Hace casi un siglo, el día 31 de marzo de 1921, el diario El Sol, que contó con las plumas de, entre otros, Unamuno, Vasconcelos y Ortega, y sirvió de soporte al manifiesto fundacional de la Agrupación al Servicio de la República, publicó una crónica a propósito del estreno de la película Intolerancia en los cines madrileños. Dirigida por David W. Griffith, Intolerancia fue una superproducción cuyo presupuesto ascendió a dos millones de dólares, gastados en la confección de colosales decorados y en la contratación de miles de extras. La cinta, que llevaba por subtítulo un esperanzador La lucha del amor a través de los tiempos, recreó cuatro momentos históricos: la caída de Babilonia, la matanza de los hugonotes en la parisina Noche de San Bartolomé, la pasión y muerte de Jesucristo y una huelga de trabajadores, cargada de crítica al reformismo capitalista, cuyo protagonista era un católico irlandés. La imagen de una cuna que se mece bajo la mirada de una mujer, junto a los versos de Walt Whitman –"la cuna se mece sin fin uniendo el presente y el futuro"–, sirvió para hilvanar las distintas escenas.
Rodada en 1916, pese al ambicioso planteamiento y el derroche de medios, Intolerancia, en cuyo guión participó Tod Browning, no obtuvo el favor de la taquilla. Su tono pacifista chocaba con la cruda realidad de una Europa inmersa en la Gran Guerra. Ello determinó que en Inglaterra la cinta fuera mutilada, mientras que los franceses impidieron que en su suelo se proyectara la parte dedicada a la matanza de San Bartolomé. Como solución a esos contratiempos, el filme fue fragmentado para poder presentar los episodios separadamente. Exhibida de forma tardía en la Unión Soviética, Intolerancia influyó a directores como Eisenstein.
En España la acogida también fue favorable. La crónica de su estreno, firmada por Anthonius, dio cuenta de cómo el público madrileño salió entusiasmado no sólo por lo que se proyectó en la pantalla, sino porque, además, antes de su comienzo, Federico García Sanchiz ofreció algunas de sus célebres charlas. Son precisamente algunas de las palabras que García Sanchiz, académico de la Lengua a partir de 1941, lanzó desde el escenario del Real Cinema las que permiten reconstruir la idea que de la herencia hispana pudo tener el director estadounidense. Demos la palabra al escritor valenciano y al comentario posterior de Anthonius:
–El coloso americano de la cinematografía –dijo Federico García Sanchiz– ha buscado en la Historia los argumentos supremos para demostrar que la intolerancia vivió siempre desde la época de Caín y Abel.
Y al bucear en ese gran libro de las amargas verdades surgió potente, fiera como una obsesión escalofriante, la visión de España que se ofrece en el extranjero con la negra leyenda de nuestro duque de Alba en los Países Bajos, de nuestra Inquisición, de nuestros capitanes conquistadores de América. Pero Griffith no aceptó esta página de España, porque Griffith ve a España reflejada en una reproducción de la Giralda que se yergue, soberbia y morena entre los rascacielos de Nueva York, a modo de una espléndida peineta que aguarda la filigrana de una mantilla española hecha con la gasa de las nieblas de la ciudad.
Las palabras de Anthonius perfilan a un Griffith que descartó la inclusión del Imperio español entre las páginas más oscuras de la Historia universal. La pregunta surge de modo inmediato, máxime si se tiene en cuenta que alrededor de 1898, apenas dieciocho años antes del rodaje, la prensa americana lanzó una brutal ofensiva hispanófoba. Con ocasión de la Guerra de Cuba, junto a las más groseras caricaturas, se reeditó la Brevísima de Las Casas. En esta estela, los motivos de esta omisión bien pudieran tener que ver con la percepción de un Imperio vencido y, por ende, ya irrelevante, reducido a lo pintoresco. Un pintoresquismo ilustrado por la Giralda neoyorquina aludida por García Sanchiz, edificada en Manhattan en 1890 y posteriormente demolida en 1925.
Frente a esta interpretación se abre otra vía, la ligada a la biografía de Griffith, pues acaso en los ambientes que moldearon su personalidad, o en los que se movió ya como director, pudieran ocultarse las claves de su decisión. David Wark Griffith nació en 1875 en el estado de Kentucky en el seno de una familia metodista de orígenes irlandeses, expuesta a los racistas aires sureños que persistieron en su obra cumbre, El nacimiento de una nación. A sus convicciones religiosas, Griffith sumó un gusto por el aristocratismo heredado de su padre. Si estos factores moldearon primero al niño y luego al joven, ya incorporado dentro de la industria cinematográfica, el director entró en contacto con alguien que pudo influir en su positiva idea del mundo hispano. Ese hombre no era otro que el hispanófilo Charles Fletcher Lummis. Admirador de fray Junípero Serra, gran estudioso de los indios pueblo, su interés por el mundo hispánico le llevó a recorrer gran parte de México y Perú. Lummis se ganó un puesto destacado entre los hispanistas norteamericanos gracias a su libro, Los exploradores españoles del siglo XVI (Chicago, 1893), vertida al español por Arturo Cuyás gracias al filántropo Juan Cebrián Cervera, también benefactor de la segunda edición de la obra de Julián Juderías. En su desplazamiento hacia el Oeste, Lummis dejó atrás su Massachusetts natal para afincarse Hollywood. Allí, pronto se relacionó con hombres de cine de la talla de Douglas Fairbanks y Harold Lloyd. Sus conocimientos del mundo indígena le permitieron trabajar como consultor, entre otras, de la película The Penitentes, rodada en 1915 y hoy perdida. La producción corrió a cargo de D. W. Griffith’s Fine Arts Film Company. En sus conversaciones californianas, quizá Griffith pudo escuchar palabras similares a las que Lummis dejó escritas. Unas palabras imposibles de incluir en el libro que Philip W. Powell publicó medio siglo después de la proyección de Intolerancia bajo el título Árbol de odio. En el primer capítulo de la edición española de Los exploradores españoles del siglo XVI, Lummis dejó muy clara su visión del Imperio español:
Una de las cosas más asombrosas de los exploradores españoles –casi tan notable como la misma exploración– es el espíritu humanitario y progresivo que desde el principio hasta el fin caracterizó a sus instituciones. Algunas historias que han perdurado pintan a esta heroica nación como cruel para los indios; pero la verdad es que la conducta de España en este particular debiera avergonzarnos. La legislación española referente a los indios de todas partes era incomparablemente más extensa, más comprensiva, más sistemática y más humanitaria que la de Gran Bretaña, la de las colonias y la de los Estados Unidos juntas. Aquellos primeros maestros enseñaron la lengua española y la religión cristiana a mil indígenas por cada uno que nosotros aleccionamos en idioma y religión. Allá por 1575 –un siglo antes de que hubiera una imprenta en la América inglesa– se habían impreso en la ciudad de Méjico muchos libros en doce diferentes dialectos indios, siendo así que en nuestra historia sólo podemos presentar la biblia india de John Eliot; y tres universidades españolas tenían casi un siglo de existencia cuando se fundó la de Harvard. Sorprende por el número la proporción de hombres educados en colegios que había entre los exploradores; la inteligencia y el heroísmo corrían parejas en los comienzos de colonización del Nuevo Mundo.