El 22 de diciembre de 1520, ante el escribano Juan de Ribera, Hernán Cortés dictó en Tlaxcala las Ordenanzas militares y civiles, que fueron pregonadas por la ciudad aliada antes de la partida del ejército hispano-tlaxcalteca hacia Tenochtitlan, ciudad que fue definitivamente tomada el 13 de agosto de 1521. En ellas se podía leer lo siguiente:
Exhorto y ruego a todos los Españoles que en mi compañía fueren a esta guerra que al presente vamos, y a todas las otras guerras y conquistas que en nombre de S. M. por mi mandato hubieren de ir, que su principal motivo e intención sea apartar y desarraigar de las dichas idolatrías a todos los naturales destas partes, y reducirlos, o a lo menos desear su salvación, y que sean reducidos al conocimiento de Dios y de su santa fe católica; porque si con otra intención se hiciese la dicha guerra sería injusta, y todo lo que en ella se hubiese obnoxio e obligado a restitución: e S. M. no tendría razón de mandar gratificar a los que en ellas sirviesen.
Cortés dejaba meridianamente clara la motivación y los objetivos de una conquista que respondía a las responsabilidades legales que Alejandro VI había otorgado a España en el Nuevo Mundo. En las bulas alejandrinas, redactadas inmediatamente después del regreso de Colón, se exigía la conversión de los habitantes de las nuevas tierras. A estas tareas se encomendó, con un grado de total autonomía con respecto de Roma expresado a través del Real Patronato, la Corona española, responsable del ingreso en la Ciudad de Dios de aquellos que en principio se hallaban dejados de su mano. Nadie mejor que Cortés, que al cabo había construido toda una arquitectura legal que le vinculara con los reyes –Carlos y Juana– y le permitiera romper vínculos con la Cuba de Diego Velázquez de Cuéllar, para llevar adelante esa tarea. Con la reducción al conocimiento de Dios de los naturales, Cortés aparece como el devoto católico que siempre fue, pero también como un riguroso observador de las disposiciones legales que, con tanto talento como astucia, supo manejar.
Fue también Cortés el que llevó a cabo la primera expansión continental hispana en América. Sus logros, narrados en las Cartas de Relación enviadas al rey Carlos desde la no en vano llamada Nueva España, hicieron de él un héroe del que se habló en las cortes europeas, lo cual no impidió que se le sometiera a un juicio de residencia. En el último tramo de una vida enredada en mil litigios, el de Medellín entró en contacto con una personalidad trascendental para el futuro del Imperio español: Juan Ginés de Sepúlveda. Instalado en Valladolid en 1542, coincidió con aquel teólogo formado en Bolonia. En la ciudad castellana, Cortés proveyó a Sepúlveda de muchos datos que sirvieron para confeccionar su Democrates Segundo, obra en la que se sintetizaron los argumentos que opuso a Las Casas durante la Controversia de Valladolid. En el Democrates, el personaje llamado Leopoldo afirma haber estado con Cortés en el palacio del príncipe don Felipe. Es en la conversación con Leopoldo donde Democrates traza su teoría, de raigambre aristotélica, sobre el dominio español de Las Indias:
Y siendo esto así, bien puedes comprender, ¡oh Leopoldo!, si es que conoces las costumbres y naturaleza de una y otra gente, que con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como los niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas, de los prodigiosamente intemperantes a los continentes y templados, y estoy por decir que de monos a hombres.
La visión que sobre los indios tenía Sepúlveda no distaba en exceso de la de Las Casas, para quien aquellos hombres eran "ovejas mansas" a las cuales acometieron los españoles "como lobos e tigres y leones cruelísimos de muchos días hambrientos". Ante aquellos paganos, siempre legítimos propietarios de sus territorios, los dos hombres propusieron distintos modos de actuar en el transcurso de un debate que se asentaba tanto en la experiencia del comportamiento de los españoles en las Indias como en la existencia de un cuerpo legal. El precedente legislativo más inmediato fueron las Leyes Nuevas, aprobadas en 1542, que recogían en gran medida los argumentos de Francisco de Vitoria, quien trazó las líneas maestras de lo que por entonces se consideró guerra justa. Vitoria desarrolló la doctrina de los Justos Títulos, tras los cuales adivinamos la silueta de Cortés. Unos títulos que atendían a cuestiones religiosas, pues se debía garantizar el derecho a recorrer libremente la tierra y predicar la religión cristiana, al tiempo que obligaban a proteger a los naturales ya convertidos al cristianismo; pero también a aspectos políticos, al sostener que los indios podrían tomar como soberano al rey de España y aliarse con los españoles en caso de guerra. Finalmente, se exhortaba a proteger a los indios de su propio estado de atraso, y a perseguir la sodomía y la antropofagia, delitos cometidos "contranatura".
Con estos precedentes, el Colegio de San Gregorio fue el escenario en el que Las Casas, coherente con su visión del indio como un buen salvaje, abogaba únicamente por la predicación pacífica de la fe católica. Los españoles, según su perspectiva, habían irrumpido en una suerte de Arcadia que ofrecía todas las posibilidades de implantación católica. En su afán por ajustar la realidad a sus deseos, Las Casas llega incluso a admitir la antropofagia. La conclusión de sus intervenciones era clara: la única razón de ser de la presencia de los españoles en América era la evangelización, razón por la cual el Imperio español, por su dimensión política, era ilegítimo. De persistir el dominio temporal hispano, el mismísimo Emperador se condenaría. Todas estas ideas, aparentemente sólidas dentro del contexto discursivo, habían chocado ya varias veces con la realidad. En efecto, a Las Casas se le dieron varias oportunidades de demostrar las bondades de sus proyectos. La primera de ellas en la venezolana Cumaná, donde su fértil imaginación ideó la creación de una orden militar compuesta por caballeros de espuelas doradas. El experimento venezolano fracasó estrepitosamente. Aquel desastre no arredró al dominico, quien en 1537 puso en marcha la iniciativa de la Vera Paz, que tuvo un final similar, pues los indios lacandones, lejos de ser mansas ovejas, acabaron con la vida de algunos misioneros y se resistieron a abandonar sus prácticas. Aún existió un nuevo intento de que las ideas del obispo de Chiapas prendieran sobre la tierra. En 1549, Luis de Cáncer murió a manos de aquellos a quienes pacíficamente pretendía evangelizar, durante su expedición a La Florida.
Si estas fueron, grosso modo, las posiciones defendidas por Las Casas, con su correlato de desafortunadas implantaciones en la realidad, Sepúlveda planteó una tutela no estrictamente religiosa, sino también política, aquella que permitiera a los indios alejarse del estado de barbarie en que se hallaban. La guerra era posible en virtud de objetivos civilizatorios, que permitieran el perfeccionamiento de esas sociedades, de las que debían erradicarse los crímenes que ofendían a la Naturaleza, entre ellos, singularmente, los sacrificios humanos y la antropofagia. Para alcanzar tal estado, nada mejor que ajustar las acciones a los cánones cristianos. Los españoles podían, o por mejor decir, debían enseñorearse de las Indias e implantar sus instituciones políticas, para elevar a un estado civilizado, humano, a sus habitantes. Los frutos de aquella labor, así lo dejó escrito Sepulveda, se recogerían a largo plazo:
Así con el correr del tiempo, cuando se hayan civilizado más y con nuestro imperio se haya reafirmado en ellos la probidad de costumbres y la Religión Cristiana, se les ha de dar un trato de más libertad y liberalidad.
Naturalmente, las posturas enfrentadas de Sepúlveda y Las Casas no habían emanado de su individualidad, ni se mantuvieron apegadas únicamente a sus figuras. No faltaron, como hemos visto, precedentes de aquellas posturas, ni cultivadores ulteriores de aquellas líneas trazadas en la Junta de Valladolid, convocada por Carlos I en 1550, y acompañada por la paralización de la conquista. Entre los adscritos a la postura lascasiana podemos citar a Domingo de Soto y a Melchor Cano, mientras que con Sepúlveda pueden figurar José de Acosta y el teólogo dominico fray Vicente Palatino de Curzola, residente en el Yucatán, firme defensor de la acción española en América y autor de un libro que se sitúa en la estela del Democrates, titulado, Tratado del derecho y justicia de la guerra que tienen los reyes de España contra las naciones de la India occidental (1559), en el que compara a Cortés con Hércules, Alejandro Magno, Mario y Escipión el Africano.
La Junta de Valladolid, que propició el debate que hemos esbozado, fue la consecuencia de las guerras que tuvieron lugar tras la conquista del Perú, pero también de las polémicas que acompañaron a la encomienda, herramienta empleada a veces de manera abusiva, con la que se pretendía favorecer la incorporación de los indios al orbe hispano. No hay duda de que estas turbulencias, que tuvieron su eco en Nueva España, favorecieron el triunfo inicial de Las Casas, a quien Bolívar, en su Carta de Jamaica, escrita en Kingston en 1815, llamó "apóstol de la América". Sin embargo, y pese a la persistencia en el uso de Las Casas como símbolo, lo cierto es que las tesis de Sepúlveda triunfaron, hasta el punto de que en los inicios del XIX las sociedades políticas hispanoamericanas se habían nivelado con la metrópoli. Los procesos independentistas vinieron, en definitiva, a avalar la acción conquistadora, pues tres siglos más tarde los próceres hispanos, hombres de política pero también de religión, alzaron sus voces en nombre de la Corona y de la Cruz, dando cuenta de hasta qué punto en los ámbitos de poder se habían erradicado aquellas prácticas desajustadas con los cánones del XVI a los que se atuvo Cortés.
Si comenzábamos este artículo apoyándonos en las Ordenanzas que ya incluyen una noción de la guerra justa, no podemos evitar la alusión a la obra que Francisco López de Gómara dedicó a la conquista de México. En ella, Cortés aparece como un héroe individual que se eleva sobre el colectivo. Fue en sus páginas donde el clérigo vinculó lo ocurrido sobre el Anáhuac con las discusiones vallisoletanas en las que triunfó Sepúlveda:
Yo escribo sola y brevemente la conquista de Indias. Quien quisiere ver la justificación de ella, lea al doctor Sepúlveda, cronista del emperador, que la escribió en latín doctísimamente; y así quedará satisfecho del todo.