Mises, Hayek y el color de mi coche
El Parlamento de Cataluña no tiene derecho a decidir si debe haber o no espectáculos taurinos. El problema no es el resultado de la 'histórica votación': el problema es que se haya votado.
A pesar de que soy aficionado a los toros (tengo un abono en Las Ventas desde hace más de una década), he seguido con bastante despreocupación la aprobación en Cataluña de la ley que prohibirá los espectáculos taurinos a partir del 1 de enero de 2012.
No creo que sea algo especialmente grave ni para la Fiesta ni para los catalanes, que ya hace tiempo dejaron de acudir a las plazas de sus pueblos y ciudades. La supresión de las corridas en Barcelona –donde en los últimos tiempos se viene celebrando una docena cada año– no dañará a los toros ni la mitad de lo que lo hacen los neotaurinos, que han encumbrado al mediotoro y al mediotorero y le han quitado al espectáculo gran parte de su atractivo. Además, muchas otras libertades mucho más importantes que ésta se han cercenado en Cataluña y en el resto de España sin que haya habido tanto revuelo.
Entre los que defendían los toros se han esgrimido fundamentalmente dos tipos de argumentos: los culturales (estética, tradición, relevancia económica, turismo...) y los antiprohibicionistas (a las corridas, que vaya quien quiera). Sin embargo, a nadie he escuchado proclamar lo evidente: el Parlamento de Cataluña no tiene derecho a decidir si debe haber o no espectáculos taurinos. El problema no es el resultado de la histórica votación: el problema es que se haya votado.
Estamos viviendo una deriva hacia lo que podría denominarse 'totalitarismo democrático'. Se ha llegado a la conclusión de que una decisión tomada por una mayoría (o por sus representantes) es legítima 'per se', y nada ni nadie puede oponerse a ella.
Pensando en todo esto, recordaba esta cita de Mises –en Gobierno omnipotente–: "Las mayorías no están menos expuestas al error y al fracaso que los reyes y los dictadores; el que la mayoría crea que una cosa es verdad no prueba que lo sea". Quien vivió tan de cerca el nazismo sabía de lo que hablaba cuando pedía vigilar muy de cerca a los gobiernos salidos de las urnas.
Estamos viviendo una deriva hacia lo que podría denominarse totalitarismo democrático. Se ha llegado a la conclusión de que una decisión tomada por una mayoría (o por sus representantes) es legítima per se, y nada ni nadie puede oponerse a ella. Así, la democracia, que nació como un medio de protección de las minorías, para que cualquiera pudiera ejercer su libertad –a la hora de opinar, creer o no en tal o cual Dios, desplazarse...–, se convierte en una apisonadora que machaca los derechos de aquellos a los que debería defender.
A mis amigos más intervencionistas a veces les intento convencer con algunos ejemplos. Como éste. "Supongamos –les digo– que yo viviera en un pueblo con otras cien personas. Un día, todos mis vecinos se reúnen y votan por 99 votos a favor y 2 en contra que mi coche debe ser rojo en vez de azul, puesto que rojo es el color de la bandera del pueblillo de marras; que mi primer hijo debe llamarse Sebastián, como el patrón, ya que no hay muchas parejas jóvenes en el lugar y hay que conservar los nombres tradicionales; que no me puedo abonar a Digital +, porque el bar ya tiene una licencia, y si quiero ver el fútbol ya sé lo que tengo que hacer, por el bien de la economía local; o que debo comprar tomates de la comarca, que son más sanos y así, además, les doy publicidad. Pues bien, a pesar del resultado abrumador de la votación, nadie tendría derecho a imponerme una sola de esas decisiones".
Mis amigos, entonces, suelen mirarme con condescendencia, como diciendo: qué cosas se te ocurren, nunca llegaremos a algo así; y aunque la intromisión del Estado en nuestras vidas a veces puede ser molesta, hay límites que ningún Gobierno se atrevería a traspasar. Y, claro, entonces soy yo el que les miro estupefacto.
En España están vigentes o a punto de estarlo normas muy similares en el fondo y en la forma a las que elaborarían los vecinos de mi pueblo imaginario. Efectivamente, nadie se mete en el color de mi coche, pero si quiero construirme una casa en mi pueblo tendré que ajustarme a los peculiares criterios estéticos del arquitecto municipal y de la preceptiva ordenanza de urbanismo. Puede que nadie me obligue a llamar a mi hijo Sebastián, pero no me dejan rotular mi comercio en el idioma que a mí me dé la gana. Puede que no me obliguen a ver el partido del domingo en el bar, pero en cambio me prohíben comprar una cerveza en un súper pasadas las diez de la noche. Puede que no me fuercen a consumir los tomates de mi comarca, pero sí a subvencionar a todos y cada uno de los agricultores europeos.
No puedo decidir si en mi bar se fuma o no, si quiero publicar artículos de prostitución en el periódico, ponerme o no el cinturón de seguridad, llevar un pañuelo islámico en la cabeza, que mis hijos coman bollos en el colegio... La lista de prohibiciones sería interminable. Cada caso es diferente y merecería un comentario aparte, pero todos se caracterizan por lo mismo: un tipo cree que, por haber recibido un número determinado de votos, puede decidir lo que quiera sobre mi vida durante cuatro años.
Alexis de Tocqueville ya advirtió hace más de 150 años, en La democracia en América, de los peligros aparejados al gobierno de las mayorías. Lo que no se atreverían a hacer algunos tiranos por miedo a la reacción popular lo hacen algunos gobiernos democráticos esgrimiendo, además, la legitimidad que les han conferido las urnas, para así evitarse la contestación. Ya lo dijo Friedrich Hayek en Camino de servidumbre:
Dando al Estado poderes ilimitados, la norma más arbitraria puede legalizarse y una democracia puede establecer el más completo despotismo imaginable.
No creo que a los tres maestros aquí citados les gustaran mucho los toros. Pero, desde este modesto tendido liberal, pido voluntarios para sacarles a hombros. Por la Puerta Grande.
NOTA: Este artículo se publicó en el suplemento "Ideas" de Libertad Digital el 7 de septiembre de 2010.
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