En 1975, el rockero Neil Young (1945) publicó el álbum Zuma, un disco de nueve canciones, entre las que se hallaba la que llevaba por título "Cortez, the Killer" ("Cortés, el asesino"). Más de cuatro décadas después, el tema continúa gozando del gusto de sus muchos seguidores, los que en los setenta ya acudían a sus conciertos y el renovado público que se sumó con la irrupción de los grupos grunge, que reconocían el magisterio del músico de Ontario.
Dentro de unos meses se cumplirán quinientos años desde que el que Young califica de asesino pisara las playas hoy pertenecientes a México. Tal aniversario servirá, como es lógico, para reinterpretar una figura histórica que suscita enormes controversias. A la del Cortés homicida pueden contraponerse otras versiones, que lo presentan como un héroe e incluso como un libertador de pueblos. O como un instrumento de la Providencia para erradicar la idolatría e implantar la fe verdadera, aquella simbolizada por una cruz. En este contexto, es evidente la enorme influencia que los representantes de la cultura popular pueden ejercer sobre aquellos que no están dispuestos a acudir a las fuentes originales, prefiriendo versiones abreviadas, a menudo simplistas, de personajes y hechos como los que van aparejados a la figura del conquistador metelinense. Por tal motivo, conviene proceder al análisis de los versos que Young ha hecho llegar a tan nutrido conjunto de oyentes.
Más allá de la inexactitud de embarcar a Cortés en unos galeones, a bordo de los cuales habría llegado a las tierras mexicanas, llama poderosamente la atención la segunda estrofa:
En la playa estaba Montezuma
con sus hojas de coca y sus perlas.
En sus salones se preguntaba a menudo
sobre los secretos del mundo.
Máxime cuando sabemos por las crónicas que Moctezuma no se acercó en ningún momento al litoral, pues los que allí trabaron contacto con los españoles fueron sus emisarios, quienes hasta el mismo momento de la entrada de los barbudos en Tenochtitlan trataron por todos los medios, incluyendo la oferta de vasallaje al rey español, de impedir el contacto entre Hernán Cortés y Moctezuma. Por otro lado, los mexicas no cultivaban ni consumían hojas de coca, sino, como bien subrayó Hugh Thomas en su clásico La conquista de México, hongos alucinógenos, que formaban parte de sus ceremonias religiosas. Todo parece indicar que Neil Percival Young confunde, acaso envuelto en las volutas contraculturales de la California en la que se instaló a mediados de los sesenta, a los mexicas con los incas. Una fugaz consulta a la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, hubiera sido suficiente para saber qué sustancias consumía Moctezuma. El cronista indica que, después de las comidas, al emperador
le ponían en la mesa tres cañutos muy pintados y dorados, y dentro tenían liquidámbar revuelto con unas yerbas que se dicen tabaco. E cuando acababa de comer, después que le habían bailado y cantado y alzado la mesa, tomaba el humo de uno de aquellos cañutos, y muy poco, y con ello se adormecía.
Los siguientes pasajes muestran hasta qué punto Young está imbuido de la idea del buen salvaje:
Y sus súbditos le rodeaban
como las hojas alrededor de un árbol
con sus vestidos de muchos colores
para que los enfadados dioses les viesen.
Y las mujeres eran todas bellas
y los hombres rectos y fuertes
ofrecían sus vidas en sacrificio
para que los otros pudieran seguir.
De nuevo, una consulta al cronista de Medina del Campo le hubiera alejado de tan idealizada visión del Anáhuac. Por ejemplo, cuando Bernal se refirió a la esposa de Cuauhtémoc, hija de Moctezuma, de quien dijo que se trataba de una "bien hermosa mujer para ser india", comentario que habla bien a las claras, por un lado, del desajuste que aquellas mujeres tenían en relación a los cánones de belleza occidentales y, por otro, de la diversidad de rostros indígenas con que los españoles se enfrentaron. La descripción de los varones mexicas, huelga decirlo, es también una pura idealización.
El odio era sólo una leyenda
y la guerra nunca se había conocido.
La gente trabajaba junta
y levantaban muchas piedras.
Y las llevaban a las llanuras.
Pero morían por el camino.
Y construyeron con sus manos desnudas
lo que aún hoy no podemos hacer.
Las dos estrofas vuelven a mostrar las limitaciones de los conocimientos de Young, pues el mexica no era en absoluto un pueblo pacifista, sino una muy guerrera nación que había alcanzado su hegemonía gracias a un carácter militar cultivado desde la infancia en unas escuelas llamadas calmécac, o "casas de lágrimas", donde los niños eran severamente instruidos en el arte de la guerra. La idea de que el odio era una leyenda es también totalmente gratuita, pues aquellos pueblos vivían en un constante enfrentamiento. Tal inestabilidad, encubierta bajo la hegemonía mexica, fue aprovechada por Cortés, que estableció una sólida alianza con la nación tlaxcalteca, tan fiel como decisiva en la conquista. En definitiva, la violencia era el telón de fondo sobre el que se dibujaban las relaciones entre etnias. Una belicosidad que determinó la institución de las llamadas guerras floridas, cuya culminación conducía a los altares de sacrificio de las pirámides. Consciente de la fuerza militar mexica, y de esas extrañas relaciones con los tlaxcaltecas, el conquistador Andrés de Tapia preguntó a Moctezuma por qué no aniquilaba a sus vecinos. Este le respondió que, aun pudiéndolo hacer, no lo hizo porque, si Tlaxcala caía definitivamente, no quedaría dónde los mancebos "ejercitaran sus personas". Junto a esta utilidad como tropas de entrenamiento, los tlaxcaltecas ofrecían algo muy preciado en Tenochtitlan: "Queríamos que siempre hubiese gente para sacrificar a nuestros dioses".
En cuanto a la imagen de unos mexicas levantadores de grandes piedras, todo parece indicar que de nuevo Young los confunde o mezcla con los pueblos del Cono Sur, que se distinguían por sus construcciones a base de sillería ciclópea. En cualquier caso, conviene recordar que Cortés se dolió de la destrucción de Tenochtitlan, ciudad que quiso entregar a su rey en todo su esplendor.
Nada se interpone, no obstante, entre las fuentes documentales y la visión preconcebida que el guitarrista tiene del México prehispánico. Young, alumno de Historia en la escuela de Winnipeg, se desvela como un subproducto de la idea que del Imperio español se ha tenido y propagado en la América protestante, aquella que denunció Philip W. Powell en una obra de revelador título: Árbol de odio.