Es tan grande mi pena y sentymiento
en esta prisión triste y rigurosa,
ausente de mis hijos y mi esposa
que de puro sentillo no lo siento.
O, si llegase presto algún contento,
o, si cansada ya la ciega diosa
conmigo se mostrase más piadosa,
poniendo treguas en tan gran tormento.
Mas, ay que mi esperanza entretenida
consume el alma en tan larga ausencia,
a donde está aresgada onra y vida.
Mas, yo confío en Dios que mi conciencia
sé yo (que está tranquila aunque) afligida
al menos reconozcan mi ynocencia.
En un muro del sótano del actual Archivo Histórico Provincial de Cuenca, antigua cárcel de la Inquisición, con redondeada caligrafía, se conserva grabado este soneto atribuido a Manuel de Castro, preso que estuvo recluido en ese viejo caserón que se asoma a la hoz del Huécar.
Casado en Madrid en 1714 con la vallisoletana Catalina Blanco y Peña, con quien tuvo tres hijos, el último de ellos nacido mientras se encontraba cautivo, Manuel, nacido en Toledo en el seno de una familia judaizante, llegó a Cuenca siendo un niño, acompañando a su madre, Mariana Díaz, hija de unos libreros y joyeros de esa ciudad. El niño fue educado en el Colegio de la Compañía de Jesús antes de pasar al Colegio de San Julián, donde, bajo el magisterio de Juan de Albendea, estudió con el provecho demostrado Gramática, antes de marchar a Madrid cumplidos los diecisiete años para trabajar en un establecimiento de venta de libros. Fue en la capital donde Manuel fue arrestado por la Inquisición, acusado de judaizante. Tras dos años de prisión, fue reconciliado con la iglesia y condenado a cárcel perpetua, o de la penitencia, pena que debía cumplir en la ciudad Cuenca. Allí, su familia fue condenada con el mismo castigo y el secuestro de sus bienes, circunstancia que empujó a sus miembros a pedir limosna, pues la cárcel perpetua permitía la salida de la prisión para mendigar o trabajar, con la que sostenerse.
Según refiere Heliodoro Cordente, a quien seguimos en la reconstrucción de este caso, desde su celda, Manuel envió una carta a su mujer a través de otro preso, Antonio Muñoz del Caño, en la que le pedía que empeñara algunos bienes para librarse del sambenito. Muñoz cumplió con el recado nada más llegar a Madrid, pero, confundido, entregó el papel a la hermana de Catalina, que la rompió y acusó de pícaro a su remitente. Encolerizado, nuestro hombre llegó a acusar a su mujer, para luego desmentirlo, de judaizante. Mientras todo eso ocurría, Manuel, mediante un ingenioso sistema de notas que dejaba en el llamado vaciadero, logró comunicarse con su hermana y con su madre, también presas, hasta ser descubiertos por el alcaide de la prisión. A partir de entonces, los acontecimientos se precipitaron.
El 9 de agosto de 1723, el reo fue atormentado y torturado en el potro, sin que se lograse su confesión. Ante sus sollozos y peticiones de misericordia, se le dio el trompazo, es decir, fue colgado de un pie primero y de otro después, quedando semiinconsciente. En ese estado, se solicitó el reconocimiento de un médico, ante la sospecha de que el atormentado hubiera tomado alguna sustancia para soportar el dolor o hubiese hecho "algún pacto". Las sospechas sobre la familia De Castro, avaladas por el contenido de las notas descubiertas por el alcaide de la cárcel, no se disiparon. El 15 de marzo de 1724, la muñeca derecha de Mariana Díaz se quebró a la cuarta vuelta de mancuerda, mientras era torturada en el potro, razón por la que se suspendió el interrogatorio y se requirió la presencia del médico y el cirujano.
Menos resistente al tormento, probablemente asustada por lo ocurrido a su madre, su hermana Águeda, alias la Mona, pidió audiencia para confesar el 20 de abril de 1724. En su declaración acusó a su abuela, Clara Fernández, a su madre, a su tía, a su hermano y a otras reclusas de judaizar. Águeda reconoció que durante su cárcel penitencial se reunía con estas personas para entonar oraciones hebraicas y practicar el ayuno propio de los judíos. Asimismo, confirmó las acusaciones hechas por dos mujeres, Josefa Rodríguez, la Pepa, y su sobrina, la Picha, que habían declarado que Manuel observaba la ley de Moisés. Según se supo, en la tienda de comestibles de la Pepa, Manuel de Castro leía el libro de Miguel de Montreal Engaños de muxeres y desengaño de hombres, y recitaba salmos de David. Fue también allí donde la Pepa comunicó haber leído en la catedral un edicto contra la memoria del abuelo de Manuel, Diego Díaz, alias Tablillas, muerto en la cárcel de la penitencia, cuyos huesos fueron quemados el 21 de febrero de 1723, ante lo cual Manuel respondió diciendo que su abuelo estaba en el Cielo y que lo que había ardido era "un palo".
A las acusaciones de su hermana se sumaron las de su tía, Rosa Díaz, y su madre, realizada el 4 de mayo. Manuel de Castro fue condenado a la hoguera el 9 de agosto de 1723 por "impenitente, negativo y relaxo". Buscando la salvación de su alma, mediante la confesión de sus delitos y el arrepentimiento de sus pecados, los inquisidores mantuvieron con el reo varias audiencias especiales con calificadores del Santo Oficio. Finalmente, el 12 de mayo de 1724, el condenado, alias Abraham, confesó que durante toda su vida había practicado la religión hebraica. El reconocimiento de sus yerros puso fin a un proceso en el que todos los acusados fueron declarados culpables, incluso Mariana Díaz, que antes de confesar había sido sentenciada a la reconciliación con la Iglesia.
El 23 de julio de 1724, el clan familiar fue conducido al convento de San Pablo. Allí se celebró un auto de fe público en el que se leyeron las sentencias. Relajados al brazo secular, Manuel, Mariana, Rosa y Águeda fueron ejecutados en la hoguera en el Campo de San Francisco.