En un alarde de imaginación, Andreu Van den Eynde, abogado de Junqueras y Romeva, no dudó, hace apenas un mes, en denunciar en su recurso la supuesta falta de neutralidad del juez Llarena, conductor de un proceso que, a su interesado juicio, se caracteriza por el uso de "fórmulas propias del sistema inquisitivo". Nada nuevo bajo el sol negrolegendario que, en gran medida, nutre el discurso de las sectas catalanistas, empeñadas en presentar a España como un país autoritario e insoluble en las benditas aguas democráticas de Europa. Es altamente improbable que Llarena se deje amedrentar por tan burda acusación, que, en cierto modo, no es sino un halago, pues, sépalo o no don Andreu, los tribunales de la Inquisición se caracterizaron por un garantismo muy superior al que podía hallarse en los tribunales ordinarios que coexistieron con el destinado a inquirir sobre la fe, que no otra cosa era el Santo Oficio, institución común a todos los españoles, incluyendo, por lo tanto, a los ancestros de quienes pagan, con dinero propio o ajeno, su minuta.
Es probable que Van den Eynde sepa de aquel tribunal gracias a los clásicos estereotipos y caricaturas que han acompañado a una institución implantada tardíamente en España. Moviéndose entre los estrechos márgenes del tópico, acaso Llarena se le presente como un Torquemada redivivo capaz de mantener arbitrariamente a sus clientes en unas mazmorras lóbregas y oscuras, semejantes a las que popularizó la etílica pluma de Egdar Allan Poe.
Es evidente que, dentro del imaginario que acompaña a la Leyenda Negra, las estampas asociadas a la Inquisición ocupan un puesto preeminente, especialmente desde los tiempos de una Ilustración que, en rigurosa aplicación de su maniqueísmo –las luces de la razón frente a las tinieblas del fanatismo–, halló un terreno clericalmente abonado para buscar objetivos espurios, aquellos que ofrecía el Imperio español. Es en ese tiempo en el que arranca una línea que nos lleva incluso a Julián Juderías, quien, adelantándose a la estrategia desplegada hoy por los golpistas catalanes, detectó el alcance de la propaganda hispanófoba, al señalar que España era ya percibida, "desde el punto de vista de la tolerancia, de la cultura y del progreso político, [como] una excepción lamentable dentro del grupo de las naciones europeas".
Frente a semejante inercia sólo cabe buscar allí donde se conservan las pruebas de cómo procedía la Inquisición española, teniendo siempre presente el origen de la misma, la persecución de los cristianos judaizantes. En nuestro caso, las pesquisas nos han conducido al Archivo de la Inquisición de Cuenca. Hoy severamente despoblada, la actual provincia estuvo integrada en una amplia jurisdicción inquisitorial de la que se conserva abundante documentación. Entre los papeles destaca un legajo revelador, uno de los Libros de Visitas del célebre tribunal, en el que se consignan las realizadas por el inquisidor, el licenciado don Fernando Heras Manrique, a las cárceles secretas, es decir, a aquellas en que se hallaban incomunicados los reos.
Destacan, entre otras, las informaciones referidas a Violante Rodríguez, portuguesa nacida en Lamego, ciudad en la que se asentó una de las mayores comunidades judías del norte del reino de Portugal, antes de sufrir una fuerte represión a mediados del siglo XVIII. Viuda del cordonero Manuel Rodríguez, Violante fue encarcelada bajo la clásica acusación de judaizar. Gracias al archivo, podemos rastrear su paso por la cárcel secreta. La primera noticia nos lleva al 29 de octubre de 1650, cuando la mujer "dijo estar enferma y pidió médico y este inquisidor dijo lo mandaría llamar". Las visitas de don Fernando eran frecuentes. La escritura recoge otra petición de Violante Rodríguez fechada el 26 de noviembre. Testigo de ella fue el licenciado Heras, pero también el inquisidor Jacinto de Sevilla. Ante ellos, la Rodríguez "pidió un jubón con que abrigarse y todos dijeron hacerlo bien el alcalde". Los rigores del invierno conquense se sentían en la prisión. Así, el 21 de enero del año siguiente, la mujer "pidió camisa y jubón y se escribió dicho día al señor inquisidor a Madrid para que lo haga enviar de su secreto desta rea". La camisa, en efecto, llegó desde la capital. Prueba de ello es que, el 28 de marzo, durante otra visita, "pidió se labase su camisa y mandó al alcalde se la lauase".
El frío, pero también el abatimiento alimentado por la soledad, hicieron mella en Violante, que el primero de abril "dijo no saber la ración que tiene". Tan sólo tres semanas más tarde, su estado alarmó al visitador que "le hizo lebantar de la cama y ponerse un jubón y que se pasease y hiciese ejercicio, riñéndole dicho señor inquisidor y diciéndole que por no lebantarse estaba entumecida y sin gana de comer". A mediados de junio, el nombre de Violante desaparece del papel. No obstante, el Catálogo del Archivo de la Inquisición de Cuenca recoge la resolución del caso de nuestra protagonista. El par de líneas a ella referidas se cierra con una palabra: suspenso.
El caso, uno más entre muchos otros que acaso expongamos en otro momento, rompe con la imagen manejada por muchos que, como Van den Eynde, se deleitan cautivos de sus ensoñaciones. Un sueño del que deberían despertar sobresaltados al conocer las Instrucciones al Santo Oficio redactadas por Fernando de Valdésen Toledo, allá por 1561:
Si algún preso adoleciere en la cárcel, allende que los Inquisidores son obligados a mandarle curar con diligencia y proveer que se dé todo lo necesario a su salud con parecer del Médico o Médicos que le curaren, si pidiere Confesor, se le debe dar en persona calificada y de confianza…