Vargas Llosa frente al PEN neoyorquino-catalanista
El comité español del Congreso por la Libertad de la Cultura tenía el objetivo de favorecer la implantación en nuestro país de un modelo federal.
"Con mentiras disimuladas, el PEN de Nueva York exagera y deforma lo que ocurre en España y en Cataluña": así se manifestó recientemente Mario Vargas Llosa, presidente del PEN Internacional entre 1977 y 1980 y que hasta esta semana ocupaba ese cargo en calidad de emérito, en un artículo publicado en El País. La reacción del de Arequipa vino motivada por un escrito del PEN (Poetas, Ensayistas y Novelistas) de Nueva York titulado "Una tendencia preocupante: la libertad de expresión, bajo fuego en Cataluña". La suave polémica sirve como inmejorable excusa para indagar a propósito del club y sus relaciones con España o, por mejor decir, con ciertos sectores de la España de los 70.
El texto neoyorquino, que recoge las habituales patrañas del catalanismo, ha visto la luz tras una visita a los Estados Unidos de Joaquín Torra, en la cual el autor de Los últimos 100 metros –hacia la República de Cataluña, se entiende– ha tratado de erosionar la imagen de la nación de la que, al igual que otros 240 cargos cuatribarrados, percibe mensualmente más sueldo que el presidente del Gobierno con el que negocia con un lazo amarillo prendido en su solapa.
En su réplica periodística, don Mario critica con razón el hecho de que los redactores de la nota oculten la flagrante ilegalidad que supuso la votación del 1 de octubre de 2017, antes de denunciar la torcida descripción de los hechos, sin dejar pasar la oportunidad de contar cómo en su día él mismo hubo de pasar el filtro de la censura franquista. Fiel a su acendrado liberalismo, el Premio Nobel de Literatura 2010 señala al PEN neoyorkino otros lugares más propicios para la crítica, tales como Venezuela, Cuba o Nicaragua, países donde se cierran periódicos, radios y televisiones, y se persigue ferozmente a la oposición política.
Presentados los hechos actuales, hemos de retroceder exactamente medio siglo. Concretamente al 13 de enero de 1969, cuando el escritor francés Pierre Emmanuel, pseudónimo de Noël Mathieu, que llevaba una década dedicado al control del comité español del Congreso por la Libertad de la Cultura –tras el cual, fundaciones interpuestas mediante, se ocultaba la CIA–, escribió a Pablo Martí Zaro, principal ejecutivo del Congreso en España, para proponerle la resurrección del viejo PEN Club Español, extinguido en 1936. La idea, no obstante, había partido años atrás de la mente de José Luis Cano, cofundador de la revista literaria Ínsula y director de la colección Adonais de poesía.
Buscando su inserción en la legalidad española del momento, los estatutos se habían redactado y presentado en la Jefatura Superior de Policía en 1965 con las firmas de José Antonio Maravall, Fernando Chueca Goitia y el propio Cano. Ente la lista de los integrantes del nuevo PEN, cuya presidencia de honor debía recaer en Menéndez Pidal después de la renuncia de Azorín, figuraba el agente de la CIA John C. Hunt, miembro a su vez de tal club. El permiso, sin embargo, fue denegado por incumplir la Ley de Asociaciones de 1964. La negativa venía motivada por los lazos internacionales que se adivinaban en el PEN Español, pero también por el hecho de que cada uno de sus miembros debía oponerse a toda restricción de la libertad de expresión en su propio país. De nada sirvieron las gestiones que Chueca, presidente del dolarizado Comité español, hizo con Carlos Robles Piquer, director general de Información y cuñado de Fraga.
Pese a estos reveses, el grupo español no cejó en su empeño de hacer viable la iniciativa que trataba de impulsar Emmanuel. En 1971, Martí Zaro y Cano viajaron a la reunión del PEN Club Internacional, ya presidido por el exintegrante de la resistencia francesa. También resultaron estériles las maniobras realizadas por el extrotsquista Julián Gorkin a favor de la iniciativa. Años más tarde, el 9 de septiembre de 1976, José Luis Cano ofreció, en una carta al director de El País, una reconstrucción de aquel proceso. Su epístola apuntaba a otra razón que operó en contra de la admisión legal del PEN Español:
Quizá pudo influir (...) el hecho de que, a nuestra iniciativa, Henrich Böll, presidente del Pen Internacional, enviara al ministro de Justicia español un telegrama de protesta por la condena de dos años de prisión al escritor Luciano Rincón.
El telegrama estaba condenado al fracaso si se tiene en cuenta que la condena venía motivada por la publicación de un libro titulado Francisco Franco, historia de un mesianismo. Miembro del Frente de Liberación Popular, el célebre Felipe, Luciano Rincón mantuvo una estrecha relación con el anarquista José Martínez Guerricabeitia, editor que le publicó la obra referida y principal impulsor de la revista Cuadernos de Ruedo ibérico, constituida en París en 1961. Conviene también recordar que Fernando Claudín y Jorge Semprún, revisionistas expulsados del PCE en noviembre de 1964, fueron acogidos en este proyecto, que justo en esas fechas se vio oportunamente fortalecido. Rincón, que empleó el pseudónimo Luis Ramírez, evolucionó hacia la Liga Comunista Revolucionaria y mantuvo contacto con el etarra Txabi Echevarrieta, autor del asesinato del agente de la Guardia Civil Antonio Pardines.
En 1970 aparece la relación entre el comité español del Congreso por la Libertad de la Cultura y Mario Vargas Llosa, afincado en la Barcelona en la que reinaba editorialmente Carmen Balcells. Allí, después de que el comité español reconstituyera su estructura en torno a Seminarios y Ediciones S. A., luego de que la prensa aireara la tutela de la Central de Inteligencia Americana, se trató de poner en marcha un coloquio que debía titularse La destrucción de los lenguajes en el Arte y en la Literatura contemporáneos. La idea era que lo acogiera, y aportara cierto capital, el Colegio de Arquitectos de Barcelona. Entre los participantes estaban Pierre Emmanuel, Konstanty Aleksander Jelenski, Roland Barthes y Umberto Eco, a quienes debían acompañar Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, representantes de la literatura hispanoamericana, etiquetada, no por casualidad, como realismo mágico. Con todo dispuesto, el coloquio no pudo celebrarse al recibirse una orden de prohibición que llegó el mismo día en que este debía comenzar.
En 1975, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, tan involucrado en los trevijanistas asuntos guineanos, trató de revitalizar el proyecto del PEN Español. Años más tarde, en 1978, una titubeante Asociación PEN Club Español de Madrid se inscribió en el Ministerio del Interior. Ya en 1984 se constituyó el PEN Club Español, con José María de Areilza como presidente y escasa actividad. No fue esta la única refundación de tan quebradizo colectivo, que reapareció en 1992 para desdibujarse y ser suspendido a finales de 2015 por el PEN Club Internacional, en el que el barcelonés Carles Torner, que también ha sido secretario del pancatalanista PEN Catalán, ocupaba el cargo de director ejecutivo.
Establecidas las conexiones, apenas un apunte, entre política y literatura, sobre el trasfondo de la Guerra Fría, el escrito del PEN de Nueva York se hace más entendible. El mentado comité español del Congreso por la Libertad de la Cultura, de aromas europeístas e impronta anticomunista en el tiempo en el que existían la URSS y el PCE, tenía el inequívoco objetivo de favorecer la implantación de un modelo federal en España, en el cual debía desempeñar un papel imprescindible el colectivo catalán, que supo jugar sus cartas culturales, pero también políticas y financieras, para ir elaborando la falsilla sobre la que se escribió la actual Constitución, esa que habla de nacionalidades y regiones y señala:
El castellano [no el español] es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatuto.
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