Víctor Balaguer, el catalanista anticatalanista
El poeta, político y académico murió amargado por el ascenso de un catalanismo político que, sin pretenderlo, había colaborado en alumbrar.
Nacido en Barcelona en 1824, Víctor Balaguer y Cirera fue una de las principales figuras de la Renaixença. Poeta, dramaturgo, historiador, miembro de las Academias de la Lengua y de la Historia, eminente promotor de la restauración de los Juegos Florales, diputado liberal y defensor de la extensión de la presencia española en el Caribe y el Pacífico, llegó a ministro de Fomento y Ultramar en tres ocasiones entre 1871 y 1888.
Como historiador, destacó su romántica Historia de Cataluña, apasionado canto al pasado de su tierra que serviría de modelo a muchos textos posteriores con los que se iría tejiendo el relato semilegendario de una Cataluña destinada a revivir su gloriosos siglos medievales.
Aunque Ildefons Cerdà había proyectado nombrar las calles del Ensanche con números y letras, finalmente se aprobó la propuesta de Balaguer de aprovechar la ocasión para recordar en ellas hechos y personajes descollantes de la historia de Cataluña. Ésa es la razón por las que las calles del Ensanche llevan desde entonces los nombres propuestos por él: territorios de la Corona de Aragón como Valencia, Mallorca, Provenza, Rosellón, Córcega o Cerdeña; instituciones como las Cortes Catalanas, la Diputación o el Consejo de Ciento; y figuras como Balmes, Aribau, Muntaner, Roger de Flor o Casanova. Pero también añadió las batallas de Bailén, Lepanto o el Bruch, pues siempre consideró que los hechos y personajes de la historia de Cataluña eran, precisamente por eso, hechos y personajes de la historia de España. Y jamás pudo entender que hubiera quien las considerara cosas distintas o, mucho menos aún, enfrentadas.
Sin embargo, ello no le impidió participar en el debate anticentralista que se abrió en la Cataluña de su tiempo, lo que le llevó a lamentar el, en su opinión, excesivo peso castellano sobre las demás regiones españolas:
No me quejo de Castilla por lo que de española tiene, sino por lo que tiene de castellana. Quiero y deseo la españolización de Cataluña: lo que no quiero es la castellanización de España. Quiero que España esté formada por Aragón, Cataluña, Valencia, Andalucía, Mallorca, Castilla, Extremadura, etc.: lo que no quiero es que España la forme sólo Castilla. En una palabra, quiero la fraternidad de Castilla: lo que no quiero es su monopolio. Respeto y amo a Castilla como a hermana, y hasta como a hermana mayor, si se quiere, pero no acepto que venga a monopolizar la vida y la nación de España y a tiranizar las provincias.
Su recelo hacia Castilla alcanzó la cima cuando en 1867 escribió el poema Els quatre pals de sang, en el que simbolizó el derecho, la libertad, la justicia y la industria en las cuatro barras de la señera. Balaguer, inaugurando la paranoia mitológica que habría de caracterizar el catalanismo hasta nuestros días, acusó a Castilla de la desaparición de las tres primeras con el Compromiso de Caspe, el supuesto asesinato de Carlos de Viana y la victoria de Felipe V en 1714. Y, en relación con el debate entre librecambismo y proteccionismo tan intenso en sus días, Balaguer, ferviente proteccionista, la amenazó por lo que consideraba intentos de derribar la única que quedaba, la industria:
Si ja sols me’n queda un / de mos quatre pals de sang,
és per tu, la de les torres / i dels lleons afamats.
¡Ai, Castella castellana, / ai si em trenques el quart pal!
Mucho habría de arrepentirse en tiempos posteriores de este juvenil rapto de castellanofobia que tanto habría de influir en generaciones posteriores.
Pocos años antes había sido uno de los principales promotores de la restauración de los Juegos Florales barceloneses en 1859, tras lo que se propagaron por el resto de España. Su incansable actividad para devolver a la lengua catalana el prestigio literario no le impidió avisar del error en el que se caería si se pretendiese aislar lingüísticamente a Cataluña mediante su empleo exclusivo:
Hay que hablar, y guardar, y custodiar el catalán, pero sin intransigencia. La intransigencia no conduce a nada práctico. Los que se aíslan viven solos como la boya en el mar, sin ser útiles a sus semejantes, sin serlo a su región, sin ni siquiera serlo para ellos mismos. Por el camino del egoísmo sólo se va al campo del desierto, y todo, todo se pierde en soledad y desabrigo.
En 1883 ingresó en la Real Academia Española con un discurso en el que explicó su deseo de que "pudieran tener aquí legítima representación las literaturas regionales que son honor y timbre de nuestra patria española". Señaló el ímpetu con el que habían empezado a revivir las lenguas regionales tras siglos de desprecio por sus propios hablantes, lo que le pareció una buena noticia "aun reconociendo todo el peligro que hay en el uso de la lengua propia regional, ya que la lengua es la patria". Consideró que dicho interés por las lenguas regionales se debía, por un lado, a la reacción contra "una organización exageradamente centralizada y uniforme" y, por otro, al resultado del enfrentamiento entre los dos impulsos contrarios de las sociedades humanas, el de unidad y el de independencia. Con estas palabras resumió los peligros que latían en ambos:
Si la unidad es uniformidad, fácilmente puede convertirse una nación de hombres libres en una nación de siervos, y el siervo no tiene más lengua que la de su amo ni más patria que el suelo pisado por las plantas de su señor. Si la independencia es extrema libertad, ataca al derecho, y al atacar al derecho provoca la lucha, y la lucha es la guerra, la guerra civil, la mayor y más ruinosa de las guerras, el suicidio de la patria.
La solución, según Balaguer, consistía en armonizar la diversidad con la unidad:
Cuanto más numerosa y mas varia es la diversidad de voces en un coro, más compacto resulta, más poderoso y fuerte, por virtud de la unidad y de la armonía (…) Sea cual fuere la lengua o el dialecto en que un español exprese sus sentimientos, como deje hablar a su corazón, allí resalta el amor a la patria común (…) [En nuestra literatura] hay un móvil que supera a todo, un sentimiento que a todos domina, que seduce, que arrastra, que avasalla, que se impone: la patria, la patria española (…) que todo esto es la patria, que todo esto es España, nuestra querida, nuestra idolatrada España, para la cual emprende el astur la reconquista, para la cual canta Camoëns en castellano, para la cual pelea el catalán en los riscos del Bruch y en los inmortales muros de Gerona, para la cual resiste el navarro en Roncesvalles, para la cual el extremeño Hernán Cortés va a conquistar la Nueva España y el vasco Elcano da la vuelta al mundo; España, la tierra que nos sustenta, el cielo que nos cobija, la que es tumba de nuestros padres y lo ha de ser de nuestros hijos, la bandera bajo cuyos pliegues todos cabemos, y la idea que nos une a todos y a todos nos hace hermanos.
Once años más tarde, en 1894, publicaría Añoranzas, libro de viajes y recuerdos en el que volvió a exponer su concepción del regionalismo y de la patria:
Yo soy, bien lo sabe usted, un catalán empedernido y recalcitrante. Cada día amo mas a mi país, y más lo venero (…) No comparo. Sé que es mi tierra… y la amo. Y no vale decir todo esto que ahora se estila de patria chica y patria grande, clasificación que nunca entendí, y que jamás entró en mi pobre magín. ¿Qué quiere decir esto de patria chica, o patria mediana, o patria grande? La patria es única: es una sola, y ésta es siempre grande. ¡Mi patria! Para mí es la mayor de todas. ¡Mi patria! Yo no conozco más que una. La otra, grande o chica, será patria de los demás: nunca la mía. Lo que hay es, que una cosa es la patria, y otra es el hogar; como una cosa es la sociedad, y otra la familia. ¿Soy yo, por ventura, regionalista, como ahora se dice? No lo sé. Creo que sí; pero en el sentido y con el alcance que yo doy a la voz regionalismo, que todavía no ha definido ni fijado la Academia. Soy, sí, regionalista, pero no de éstos hoy al uso. No lo soy hasta el punto de faltar a mi patria española por mi hogar catalán, que la patria está por encima de todo; lo soy, sí, hasta el punto de que por el amor a mi patria, no he de olvidar el amor a mi hogar. Y siendo esto así, ¿cómo yo, que quiero esto en mí, no lo he de querer en los demás? Partiendo, pues, de este punto, tan catalán considero yo a cualquier castellano hijo de Burgos, como castellano se me ha de considerar a mí. Tenemos la misma patria. Lo que no tenemos es el mismo hogar. Cada uno, desde el nuestro, desde el seno de nuestra familia, acudimos a orar en el templo que nos es común, y allí, al pie del mismo altar, comulgamos juntos en nuestro amor a España.
Cuatro años después de la redacción de estas líneas llegaría el desastre de 1898, y con él el despegue de unos catalanistas, ya separatistas sin disimulo, que aprovecharon la ocasión para proponer el adiós a una España fracasada. En el discurso pronunciado en los Juegos Florales de Zaragoza de 1900, Balaguer dictó con contundencia definitiva su sentencia condenatoria del catalanismo:
Tengo que hacer una confesión sincera y una declaración terminante. He sido de los que alentaron y despertaron el movimiento literario de Cataluña, quizá quien más fervor puso en ello y más suerte tuvo; pero no fui ni soy catalanista, en el sentido al menos que por malaventura ha tomado y se da a esta palabra y voz disidente, que tiene hoy una significación contraria a la que pretende y debiera tener. Franca y explícitamente, pues, declaro que no soy catalanista, aunque sí catalán ferviente y convencido, de corazón y de raza, como quien más lo sea y pueda serlo y mayores pruebas haya dado y pueda dar de amor a Cataluña. No pertenezco al bando de los catalanistas, ni habito en su falansterio, ni comulgo con ellos, ni acepto el programa de Manresa, ni creo en el himno de los segadores.
Lamentando la evolución de los catalanistas –señoritos barceloneses incomprendidos en el resto del Principado– desde el terreno literario e histórico hasta el político, concluyó así sus palabras:
Por esto hay que separar el grano de la paja, lo que es puramente literario de lo que es esencialmente político. La primera evolución del catalanismo estaba dentro de los Juegos Florales. Mientras no se apartó del terreno literario, pisaba en firme y gozaba de todos sus derechos, incluso el de extraviarse alguna vez y decir con la pluma lo que no pensaba la mente (…) Pero ya ahora, desplegada su bandera política, debe pasar honradamente a otro campo a luchar por sus ideales, que respeto, pero que deploro, abandonando por completo aquél donde sólo pueden sonar voces de paz y de concordia y no de odio y de venganza. Por esto, si hubiera pontífice máximo en los Juegos Florales, como parece haberlo en los catalanistas, pudiera tal vez decir a éstos: Id: la paz sea con vosotros. Alzad las tiendas de un campo que no es el vuestro y que harto habéis ya perturbado. Id, benditos del Señor, a defender vuestras doctrinas, si en efecto son hijas de la convicción y de la fe, al terreno político donde se lucha y se combate, donde todos hemos ido o vamos a luchar, y de donde se sale convencido o vencido. Ésta es la casa de la Conciencia y del Arte, y en ella no se alberga a los que, movidos por pasiones y odios políticos, llaman en su auxilio a la tormenta y al rayo.
Murió Balaguer pocos meses después, triste por la situación de una España que acababa de perder sus provincias ultramarinas, esperanzado por la capacidad del pueblo español para reponerse del golpe y amargado por el ascenso de un catalanismo político que, sin pretenderlo, había colaborado en alumbrar y que condenó con energía cuando comprobó su torcida naturaleza.
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