Los últimos inquisidores
Tras el proceso contra Pablo de Olavide, el prestigio de la Inquisición entró definitivamente en barrena.
Vestido de paño oscuro y sujetando entre las manos un cirio verde, Pablo de Olavide compareció ante los inquisidores de Corte una fría mañana de noviembre de 1778. Llevaba para entonces dos durísimos años preso en las cárceles secretas de la Inquisición en Madrid, y ahora se presentaba ante los jueces para ser el protagonista de un autillo, modalidad privada y personal del auto de fe. Nacido en Lima, casado en España con una viuda rica y bien relacionado en círculos políticos, Olavide había coronado su éxito como hombre público al ser nombrado intendente de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena, un proyecto que simbolizaba todo el espíritu modernizador de la administración de Carlos III. Pero el talante mundano e irreverente del limeño le valió la enemistad de cierto fraile cerril y rencoroso que lo denunció por ateo y por volteriano ante los perseguidores de la herejía; y, contra todo pronóstico, la delación prosperó y acabó en aquel proceso que se transformó en la última exhibición de fuerza de un organismo anacrónico, convertido por los más célebres autores de las Luces en epítome del oscurantismo y en premisa mayor de la leyenda negra antiespañola.
Tras ese espectáculo que no dejó de representar un bochorno para la memoria de un monarca ilustrado, el prestigio de la Inquisición entró definitivamente en barrena bajo la autoridad de Carlos IV y, sobre todo, del favorito Manuel Godoy. Encarnación de tal decadencia era nada menos que el inquisidor general, Ramón José de Arce, un personaje de armas tomar que con razón ha sido comparado con aquel imbatible sobreviviente político que fue Talleyrand. Nacido en la localidad cántabra de Selaya en 1757, sus modestos orígenes en una familia de hidalgos pobres le dificultaron en su juventud el acceso a una plaza de profesor en la Universidad de Salamanca. Sin embargo, estaba determinado a escalar y a encumbrarse, y encontró una buena plataforma en la Sociedad Económica Segoviana, que llegó a presidir. Este trabajo le granjeó interesantes contactos en la Secretaría de Hacienda, cuyo titular, Campomanes, era el gran impulsor de las Sociedades Económicas. Premio de todo ello fue para Arce el ingreso en la recién creada Orden de Carlos III, de la que más tarde sería canciller. Tras ese primer timbre de distinción, el ambicioso sacerdote dedicaría muchos esfuerzos, a lo largo de su vida, a demostrar los vínculos que supuestamente lo unían a importantes linajes y le permitían presumir de raíces aristocráticas.
Ya en tiempos del valimiento de Godoy, Arce logró medrar a lo grande imitando la táctica que siempre se le ha atribuido al famoso privado: la del lecho. Su relación con la provecta Francisca de Borja Alfonso de Souza, Marquesa de Mejorada, fue la de una pareja tan bien consolidada que hasta corrió el rumor de que habían podido casarse con una dispensa del papa. Muy cercana al Príncipe de la Paz, la marquesa resultó determinante para que Arce se convirtiese en el "favorito del favorito", y con ello su carrera se disparó prodigiosamente, comenzando desde 1797 a coleccionar cargos y dignidades: consejero de Estado, arzobispo de Burgos y Zaragoza, inquisidor general, patriarca de las Indias, presidente y director de Reales Sociedades Económicas de Amigos del País…
Con 90 votos a favor y 60 en contra, las Cortes de Cádiz aprobaron el decreto de abolición del Santo Oficio el 22 de enero de 1813.
Cortesano a tiempo completo, casi siempre ausente de sus sedes episcopales, Arce fue lo menos parecido a esa imagen del clérigo fanático e integrista que la memoria colectiva asocia al Santo Oficio. Alcalá Galiano lo describe como "privado de Godoy pero no poco ilustrado, de modos corteses, blando y suave de condición e instruido, que por 1806 el pueblo decía que estaba casado". Su biógrafo José María Calvo afirma que "su mansedumbre como inquisidor, tantas veces mencionada por sus contemporáneos, pudo ser su mejor virtud. Llegó al extremo de merecer las censuras de sus enemigos por su lenidad. Durante su mandato las cárceles de la Inquisición permanecieron vacías, las sentencias que se dictaron fueron benévolas y varios condenados pudieron huir con sorprendente facilidad".
La caída de Godoy, tras el motín de Aranjuez, arrastró con ella al astuto eclesiástico, que fue despojado de sus cargos de inquisidor y de patriarca de las Indias. Pero a la llegada de José Bonaparte Arce no tuvo dificultad para cambiar de chaqueta, y se esmeró en ofrecer unos solemnes servicios religiosos como bienvenida al invasor. Si hay que dar crédito a denuncias que aparecieron después, el favor que Arce gozó durante el régimen josefino se debió en buena parte a su alta figuración en la Logia masónica española, cuyo Gran Maestro era el propio monarca usurpador. No obstante, y cuidándose siempre de arrimarse a la mejor sombra, en 1812 Arce decidió abandonar España. Años después, exiliado en Francia, renunció al arzobispado de Zaragoza pero consiguió que el papa le otorgase una pensión a costa de la mitra aragonesa. Hasta su muerte, a los 89 años, llevó en París una vida de bajo perfil al modo de su otrora todopoderoso protector, sin regresar nunca más a su patria.
Como es bien sabido, Napoleón abolió la Inquisición. Una vez dictada su Constitución para España –el Estatuto de Bayona–, estaba claro que el tribunal resultaba incompatible con lo dispuesto en el artículo 98; pero además el Corso lo suprimió expresamente en los famosos Decretos de Chamartín, firmados en diciembre de 1808. Como es lógico, las Cortes de Cádiz, enemigas de Bonaparte, no dieron por válidas tales normas. ¿En qué situación quedaba, pues, la Inquisición en la España patriota, inoperante el Consejo del ramo y con el inquisidor general pasado a los franceses? (conviene apuntar que la Junta Central había querido llenar esta vacante nombrando para el cargo al obispo de Orense, Pedro de Quevedo y Quintana. Se trató sin embargo, de una designación sin ninguna validez, porque los inquisidores generales debían ser nombrados por el papa a propuesta del rey de España).
La Pepa disponía en su artículo 12 que "la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera", pero no sólo eso: la norma especificaba que "la Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra". ¿Autorizaba entonces esa disposición –obligaba incluso– a conservar el tribunal para la defensa y protección del dogma católico? Por otra parte, el asunto implicaba directamente a una cantidad nada despreciable de diputados, pues casi un tercio de la asamblea gaditana estaba formado por clérigos. Y lo que es más: entre ellos se contaban figuras tan influyentes como Francisco María Riesco, que además de presidir la Junta de Extremadura era… ¡inquisidor de Llerena! En esa localidad pacense se había encargado de requisar libros prohibidos –sobre todo franceses– y de vigilar las obras que se representaban en la casa de comedias, llegando a vetar en 1801 la puesta en escena de un entremés picante titulado Juanito y Juanita, con multa a la compañía y excomunión para el representante.
No extraña, pues, que el diputado-inquisidor barriera para casa al plantearse en las Cortes la cuestión de la Inquisición al hilo de las discusiones relativas al decreto de la libertad de imprenta,contra el cual votó Riesco. Aunque su actuación había sido heroica durante los meses que estuvo al frente de la Junta extremeña, dando ejemplos de gran celo en el trabajo de proveer lo necesario a las tropas que luchaban contra el invasor, como diputado en Cádiz Riesco topó frontalmente con la oposición de los liberales. En la sesión del 22 de abril de 1812, Argüelles lo llamó con acritud "Señor inquisidor de Extramadura".
Con 90 votos a favor y 60 en contra, las Cortes de Cádiz aprobaron el decreto de abolición del Santo Oficio el 22 de enero de 1813. La diversidad de posturas entre los diputados pertenecientes al clero se comprueba al comparar el caso de Riesco o del reaccionario obispo de Orense con curas alineados a la corriente liberal como Muñoz Torrero o Antonio Oliveros –los cuatro elegidos por la provincia de Badajoz.
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