De acomodada familia y esmerada educación, el políglota Valentí Almirall hizo sus primeras armas en política en 1868 como concejal en la junta revolucionaria de Barcelona. Seguidor de las tesis republicano-federalistas de Pi y Margall, escribió numerosos textos propugnando la descentralización y dirigió varias publicaciones periódicas, como El Estado Catalán-Diario republicano federalista intransigente, de intermitente aparición entre 1869 y 1873. De 1879 a 1881 publicó el Diari Català, que pasaría a la historia por ser el primer diario en lengua catalana.
En 1880 organizó el primer Congreso Catalanista, en el que se evidenció la existencia de dos bloques: quienes, representados por la revista La Renaixença, centraban su actividad en la recuperación de la lengua y quienes, como Almirall, hacían hincapié en las reivindicaciones políticas, como la descentralización administrativa y la defensa del derecho privado catalán frente al proyecto codificador del Gobierno. Un año más tarde rompió con Pi y Margall por considerarle el dirigente federalista de Madrid, mientras que él pretendía hacer una política más centrada en los problemas de Cataluña.
Fue uno de los principales redactores del Memorial de agravios que varias entidades del catalanismo cultural y económico presentaron en 1885 al rey Alfonso XII, pocos meses antes de su muerte, para facilitar el desarrollo de Cataluña y la regeneración de la vida política española mediante la descentralización. Si bien el rey expresó su acuerdo con muchos de los puntos expuestos, su prematura muerte en noviembre de ese mismo año frenó la atención que el Gobierno hubiera podido prestar a la inciativa.
Pocos meses después del viaje de los agraviados catalanes a la Corte, Almirall publicaría su obra fundamental, Lo catalanisme, primera exposición sistemática de la doctrina política catalanista. En ella explicó los problemas políticos de la España de sus días, lamentando su estado de postración económica, industrial y cultural. Denunció la corrupción y el gasto público, la poca limpieza de las elecciones y la inmoralidad de los políticos, enriquecidos por "querer vivir a costa de la generalidad de la nación".
Consideró que el factor principal de la decadencia de la nación era el "unitarismo", por lo que estimó necesaria la descentralización para conseguir que las provincias avanzasen en provecho de toda la nación. Dividió España en dos grandes grupos desde el punto de vista antropológico: el central meridional, personificado en Castilla, y el pirenaico o nordoriental, correspondiente a Cataluña y Aragón. Consideraba a la España castellana decaída y degenerada hasta el punto de ser incapaz de continuar dirigiendo España. Y a sus paisanos catalanes les acusó del pecado de narcisismo por considerar todo lo catalán inmejorable y ser incapaces de darse cuenta de sus defectos, demostrando así "una vanidad estúpida o una ignorancia deplorable" y no logrando otra cosa que "poner en ridículo a Cataluña y al catalanismo".
Pero, por muy anticentralista que fuese, Almirall, firme partidario de "la unión que ha de darnos salud y fuerza", combatió siempre la idea de que la solución para Cataluña fuese el separatismo. Entre otros motivos contra la separación, enumeró los siguientes:
Los intereses creados durante los siglos transcurridos desde la unión; los que ya existían cuando ésta se realizó; el comercio con las colonias españolas consumidoras de muchos de nuestros productos; el conocimiento de la lengua castellana, generalizado entre nosotros, y que durante mucho tiempo no podríamos suplir por ninguna otra; la exuberancia de nuestra producción industrial y manufacturera, el mercado natural de la cual y casi único son las regiones agrícolas de la península, y cien otros lazos que nos ligan a la nacionalidad de la que formamos parte, serían otros tantos obstáculos a nuestra independencia.
En 1898 España concluía el siglo XIX de forma tan trágica como lo había comenzado con Trafalgar y la francesada. La pérdida de los restos del imperio fue la señal de salida para los proyectos nacionales separados del que parecía estar condenado al fracaso. Las elecciones de 1901 fueron las primeras en las que el catalanismo político obtuvo un notable éxito, lo que no hubiese sido posible sin la terrible sacudida de tres años antes. Y el catalanismo enfiló un camino que repugnó profundamente a su fundador.
Almirall, cuya actividad como político y escritor había decaído a partir de 1887 a causa de varios ataques de apoplejía, murió en su ciudad natal el 20 de junio de 1904, dos años después de haber publicado su obra capital en español. Para dicha edición escribió un prólogo en el que deploró las nuevas circunstancias políticas de Cataluña.
Sobre la cuestión lingüística escribió lo siguiente:
Respecto al uso hablado y escrito de nuestra lengua catalana, hemos siempre sostenido el mismo criterio y mantenido el mismo punto de vista. Por dignidad, por justicia, pedimos dentro de nuestra región y para los poderes o autoridades que la representan y dirigen, la cooficialidad o la igualdad de derechos entre aquella y la general de España (…) Nunca hemos aspirado a imponerla, no ya a ninguna parte de España, pero ni aun a nuestra misma región: nos basta con poder hablarla y escribirla oficialmente y con que en ella deban entendernos y puedan en ella hacerse entender los que ocupan puestos oficiales (…) Pues que nuestro país posee dos lenguas, y una de éstas es de las que más extendidas están en el mundo civilizado, ya que todas las personas regularmente ilustradas hablan las dos y aun las más incultas mejor o peor las entienden, locos seríamos si no procuráramos conservar tal ventaja, siguiendo y mejorando su cultivo. No tememos ni nos importan un comino las excomuniones que nos valdrá esta franca exposición de nuestro criterio.
Pero el núcleo de su argumentación consistió en la condena a unos catalanistas que habían emponzoñado los objetivos regeneradores enunciados por él en 1886 transformándolos en odio hacia el resto de España. Ésta es la transcripción de buena parte de dicho prólogo, texto esencial de la Cataluña contemporánea que, en la tradición falsificadora característica del catalanismo, ha sido eliminado sistemáticamente de las reediciones de la obra almiralliana; y, naturalmente, olvidado y ocultado a los catalanes a lo largo de los cuarenta años de régimen totalitario catalanista:
A muchos se hará extraño que, después de algunos años de apartamiento completo de la vida pública, y teniendo o poco menos puesto ya el pie en el estribo, salgamos ahora con una edición, en castellano por añadidura, de nuestras obras y escritos políticos y literarios, que quizá aparecerán trasnochados y pasados de moda y aun ridículos a los ojos de esta generación de catalanistas que a fuerza de exageraciones patrioteras ha llegado a descubrir que, como los antiguos griegos, pero sin tener los fundamentos que éstos tenían, ha de declarar bárbaros a los no catalanes, y aun a los que no piensan, hablan y rezan como ellos, aunque hayan nacido en Cataluña.
Precisamente volvemos a publicarlos, y lo hemos puesto en la lengua más general de la nación de que formamos parte, para que sean más los que nos comprendan y evitar así que jamás se pueda por nadie con aquellos confundírsenos.
Fuimos los primeros, o de los primeros a lo menos, en pregonar y propagar las excelencias del regionalismo en general y las ventajas que del mismo podría reportar nuestra patria catalana, y no han pasado todavía treinta años que hemos de hacer constar que nada tenemos de común con el catalanismo o regionalismo al uso, que pretende sintetizar sus deseos y aspiraciones en un canto de odio y fanatismo, resucitado o medio resucitado de un período anormal y funesto de la historia de nuestras disensiones.
Desde que en 1869 condensamos las teorías federalistas con aplicación a nuestra patria (…) siempre hemos visto en el federalismo regionalista (…) la más perfeccionada organización política de cuantas se han ideado para hacer posible la unión de mayor número de pueblos, espontáneamente y sin necesidad de atentar a sus autonomías. Además de tales ventajas de carácter general y verdaderamente civilizador, siempre hemos visto y pregonado en el federalismo regionalista la particular de ser el sistema de organización que mejor se ha de adaptar a las regiones de España en general, y en especial a la nuestra. De manera que para nosotros es circunstancia afortunada el poder simultáneamente trabajar en pro de nuestra región y de la nación de que formamos parte, contribuyendo con ello además a la general mejora y al progreso humano.
¡Qué distancia tan enorme media entre nuestro regionalismo federalista que armoniza y une, y como el Hércules de la leyenda separando junta, y esa tendencia que no se propone más que enemistar y separar!
En hora buena que los separatistas por odio y malquerencia sigan los procedimientos que crean que mejor les llevan a su objetivo, pero no finjan, ni mientan, ni pretendan engañarnos. El odio y el fanatismo sólo pueden dar frutos de destrucción y tiranía; jamás de unión y concordia. Pretender buscar la armonía entre las regiones españolas que han de vivir unidas, por el camino de los insultos o al menos de los recelos, nos hace el efecto de dos que están prometidos para el matrimonio y emplean el tiempo que duran sus relaciones preparatorias en insultarse y rebajarse el uno al otro en competencia. Todos hemos de ver el enemigo común en el sistema hasta hoy directivo de la organización nacional, y contra él nos hemos de considerar aliados y amigos todos los que somos sus víctimas.
Tal ha sido siempre nuestra convicción que hemos defendido y propagado desde hace treinta años. Nada tendría de extraño que durante tan larga fecha alguna vez nos hubiésemos dejado arrastrar por alguna preocupación momentánea y de detalle, pero en el fondo siempre nuestra propaganda ha tendido a nuestro ideal. Jamás hemos entonado ni entonaremos Los Segadors, ni usaremos el insulto ni el desprecio para los hijos de ninguna de las regiones de España.