En la España de las décadas finales del siglo XIX y primeras del XX fue muy vivo el debate entre partidarios y detractores de las corridas de toros, faceta central del debate más extenso sobre lo que se llamó el flamenquismo.
Sus opositores sostenían que la moda flamenquista era una lamentable meridionalización de la imagen, las costumbres y la cultura de España que sólo podía conducir a su decadencia. Los partidarios, por el contrario, lo consideraban la más depurada manifestación del alma colectiva española. Aparte de la dimensión estrictamente cultural, el asunto tuvo gran influencia en el surgimiento del rechazo a eso que se denominó España cañí, ingrediente no desdeñable en el nacimiento y desarrollo de los separatismos septentrionales.
El más activo antiflamenquista fue el madrileño Eugenio Noel, que dedicó cientos de páginas a lo que consideró el deber patriótico de librar a España de lo que tuvo por enfermedad nacional. Por ejemplo, para Noel las plazas de toros son "universidades de la desfachatez, del entusiasmo escapado de una casa de fieras o de orates". Fechó el origen de la moda torera en la Real Cédula de Fernando VII instauradora de la Real Escuela de Tauromaquia de Sevilla, y su periodo de mayor intensidad, en las décadas transcurridas desde 1860, época en la que los periódicos, ocupados en la actualidad taurina más que en asuntos de verdadera importancia, "rivalizan en la sana y cultural tarea de embrutecer al pueblo", desencadenando sobre España "una tromba de torería infernal".
La polémica no era nueva, evidentemente, pues en España siempre ha habido opositores a los festejos taurinos de todas las variantes sociales, profesionales, regionales e ideológicas, como Quevedo, Lope de Vega, Balmes, Jovellanos, Larra, Benavente, Pla, Ramón y Cajal, Pablo Iglesias –el fundador del PSOE–, Maeztu, Baroja y Unamuno. El vizcaíno de Salamanca declaró que siempre le habían aburrido y repugnado las corridas de toros, a las que consideró "un síntoma más de una especie de meridionalización que ha estado durante mucho tiempo sufriendo España y de la que apenas sí empieza a curarse". Benavente, por su parte, opinó que la tauromaquia era un vicio que había envenenado la sangre española. Y a la pregunta sobre si le gustaban los toros respondió: "Si he de ser sincero, me gustan bastante más los toreros".
Pero merece la pena centrar la atención en el guipuzcoano Pío Baroja, autor de varias páginas singularmente agresivas contra la fiesta nacional. En su recopilación de memorias y reflexiones Juventud, egolatría, de 1917, resumió su parecer con breve contundencia: "Las corridas de toros nos producen asco. La crueldad, como la estupidez, cuanto más adornadas, son más odiosas".
Ya lo había apuntado bastantes años atrás cuando hizo describir las corridas a Manuel, su álter ego en La busca(1904), como un espectáculo cobarde, cruel, asqueroso, sucio, mezquino y repugnante. Subrayó la "crueldad cobarde del público" y que "aquello no podía gustar más que a chulapos afeminados y a mujerzuelas indecentes".
A través de otro de sus álter ego, el Andrés Hurtado de El árbol de la ciencia (1911), Baroja vinculó la pasión torera con la decadencia moral que había desembocado en el Desastre del 98:
Los domingos, sobre todo cuando cruzaba entre la gente a la vuelta de los toros, pensaba en el placer que sería para él poner en cada bocacalle media docena de ametralladoras y no dejar uno de los que volvían de la estúpida y sangrienta fiesta. Toda aquella sucia morralla de chulos eran los que vociferaban en los cafés antes de la guerra, los que soltaban baladronadas y bravatas para luego quedarse en sus casas tan tranquilos. La moral del espectador de corridas de toros se había revelado en ellos; la moral del cobarde que exige valor en otro, en el soldado en el campo de batalla, en el histrión, o en el torero en el circo. A aquella turba de bestias crueles y sanguinarias, estúpidas y petulantes, le hubiera impuesto Hurtado el respeto al dolor ajeno por la fuerza.
Mucho menos conocidas son las líneas que publicó el 10 de agosto de 1909 en el periódico El Mundo con motivo de la prohibición de los toros por parte del ayuntamiento de la localidad burgalesa de Briviesca con la intención de invertir lo ahorrado con tal medida en atenciones de higiene y cultura. Baroja dudó de que al pueblo le agradara la idea, al verse privado de la oportunidad para emborracharse y darse de palos. Y lo mismo supuso de unos taberneros y posaderos privados de una parte de su negocio y de unos curas que preferirían que el pueblo fuese a las corridas a que se dedicasen a leer obras revolucionarias y antirreligiosas.
Pero concluyamos cediendo la palabra al impío don Pío:
Las corridas de toros son un mal. Algunos dicen que es la fiesta española, pero debería decirse que es la fiesta de la decadencia española. Divertidos con esa fiesta, hemos perdido todos el imperio colonial, y a su amparo ha florecido la chulapería, la flamencomanía, el agitanamiento de España. Los toros nos han empujado a la peor de las barbaries, que es la barbarie cruel y cobarde. Es noble y grande recrearse en el peligro propio; pero es vil y mezquino divertirse con el peligro ajeno. Lo verdaderamente despreciable en una corrida de toros es el público. Alguno dirá: ¿y los match de boxeo que hay en Inglaterra y las riñas de gallos y los círculos de la muerte? No nos debemos ocupar de las lacras ajenas; lo que hay que curar son las propias. Otra de las objeciones que se hacen a los abolicionistas de los toros es decirles que piden la supresión por sensiblería, por debilidad afeminada. No, no hay tal afeminamiento; se puede ser duro, se puede ser bárbaro, pero sin crueldad, con fe en una idea; se puede ser hasta cruel por capricho, siempre que sea contra sí mismo.