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Iván Vélez

La Malinche y la imposibilidad de una traición

Como le ocurriera a la de Cortés, la imagen de doña Marina comenzó a erosionarse en México durante el siglo XIX.

La Malinche, en un mural del Palacio de Gobierno de Tlaxcala | Wikipedia

Era doncella apuesta, grave, hermosa,
nació en Biluta, de Jalisco aldea,
y en una alteración escandalosa
fue hurtada de cierta gente rea.
Era de sangre clara, generosa,
dada a Cortés por alta y gran presea,
la cual (del agua santa ya lavada)
Marina de Biluta fue llamada.

Los versos reproducidos se deben al poeta Gabriel Lobo Lasso de la Vega (1555-1614) y forman parte de La Mexicana (1588), obra dedicada a Fernando Cortés Ramírez de Arellano, III Marqués del Valle, que probablemente actuó como mecenas del bardo madrileño. En el poema, que cantaba las glorias de Hernán Cortés, se dan unas ligeras pinceladas sobre el pasado de doña Marina, así nombrada tras recibir las aguas bautismales. Cuando se publicó La Mexicana, la presencia de aquella mujer era común a numerosas obras, tanto indígenas como españolas. Su figura aparece en el Códice del Aperreamiento, representada con un rosario en sus manos del que cuelga una cruz; en el Lienzo de Chontalcoatlán, en el que acompaña a un Cortés sentado sobre una silla de tijera; o en el célebre Lienzo de Tlaxcala, en el cual la señora aparece constantemente al lado del de Medellín, actuando como traductora o lengua.

Por su parte, las primeras crónicas elaboradas por los españoles le prestan diferentes grados de atención. Si Cortés apenas la alude en sus Cartas de Relación, dirigidas a Carlos I, Francisco López de Gómara señaló su condición de cautiva, y cómo fue entregada a los españoles por el señor de Tabasco dentro de un grupo de mujeres que debían cocinar y servir a los barbudos. De entre los narradores de la conquista del Imperio mexica, Bernal Díaz del Castillo fue quien más destacó las dotes de aquella extraordinaria mujer, de la que es obligado esbozar algún apunte biográfico. Su aparición se produjo después de una serie de escaramuzas con los indios champotones, derrotados finalmente en la batalla de Centla. En ella resultó decisiva la caballería. Fue también Bernal quien dejó escrito que los indios creían pelear contra una suerte de centauros que, unidos a la artillería, causaron estragos entre las filas de los guerreros mayas, apenas protegidos por sus corazas de algodón acolchado. Como en otras ocasiones, los relatos elaborados posteriormente incluyeron la ayuda divina. Juan Ginés de Sepúlveda, citando a Cortés, afirmó que en Centla "apareció mucho antes de la llegada de nuestros jinetes un caballero de porte sobrehumano que sobre un caballo blanco luchaba con los enemigos", mientras que Francisco Cervantes de Salazar escribió: "Lo que se averiguó por muy cierto fue no haber sido hombre humano ni alguno de los de la compañía; de adonde consta claramente cómo Dios favorescía esta jornada". La inclusión de la imagen de Santiago sobre su corcel establece un evidente paralelismo. En España, la iconografía del apóstol Santiago iba ligada a la leyenda de su milagrosa intervención en la Batalla de Clavijo, que permitió acabar con el tributo de las cien doncellas. Ahora, en la nueva tierra, poblada también por infieles, Santiago Matamoros, a quien Cervantes llamó "caballero andante de Dios", se transformaba en Santiago Mataindios.

Alcanzada la victoria, se celebró una misa a la que siguió la procesión del Domingo de Ramos, tras la cual los españoles recibieron a aquellas mujeres, entre las que se hallaba una de la cual se ignora su nombre original. Nacida cerca de Coatzacoalcos, la joven pertenecía a un distinguido linaje, condición que no impidió que siendo niña fuera vendida como esclava a los mercaderes mexicas. Es posible que fuera conducida por vías fluviales hasta la ciudad costera de Xicallanco. Allí fue comprada por los mayas de Potonchan, ciudad a la que los españoles llamaron Santa María de la Victoria. La muchacha hablaba maya, pero también náhuatl, conocimientos que le permitieron entenderse con Jerónimo de Aguilar, conocedor del maya y del español. Así, a través de una doble traducción, Cortés pudo comunicarse con los naturales. Una vez bautizada junto a sus compañeras, la joven, que recibió el nombre de Marina, fue entregada inicialmente a Alonso Hernández Portocarrero, primo hermano del conde de Medellín, pasando luego a ser amante de don Hernando, a quien dio un hijo, Martín Cortés, muy querido por su padre, que le procuró el hábito de Santiago. Pronto, su inteligencia le permitió aprender los rudimentos del español, desplazando a Aguilar en las tareas de traducción, pero también en las de consejera, y poniendo al servicio de sus protectores su fina intuición y su conocimiento de la realidad del Anáhuac.

A ella, según Bernal, se atribuye la alerta que produjo la matanza de la ciudad sagrada de Cholula:

Y una india vieja, mujer de un cacique, como sabía el concierto y trama que tenían ordenado, vino secretamente a doña Marina, nuestra lengua. Como la vio moza y de buen parecer y rica, le dijo y aconsejó que se fuese con ella a su casa, si quería escapar la vida, porque ciertamente aquella noche o otro día nos habían de matar a todos, porque ya estaba así mandado y concertado por el gran Montezuma, para que entre los de aquella cibdad y los mexicanos se juntasen y no quedase ninguno de nosotros a vida, o nos llevasen atados a México.

(Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, cap. LXXXIII).

Después de desempeñar un importante papel en la conquista, doña Marina fue dada por Cortés a Juan Jaramillo, junto al que terminó sus días. Sin embargo, el fin de su vida no supuso el final de su existencia como personaje de numerosas obras escritas a ambos lados del Atlántico. Obras históricas, pero también dramáticas, como el Cortés triunfante en Tlascala (1768), debida a Agustín Cordero, que se representó con éxito en la capital novohispana.

La niña esclavizada, la amante de Cortés, tal es nuestra tesis, no pudo traicionar a una nación que, simplemente, no existía.

Como le ocurriera a la de Cortés, la imagen de doña Marina comenzó a erosionarse en México durante el siglo XIX. La nueva nación política hispana procedió a reelaborar su historia y, en su afán por erradicar su pasado virreinal y ligarse a los tiempos prehispánicos, trazó un retrato en el que aquella mujer aparecía como traidora a la nación mexicana. A partir de entonces, el personaje de doña Marina dio un giro. Ignacio Ramírez (1818-1879), el Nigromante, en su obra La Noche Triste (1876), hizo que Cuitláhuac se enamorara de ella, sirviendo de objeto de discordia entre México y España. Otros, como Alfredo Chavero (1841-1906), autor de Xóchitl (1877), la utilizaron para armar un triángulo amoroso formado por Cortés, ella misma y Xóchitl, hermana de Cuauhtémoc. El dramaturgo nos la presentó como una mujer celosa que conduce a su rival al suicidio, amenaza con matar a su hijo e incluso confiesa haber tomado la espada de Cortés para matar a Moctezuma y a sus hijas durante la Noche Triste, crímenes que el autor da por hechos. Una mujer vengativa que sabe que, por su ciega pasión hacia el conquistador, ha traicionado a su patria. Una Malinche, en definitiva, que ofrece todos los atributos de ese arraigado y peyorativo malinchismo al que dio nombre.

En efecto, doña Marina, la Malinche, ha servido para acuñar ese término, incorporado al Diccionario de la Real Academia: "Actitud de quien muestra apego a lo extranjero con menosprecio de lo propio". Popularmente convertida en la gran traidora de México, un análisis más equilibrado y ajustado a la realidad histórica en la que se desenvolvió nos devuelve la imagen de una mujer cuya labor fue decisiva en la conquista de un Imperio que supuso el paso previo a la implantación del Virreinato de la Nueva España, estructura sobre la cual se asientan los actuales Estados Unidos Mexicanos. La niña esclavizada, la amante de Cortés, tal es nuestra tesis, no pudo traicionar a una nación que, simplemente, no existía, pues lo que los españoles encontraron después de la batalla de Centla fue un mosaico de sociedades, en absoluto armónicas, que no constituían totalidad política alguna contra la que poder atentar. México, en suma, no es la restauración del Imperio mexica, por más que la sinécdoque lo insinúe.

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