Redactadas durante el reinado de Alfonso X (1221-1284), las Siete Partidas constituyen el cuerpo jurídico español más importante hasta la promulgación de la legislación indiana, impulsada tras la inesperada aparición de un continente habitado por diferentes grupos humanos. Como es lógico, los hombres de letras que redactaron las leyes alfonsíes abordaron la cuestión judía y las complejas relaciones entre esta comunidad y la cristiana. Superado el ecuador del siglo XIII, la existencia de un importante número de conversos motivó el siguiente párrafo (Partida Séptima, Título XXIV: De los judíos, Ley 6):
Otrosí mandamos que después que algunos judíos se tornasen cristianos, que todos los de nuestro señorío los honren, y ninguno sea osado de retraer a ellos ni su linaje de como fueron judíos en manera de denuesto. Y que tengan sus bienes y sus cosas partiendo con sus hermanos y heredando a sus padres y a los otros parientes suyos bien así como si fuesen judíos. Y que puedan tener todos los oficios y las honras que tienen los otros cristianos.
El cuidado en el trato del converso tenía precedentes. En el Fuero Juzgo puede leerse, a propósito de aquel que abandona la ley de Moisés: "El que se convirtiere a la Fe, y recibiere el baptismo, haya todas sus cosas libremente" (Libro XII, Título II: De los hereges, judios, y sectas). La abundancia legislativa habla a las claras del interés de los reyes por proteger a un colectivo íntimamente vinculado a ellos, pero también de un persistente rechazo popular, que exigía la reiteración en este tipo de mandatos. El intento de introducir orden político, a veces de un modo expeditivo, provocó fricciones entre las dos esferas de poder de la España visigótica. De hecho, San Isidoro criticó a Sisebuto por obligar a los judíos, bajo pena de muerte, a que se convirtieran al cristianismo. El santo sevillano abogaba por el convencimiento y rechazaba la imposición, metodología que fue avalada por el IV Concilio de Toledo, que dispuso que no se forzara a ningún judío a abrazar el cristianismo. Las tensiones vividas en escenarios cortesanos y eclesiásticos corrieron paralelas a una serie de disturbios que alcanzaron sus cotas más sangrientas con las matanzas de 1391, en las que, según Jean Dumont, fueron asesinados alrededor de 4.000 judíos.
Un siglo antes, durante el reinado del rey sabio, existía plena consciencia del problema social que planteaban los conversos. De hecho, en el título citado, junto al recordatorio de que los judíos, a los que se les prohibía captar a cristianos, "vienen de linaje de aquellos que crucificaron a Jesucristo", figuraba una amenaza para los que se atrevieran a "retraer" su linaje a los cristianos nuevos, a los conversos. Esta limitación trataba de establecer un corte con el pasado familiar de los que habían ingresado en el orbe cristiano. No faltaban razones para tratar de imponer el olvido en referencia a muchos de los vasallos del rey. El odio hacia los semitas tenía una larga tradición que hundía sus raíces en la España goda, en cuya entrega a los musulmanes habían desempeñado un importante papel los judíos, que vieron en los árabes a unos libertadores.
La expulsión de los judíos, celebrada en su momento por la Universidad de la Sorbona, y ocurrida tras la firma del Edicto de Granada, abrió un nuevo frente protagonizado por los conversos. A la indagación sobre la sinceridad de quienes habían abrazado la fe católica se aplicó la Inquisición española, implantada por Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, por cuyas venas corría cierta dosis de sangre judía. La expulsión no erradicó los recelos hacia quienes provenían del colectivo semítico, algunos de cuyos miembros ascendieron hasta ocupar puestos políticos y religiosos de gran relevancia, incluso dentro del propio Santo Oficio. Meses después de la salida de los judíos y de la toma de Granada, el descubrimiento del Nuevo Mundo ofreció atractivas posibilidades para muchos españoles que pudieron dejar su pasado, y el territorio en el que este constituía un lastre, a sus espaldas. No fueron pocos los que cruzaron el Atlántico para iniciar una nueva vida, cuyas perspectivas aumentaron a partir de la expansión continental que sucedió a los asentamientos antillanos.
En la estela de la expedición de Cortés, algunos descendientes de conversos se hicieron un hueco en la Nueva España y en la Historia. Con el fin de evitar el enfrentamiento entre Hernán Cortés y Pánfilo de Narváez, el licenciado Lucas Vázquez de Ayllón, de probable origen converso, fue enviado desde la Audiencia de Santo Domingo, en la ocupaba el cargo de oidor. Aunque no pudo llevar a cabo su misión apaciguadora, la posición que ocupaba en el Caribe da cuenta de hasta qué punto los orígenes no impedían el acceso a puestos de tal entidad. Derrotado en tierra Narváez, Cortés nombró almirante y capitán de la mar al maestre Pedro Caballero, miembro de una familia de conversos sanluqueños, que había venido con Narváez a cargo de uno de sus barcos, y cuya obediencia se vio favorecida por la entrega de algunos tejuelos de oro.
Neutralizado Narváez, una de las más audaces operaciones protagonizadas por los españoles durante la ofensiva final sobre Tenochtitlan fue la construcción y transporte de los bergantines hasta las orillas de la ciudad lacustre. El ensamblaje de la madera venida desde Tlaxcala se hizo en Texcoco bajo la supervisión de Martín López. En el borde del canal abierto en la tierra se improvisaron unas fraguas para fabricar clavazón. En ellas se escuchó el martillear de Hernando de Aguilar y del converso Hernando de Aguilar, Majayerro, que acababa de perder a su esposa, Beatriz de Ordás, muerta de unas fiebres. El comerciante Pedro de Maluenda o el tasador Bernardino de Santa Clara, hijo del converso salmantino David Vitales de Santa Clara, son otros nombres que destacan en las crónicas.
A pesar de que los cristianos cerraron filas contra los mexicas durante la ofensiva que siguió a la Noche Triste y a Otumba, el resquemor hacia aquellos que tenían a un judío dentro de su árbol genealógico perduró en el ánimo de algunos hombres. Tal sentimiento afloró en la persona del capitán Pedro de Ircio, de quien Bernal Díaz del Castillo dijo que era "de mediana estatura y paticorto, e tenía el rostro alegre e muy plático en demasía: qué haría e acontecería; e siempre contaba cuentos de don Pedro Girón e del conde de Urueña, e era ardid, e a esta causa le llamábamos Agrajes sin obras e sin hacer cosas que de constar sean murió en México". Es muy probable que el riojano no supiera escribir, sin embargo conservaba en su interior los rescoldos de una vieja judeofobia popular, que brotó en un momento de máxima tensión.
Una vez conquistado Texcoco, Cortés se lanzó a la conquista de Tacuba, miembro menor de la Triple Alianza. En aquella ciudad, los mexicas, fingiendo una huida, hicieron penetrar a los españoles en la calzada que se abría paso en el lago. Para cortar la retirada de los barbudos, los de Tenochtitlan izaron un puente a la espalda de la tropa española, y atacaron desde las canoas, la calzada y las azoteas de las casas. En aquel lance, Cortés llegó a ser apresado, y estuvo a punto de ser conducido al sacrificio. En plena pelea, el alférez de Pedro de Ircio, Juan Volante, que también salvó la vida, cayó el agua, sumergiendo en ella el estandarte en el que flameaba la imagen de la Virgen. Enfrentado con él por un asunto de faldas, Ircio recogió la enseña y dejó escapar un grito en el que concentró su aversión por aquellos linajes pertenecientes al pueblo deicida: "¡Oh, traidor, crucificaste al Hijo y quieres ahora ahogar a la Madre!".