.
Me temo que siempre ha sido así. Todo comenzó (o se acentuó) en el siglo IV, cuando Roma, en tiempos del emperador Teodosio (nacido en Hispania, por cierto), convirtió el cristianismo en la religión oficial del Imperio y declaró "dementes y malvados" a los que no se sometieran a la autoridad moral del obispo de Antioquia. Y dado que el cristianismo había surgido como un pleito entre judíos librado en las sinagogas del Medio Oriente –hasta que los cristianos renunciaron a sus orígenes y crearon una religión separada y universal–, quienes acabaron derrotados y perseguidos fueron los judíos.
En esos siglos romanos, el IV y V, había dos maneras urgentes de demostrar la adhesión al César y la lealtad al Estado. Una, menos importante, era el antipaganismo. La otra era el antijudaísmo. La nueva fe se proclamaba denostando a los supuestos "asesinos de Dios".
Las tribus germánicas que destrozaron, imitaron y, en cierta medida, continuaron la tradición romana en Europa Occidental aprendieron la lección: ser antijudíos les servía como señal inequívoca de cristianismo, que a partir del siglo VI comenzaron a asumir como muestra de la romanización que habían experimentado. Dictaron entonces feroces normas antijudías para complacer al Papa, fuente de legitimidad política en aquellos tiempos, e inauguraron severas normas punitivas antijudías... que se mantuvieron durante un milenio: exclusión, guetos, castigos crueles...
En el 711, cuando los árabes invaden y dominan España, un reino entonces controlado por los visigodos, pueblo de origen germánico, ya se preparaba la expulsión de los judíos.
Las cosas no fueron distintas durante todo el Medievo. La malvada acción de los judíos servía para explicar las plagas, las pestes y las catástrofes entonces incomprensibles. Culpar a los judíos era mostrar solidaridad con las víctimas. Era lo progre, lo bueno. Como culpar a los usureros y a los banqueros judíos servía para demostrar la solidaridad con los pobres que apenas podían alimentarse cuando sobrevenían las sequías o cuando las guerras agotaban los cofres del monarca.
Es un error pensar que Francisco de Quevedo, el gran prosista español del siglo XVII, era un reaccionario por su áspero antisemitismo. Lo progre en aquella época, la manera de luchar contra la injusticia, era señalar a los judíos como responsables de numerosas calamidades y hechicerías.
Y así siguió la tradición. En el siglo XIX, cuando surgieron las naciones-estado, combatir a los judíos, grupo excéntrico, sirvió para subrayar el nacionalismo. Por eso, cien años más tarde fascistas y nazis incorporaron la judeofobia a su ideología: esos Estados fuertes y hegemónicos moldeados en los discursos de Hitler y Mussolini tendían a la uniformidad. Ser antisemita era la manera más eficaz y económica de ser patriota y nacionalista. ¿Cómo no extirpar de la faz de la tierra a esos impertinentes elementos, culturalmente ajenos a la pureza racial y siempre dispuestos a la traición a la patria?
En nuestros días ya no es elegante utilizar el argumento biológico o racial (salvo en los medios islámicos radicales), pero queda el subterfugio de blandir el antiisraelismo. Un progre, que no mueve un músculo cuando Sudán asesina a cincuenta mil personas, se indigna ante el lamentable incidente de la flotilla, en el que murieron diez activistas mahometanos. ¿Por qué ese doble rasero? Porque protestar contra Sudán no define ni perfila la identidad. No es útil. Ese servicio, en cambio, lo prestan los judíos estupendamente desde hace dos milenios.
NOTA: Este artículo se publicó en el suplemento "Ideas" de Libertad Digital el 15 de junio de 2010.