Al que difama en secreto a su prójimo lo hago desaparecer; al de mirada altiva y corazón soberbio no lo puedo soportar. (Salmos, 101, 5).
Malshinim o malsines son términos, el primero hebreo, el segundo castellano, aplicados a quienes difaman a otros judíos. El descubrimiento de un individuo que comprometía la siempre complicada existencia del pueblo de Israel determinaba la aplicación de severos castigos, entre los que cabía la ejecución del malsín.
En España, el fenómeno de la malsinería, ya documentado en el siglo XIII, alcanzó su máximo vigor durante la convulsa centuria posterior, en la cual las aljamas sufrieron graves daños. Fue en ese tiempo cuando las comunidades hebreas pidieron permiso al rey, de cuyo tesoro formaban parte, tal y como se puede leer en el Fuero de Cuenca ("Los judíos son siervos del Rey y están confiados a su tesoro"), para perseguir a estos difamadores. La concesión regia creó, no obstante, un clima de desconfianza y recelos dentro de las comunidades hebreas, que además debían hacer frente a elevadas multas por la existencia de judíos malsines. Con su suerte ligada a la de la propia Monarquía, algunos judíos perdieron la vida tras ser acusados de malsines. Tal fue el caso de Yosef Pichón, contador mayor de Enrique II que, tras la muerte de este, fue ejecutado después de recibir la condena de la aljama de Burgos. Después de las matanzas de 1391 comenzó el decaimiento de la malsinería, debido no solo al recorte del que fue objeto la jurisdicción hebraica, sino también por el aumento del número de conversos, es decir, de aquellos que abandonaron la ley mosaica para hacerse cristianos con mayor o menor dosis de sinceridad. En el curso de este flujo humano, la malsinería cambió de bando y comenzó a señalar a aquellos que judaizaban.
En este contexto, en 1432 en Castilla se estableció una nueva regulación, las Ordenanzas o Takanoth de Valladolid, impulsadas por Abraham Benveniste, quien, gracias a Juan Hurtado de Mendoza, accedió a la Corte de Juan II. Elaboradas por los propios judíos y aprobadas por las Cortes de Valladolid, en ellas se contenían las leyes por las cuales debía regirse la comunidad sefardita. Gracias a las Takanoth, los israelitas, a pesar de profesar otra religión, se convertirían en una parte del reino de Castilla, alcanzando un inédito grado de reconocimiento. En cuanto al contenido de esas ordenanzas, podemos destacar que en ellas se dispuso un impuesto familiar sobre la carne y el vino "judiegos" o kosher, las bodas, los funerales y las circuncisiones. Con el dinero recaudado se sostendría un maestro de niños que enseñaría la fe y la escritura hebreas, garantizando de este modo la continuidad del colectivo sefardí, que pretendía depurarse. En este optimista contexto, la malsinería se siguió persiguiendo con dureza. Quienes incurriesen en esa práctica serían expulsados de la comunidad de un modo tan expeditivo que ni siquiera sus restos mortales podrían ser inhumados en los cementerios de las aljamas.
Apenas faltaba medio siglo para que en España se implantara la Inquisición, tribunal de la fe dedicado a perseguir la herética pravedad. Es durante su desarrollo procesal cuando reaparecerá la malsinería, ligada a los testigos, que eran examinados para averiguar si deponían con "odio y malquerencia o por otra mala corrupción". Con ese fin, se recurría a otras personas que informaran acerca de la "conversación, y fama, y conciencia" de estos. La pérdida de prestigio no era, en modo alguno, el único riesgo que corrían los testigos. Sus declaraciones podían poner en riesgo sus personas y bienes, por lo que los inquisidores estaban facultados para omitir la publicación de sus nombres. Es así como se llega a las llamadas 'denuncias anónimas', tras las cuales, a nuestro juicio, subyace, entre otros factores, un sustrato malsín. En efecto, ha de tenerse en cuenta que los cristianos nuevos, considerados apóstatas o puros oportunistas por sus antiguos compañeros de religión, eran mal vistos desde la perspectiva judía, pero a su vez, de ser cierta su conducta judaizante, habrían regresado a su comunidad originaria. Quedaba, de este modo, abierta la posibilidad de castigar hasta la muerte a los malsines cristianos, razón por la cual se procedió a la omisión de su nombre.
Con el correr de los tiempos, malsinería y malsín, términos todavía incorporados a nuestro Diccionario, fueron perdiendo vigencia, hasta tal punto que Francisco de Quevedo usó el segundo de ellos en un romance, El Cid acredita su valor contra la envidia de cobardes, del cual aclaró que estaba escrito "en lenguaje antiguo":
Estando en cuita y en duelo,
denostado de zofrir,
el Cid al rey don Alfonso
fabló de esta guisa; oíd:
Si como atendeís los chismes
de los que fablan de mí,
atendiérades mis quejas
mi sandez toviera fin.
No supe vencer la invidia,
si supe vencer la lid,
pues hoy desfacen mis fechos
los dichos de algún malsín.