Coronavirus y medicina hispana
Al merecido homenaje en curso a los profesionales del sector sanitario pretendemos sumarnos recordando algunos de los hitos de la medicina española.
La actual epidemia de coronavirus, además de un rastro de muerte del que todavía no conocemos el alcance, está sirviendo para hacer aflorar realidades a menudo ocultas bajo cierta hojarasca ideológica. El pretendido mundo global, sin fronteras, por el cual migran los seres humanos, ninguno de los cuales es ilegal, se ha revelado un conjunto de sociedades políticas con fronteras nítidas en que las fuerzas militares y policiales de cada Estado soberano establecen controles poblacionales. En definitiva, la epidemia está suponiendo un doloroso baño de realidad, que hace palidecer los contenidos de ciertas agendas y perspectivas tenidas como urgentes necesidades. En tan incierto contexto, ha surgido un movimiento de apoyo a los sanitarios españoles, que tratan de frenar el avance de un mal que se presentó como muy menor para no obstaculizar la callejera exhibición de determinados preceptos del feminismo de estricta y moderna observancia. Celebrados los fastos del 8-M, de los cuales fueron expelidas ciertas históricas de un movimiento al que ya no reconoce ni el cuerpo gestante que lo parió, el virus, ¡oh casualidad!, comenzó a crecer estadísticamente, para dar forma a una curva de cuyo punto de inflexión nada sabemos hasta la fecha.
En efecto, después de tan amoratada fecha, la verdad, como dijera Gil de Biedma, desagradable asomó, y obligó al Gobierno a tomar decisiones drásticas, nunca oídas ni vistas en el periodo democrático, ha reiterado Sánchez, tratando de mantener mínimamente el discurso memoriohistoricista que todo lo anega. Confinados por fin en casa, los españoles decidieron mostrar su agradecimiento a los abnegados hombres de la sanidad por su denodado esfuerzo en contener la pestilencia. A tan merecido homenaje pretendemos sumarnos recordando algunos de los hitos de la medicina española. Un homenaje pertinente, por cuanto la historia de España ha estado unida, en muchos de sus momentos, a las epidemias, a su propagación y a su combate. De hecho, no faltan dedos capaces de señalar acusatoriamente al Imperio español por haber desplegado una suerte de guerra bacteriológica en el Nuevo Mundo, argumento que, aun siendo absurdo, pues no existía posibilidad alguna de impedir el contagio de enfermedades contra las cuales los indígenas, adversarios o aliados, no disponían de defensas, no deja de escucharse cada cierto tiempo.
Sea como fuere, la actual epidemia ha servido para volver a escuchar el nombre de Francisco Javier Balmis, primer cirujano en el mexicano Hospital de San Juan de Dios, quien el 30 de noviembre de 1803 se situó al frente de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, que partió desde el puerto de La Coruña para llevar al Nuevo Mundo el remedio hallado por Jenner contra la viruela. Puerto Rico, Caracas, La Habana, Mérida, Veracruz y la Ciudad de México fueron sus escalas, lugares desde donde se propagó un remedio que llegó a la todavía novohispana Texas y a Nueva Granada. La vacuna llegó a América gracias a los niños vacuníferos, huérfanos a los que se les inyectó un fluido vacuno que pasó de brazo en brazo para evitar que perdiera su poder profiláctico. El relevo de estos niños españoles lo tomaron otros veintiséis niños acogidos a un orfanato mexicano que, en septiembre de 1805, partieron con Balmis a bordo del navío Magallanes rumbo a Filipinas. Un año después, la vacuna se difundió por las ciudades chinas de Macao y Cantón, antes de la expedición regresara a Nueva España en 1810.
Esta campaña interoceánica venía a sumarse a un despliegue de instituciones sanitarias a ambos lados del Atlántico perfectamente planificado, pues cada ciudad, célula esencial del orbe hispano, debía contar al menos con un hospital, que a menudo era complementado con los servicios sanitarios ofrecidos por las órdenes religiosas, entre las que destacaron la de los Hermanos de San Juan de Dios –treinta y tres conventos en las Indias–, la de San Hipólito, implantada en Nueva España alrededor de 1565, o la de Belén en Guatemala. Como es lógico, las grandes ciudades concentraron el mayor número de hospitales. A finales del XVII, la Ciudad de México contaba con once, seis de ellos fundados en el siglo XVI. Entre ellos, el de la Inmaculada Concepción y Jesús Nazareno, fundado en 1524 por Hernán Cortés para españoles pobres, que hoy sigue en funcionamiento. A este le acompañaba el Hospital Real de Naturales, pagado con el tributo de los indios, y otro dedicado a los mestizos, grupo de complicada delimitación. Fue en la universidad de esa misma ciudad donde en 1579 se practicó una autopsia a un indio para conocer las causas de su muerte, atribuida a un brote pestilente.
A Benito Jerónimo Feijoo debemos 'El médico de sí mismo', excelente lectura para tiempos de encierro como los de hogaño.
Si ese fue, grosso modo, el panorama sanitario de la ciudad asentada sobre Tenochtitlan, en Lima hubo desde principios del siglo XVII ocho hospitales dedicados a diferentes enfermedades y colectivos. Según refiere el historiador mexicano Óscar Mazín, en 1775 la ciudad contaba con diez hospitales para una población inferior a los 100.000 habitantes.
Estos y otros muchos datos demuestran el elevado nivel histórico de los galenos hispanos, obligados a enfrentarse a muy diversas patologías a lo largo de tan vastos territorios. En muchas ocasiones, su labor se desarrolló dentro de las estructuras eclesiásticas, las mismas a las que perteneció el benedictino Benito Jerónimo Feijoo, entre cuyos muchos escritos dedicados a la medicina destaca el titulado El médico de sí mismo (Teatro crítico universal, tomo IV, discurso cuarto), excelente lectura para tiempos de encierro como los de hogaño.
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