Paseaba Aníbal por Italia a lomos de elefante cuando los romanos pusieron su primer pie en Hispania para cortarle los suministros por la retaguardia. El momento fue el año 218 a. C., y el lugar, Ampurias.
Pero los diversos pueblos hispanos no se lo iban a poner fácil a unos romanos que, doscientos años después, seguirían batallando en suelo peninsular. En concreto, en el extremo septentrional, donde dos pueblos, caracterizados por su amor a la guerra, seguían sin someterse. Así lo explicó Lucio Aneo Floro:
En el oeste casi toda Hispania estaba apaciguada excepto la que bañaba el Océano Citerior, unida a las últimas estribaciones del Pirineo. Aquí dos poderosísimos pueblos, los cántabros y los astures, se mantenían libres de nuestro imperio.
Tras las victorias sobre Marco Antonio y su nariguda amante en Actium y Alejandría (30 a. C.), Octavio quedó como único señor de Roma y pudo cerrar las puertas del templo de Jano por haber concluido todas las guerras. Y tres años más tarde, el 27 a. C., recibiría del Senado el título de Augusto. Pero la realidad era que en algunos rincones alejados del Imperio –Danubio, norte de la Galia y de Hispania– todavía se agitaban algunas rebeliones, por lo que el emperador se dedicó a sofocarlas para acallar las voces críticas.
Al parecer, astures y cántabros eran poco aficionados a arar la tierra y preferían saquear a sus vecinos del sur, turmogos y vacceos, lo que no acababa de gustar a los gobernantes romanos. Tan graves se pusieron las cosas que, tras abrir de nuevo las puertas del templo de Jano, el emperador en persona tuvo que tomar cartas en el asunto. Y así, en aquel mismo 27. a. C. se vino a Hispania, donde permaneció dos años.
Los cántabros debieron de ser especialmente peligrosos, como explicó el mencionado Floro:
El espíritu belicoso de los cántabros fue el primero en manifestarse, el más encarnizado y pertinaz, y no contentos con defender su libertad, intentaban también extender su dominio sobre los pueblos vecinos.
Efectivamente, Augusto puso a Publio Carisio al mando del ejército contra los astures, mientras que él se encargó personalmente del ataque a los cántabros. Instalado en la ciudad turmoga de Segisamo (Sasamón), preparó una maniobra envolvente mediante tres columnas. Los cántabros y los astures, sabedores de la superior técnica militar romana, no se enfrentaron al enemigo en campo abierto. Por el contrario, organizaban emboscadas, se escondían en bosques y montañas, les arrojaban venablos y rocas desde las alturas y asaltaban sus columnas de suministro. Tantos problemas causaron a los ejércitos romanos que lograron que el emperador enfermase del hígado, por lo que tuvo que retirarse a Tarraco para reponerse. Quedó al mando de las legiones contra Cantabria el legado Cayo Antistio, que retomó el avance el año 25 a. C.
Los cántabros cometieron el error de presentar batalla campal al pie de la ciudad de Bergida, alguno de los grandes castros del norte de las actuales Burgos y Palencia. Los supervivientes huyeron hacia las alturas de la cordillera. En su lugar de refugio, el monte Vindius, fueron cercados y murieron de hambre. Y su última resistencia en las alturas tuvo lugar en Aracelium, tras lo cual los romanos descendieron trabajosamente hacia la costa para encontrarse con las tropas desembarcadas en la bahía de Santander para atrapar a los supervivientes entre dos fuegos. Por su parte, los astures también se enfrentaron en campo abierto a las legiones de Publio Carisio, que los venció a orillas del río Esla a costa de grandes pérdidas.
Augusto regresó al frente para organizar la victoria tomando esclavos y rehenes y obligando a los supervivientes a abandonar los montes e instalarse en las cercanías de los campamentos romanos. Fundó Emerita Augusta (Mérida), colonia para los veteranos de la guerra astur-cántabra, y volvió a Roma para darse la satisfacción de cerrar las puertas del templo de Jano.
Pero aquel mismo año 24 a. C. los cántabros y los astures, con la excusa de ofrecer trigo a las legiones allí estacionadas, les prepararon una sangrienta emboscada. Los romanos, en represalia, saquearon campos, incendiaron ciudades y cortaron las manos a los prisioneros.
Dos años después, los astures se rebalaron contra Carisio y los cántabros se sumaron encantados. Pero fueron derrotados de nuevo. Según Dión Casio, esta vez los astures "no resistieron más y se sometieron enseguida". Pero con los cántabros no hubo manera:
De los cántabros no se cogieron muchos prisioneros, pues cuando desesperaron de su libertad no quisieron soportar más la vida, sino que incendiaron sus murallas, unos se degollaron, otros se arrojaron a las llamas y otros ingirieron un veneno de común acuerdo, de modo que la mayor y más belicosa parte de ellos pereció.
Pero la historia no había acabado todavía, pues dos años más tarde, el 20 a. de C., los cántabros que habían sido vendidos como esclavos se pusieron de acuerdo en secreto, mataron a sus dueños, volvieron a su tierra y se organizaron para asaltar las guarniciones romanas.
Augusto, desesperado, envió a Cantabria a Marco Vipsanio Agripa, el vencedor de Marco Antonio y Cleopatra en Actium. Pero el primer obstáculo con el que tuvo que enfrentarse no fueron los cántabros, sino sus propios legionarios, que se amotinaron igualmente desesperados de poder vencer alguna vez a aquellos indómitos guerreros de los que Silio Itálico escribió:
No conciben la vida sin la guerra y toda la razón de vivir la ponen en las armas, considerando un castigo vivir para la paz.
Tras larga lucha, Agripa venció a los cántabros, exterminó a todos los capaces de empuñar un arma, desarmó a los restantes y, arrasando poblados, cosechas y ganados, los obligó a habitar en los llanos. Una de las hipótesis que se han manejado para explicar el distinto grado de latinización de los pacíficos vascones y los belicosos cántabros y astures deriva de esta política de trasvase de poblaciones en evitación de futuras rebeliones, pues habría provocado entre aquellos dos pueblos una asimilación de la lengua romana mayor que entre los vascones, a los que los romanos no molestaron en sus montañas por ser aliados suyos.
Sobre la campaña de Agripa escribió Estrabón:
En las guerras de los cántabros, las madres llegaron a matar a sus hijos antes que permitir que cayesen en manos de sus enemigos. Un muchacho, cuyos padres y hermanos habían sido hechos prisioneros y atados, mató a todos por orden de su padre con una espada robada (...) Se cuenta también de los cántabros este rasgo de loco heroísmo: que habiendo sido clavados en la cruz, murieron entonando himnos de victoria.
A pesar de todo, les quedó energía para sublevarse de nuevo en el 16 a. C., ya casi sin trascendencia en las fuentes.
Augusto regresó a la Hispania ya definitivamente pacificada, donde, entre otras ciudades, se fundaron Caesaraugusta (Zaragoza), Lucus Augusti (Lugo), Bracara Augusta (Braga) y Portus Victoriae Iuliobrigensium (Santander). Y a su vuelta a Roma el Senado le dedicó el Ara Pacis Augustae.
Doscientos años había costado a los romanos conquistar Hispania. Y la última y sangrienta página la escribieron aquellos cántabros que, como escribió Horacio,
no saben soportar nuestro yugo.