No es éste tiempo de estarse con los brazos cruzados el que puede empuñar la lanza, ni con la lengua pegada al paladar el que puede usar el don de la palabra para instruir y alentar a sus compatriotas. Nuestra preciosísima libertad está amenazada, la patria corre peligro y pide defensores: desde hoy todos somos soldados, los unos con la espada y los otros con la pluma.
Con estas palabras comenzó el barcelonés Antonio Capmany y de Montpalau su Centinela contra franceses, obra maestra de la propaganda bélica escrita en el trágico Madrid de 1808 para encender en sus lectores la cólera contra los invasores franceses. ¿Capmany? Pero ¿quién se acuerda de Capmany en esta Expaña nuestra, campeona mundial de rechazo a su propia historia? ¿Quién sabe hoy, sobre todo en su lobotomizada patria chica, quién fue aquel egregio historiador y diputado por Cataluña en las Cortes de Cádiz? Bueno, alguno sí lo sabrá, como lo supo Rovira i Virgili, aquel ignorante fanático que hoy da nombre a una universidad y que otorgó a Capmany el título de "falsa gloria catalana".
Nacido en Barcelona en 1742, ya durante su juventud militar empezó a ser conocido por su afición al estudio: le llamaban "el alférez de los libros". Desempeñó muchos cargos en la diplomacia, la archivística y la administración con Carlos III y Carlos IV, entre ellos el de secretario perpetuo de la Academia de la Historia. Entusiasta partidario de la dinastía borbónica a pesar de su estirpe austracista, consideró un acierto la unificación jurídica de los antiguos reinos de España, como la eliminación de los peajes interiores y la liberalización del comercio con América, por considerar que había facilitado el desarrollo de la incipiente industria nacional.
Aunque su lengua materna fue la catalana, Capmany siempre empleó la castellana tanto para hablar como para escribir. Como casi todos sus contemporáneos, consideraba que la lengua entonces conocida como lemosina, a pesar de su pasada grandeza, había quedado arrinconada e inútil para la creación literaria. En varios de sus escritos explicó su opinión sobre una lengua que "pocos leen y muchos menos entienden" y a la que calificó como un "idioma antiguo provincial, muerto hoy para la república de las letras". Habría de pasar aún medio siglo desde su muerte para que la Renaixença rescatase la lengua catalana para un cultivo literario que acabaría alcanzando las cimas de Maragall y Verdaguer.
A partir de la Revolución Francesa, que le provocó gran repugnancia, desarrolló una virulenta francofobia que vertió en varios de sus libros dedicados a denunciar el paulatino afrancesamiento de la lengua y costumbres españolas, introducido por "esos señoritos lengüeteros que estropean su idioma patrio con jerigonzas afrancesadas".
En 1806, dos años antes de la invasión francesa, envió varias cartas a Godoy –gobernante por el que experimentó una intensa animadversión y cuya política siempre criticó– denunciando el afrancesamiento de las costumbres españolas y reclamando una política de recuperación de los valores nacionales.
Cuando en los últimos meses de 1807 los ejércitos franceses comenzaron a cruzar los Pirineos en dirección a Portugal en colaboración con sus débiles aliados españoles para completar el bloqueo continental a Gran Bretaña, muchos españoles miraron con desconfianza su presencia en suelo español, e incluso se sucedieron algunos episodios aislados de violencia que empezaron a anunciar lo que habría de llegar en breve.Capmany manifestó reiteradamente su sospecha sobre las verdaderas intenciones de quienes se presentaban como aliados. Cuando algún amigo le respondía que no había razón para la desconfianza, respondía: "Vivan ustedes en paz con sus creencias mientras yo vivo con mis temores". Un día, habiendo estado observando el ejército francés acampado en las afueras de Madrid, insistió a sus familiares y amigos que le rogaban inútilmente calma y discreción: "Si este ejército viene de paz y a una nación amiga, ¿a qué son tantos aparatos?".
No tardarían los hechos en dar la razón a Capmany. El 2 de Mayo le sorprendió con sesenta y cinco años en Madrid, ciudad en la que residía desde hacía tres décadas. Al día siguiente de la entrada de Napoleón, negándose a reconocer la autoridad francesa, huyó a pie hacia Andalucía. En Sevilla la Junta Suprema le encargó la dirección de la Gaceta, diario oficial del Gobierno.
Fue uno de los organizadores de las Cortes de 1812, en las cuales participó activamente como diputado de la mayoría liberal. A petición suya, se decretó denominar Plaza de la Constitución a todas las plazas importantes de las ciudades españolas. En una de sus últimas intervenciones explicó su concepción de la representación de los diputados como un mandato de la nación en su conjunto, no fragmentable por territorios:
Nos llamamos diputados de la Nación y no de tal o tal provincia; hay diputados por Cataluña, por Galicia, etc., mas no de Cataluña, de Galicia, etc.
El último libro salido de la pluma de Capmany, Centinela contra franceses, es la más contundente exaltación de España que se haya escrito jamás. Lamentando su avanzada edad, que le impedía empuñar las armas, arengó a sus compatriotas para que todos participaran en la lucha común por la independencia de España.
De gran éxito e influencia entre los españoles de aquellos días, fue traducido parcialmente al francés por deseo del principal destinatario de su furia patriótica, Napoleón, interesado en conocer la propaganda que circulaba contra él. Sin embargo, el encargado de la traducción y lectura en el campamento imperial levantado en Chamartín, advirtiendo la potencia insultadora del Centinela, se cuidó de eliminar los párrafos más hirientes contra el emperador, sobre todo los sarcasmos contra su persona y lo relativo a la batalla de Trafalgar, asunto que le ponía de muy mal humor. Con estas palabras, dedicadas a los soldados españoles, concluyó Capmany su aportación literaria a la lucha contra el invasor:
Adonde quiera que os lleve la fortuna, lleváis la patria con vosotros. Cuando perecierais todos, iremos los viejos, los niños y las mujeres a enterrarnos con vosotros, y las naciones que trasladen a esta desolada región sus hogares y su servidumbre, leerán atónitas: AQUÍ YACE ESPAÑA LIBRE. Y yo doy aquí fin a este escrito por no morirme antes de tiempo.
Pero no le mató su ardor patriótico, sino la fiebre amarilla que afectó en 1813 a la capital constitucional. Con motivo del traslado de sus restos mortales en 1857 a su ciudad natal, el alcalde, Ramón Figueras, pidió a los barceloneses:
Seamos, como él, tan buenos españoles como buenos catalanes: no nos encastillemos en un angosto provincialismo, que no pocas veces descansa más en rencores tradicionales y añejas preocupaciones que en un verdadero amor al país. Estrechemos los lazos de la nacionalidad española sin aflojar los que nos ligan a nuestra querida Cataluña.
Y el eminente jurista y político Manuel Durán y Bas explicó así el orgullo que para Barcelona representaba haberlo tenido entre sus hijos:
Por su cuna pertenece a Cataluña; por su ferviente amor patrio pertenece a la nación entera. ¡Bien por ti, Cataluña, que has dado tales hijos a España!
Del bicentenario de su muerte, en noviembre de 2013, no se acordó nadie ni en la Cataluña orwellizada ni en la España sin pulso. Y menos que nadie los representantes de una soberanía nacional de la cual Capmany fue uno de los padres.
Una vergüenza más para su abultado currículo.