Los graves disturbios racistas ocurridos en los últimos meses en los Estados Unidos, al margen de su operatividad ideológica netamente antitrumpiana, con su réplica apelación a la ley y el orden, muestran a las claras hasta qué punto la sociedad que tiene como símbolo a la Estatua de la Libertad se asienta sobre una estructura social y económica de marcado carácter esclavista y racista. Excluida la población indígena de cualquier tipo de integración en las instituciones políticas, el factor esclavista fue decisivo en el crecimiento de una nación guiada por un Destino Manifiesto que dejó a sus espaldas una compleja realidad. Consecuencia de tan compleja convivencia o, por mejor decir, coexistencia sería el racismo sistémico que, según los observantes de los postulados del movimiento Black Lives Matter, padece la nación de las barras y las estrellas.
Como tantas veces se ha puesto de relieve, las diferencias entre la América hispana y la anglosajona, en relación al trato dado a los indios, son patentes, y han configurado sociedades muy distintas. Si los naturales fueron favorecidos legalmente desde el principio, evitando así su mercantilización como esclavos, burlada en diversas ocasiones, la negritud no gozó, salvo raras excepciones, del mismo trato. Al cabo, los africanos ya estaban insertos en redes comerciales de las cuales eran también partícipes hombres de color como Anthony Johnson, angoleño libre propietario de su hermano de piel, John Caso, primer esclavo negro que vivió en los que hoy son los Estados Unidos. Como es sabido, en la América hispana existió un contingente de esclavos africanos obligados a desarrollar las labores más penosas, singularmente las agrícolas y mineras, que fueron objeto de diferentes regulaciones legales. Entre ellas destaca una muy temprana, la Real Provisión en que se manda no sean libres los esclavos negros que se casen ni los hijos que tuviesen, a pesar de ser contra las leyes del Reino. D. Carlos y D. Juana su madre, firmada en Sevilla el 11 de mayo de 1526, en la que se decía, literalmente
para que así pueda prosperar la isla Española, a pesar de ser contra las leyes del Reino.
Tan rigurosas condiciones derivaron en una rebelión acaecida en 1609 en la Nueva España, durante el virreinato de Luis de Velasco y Castilla, cuando partidas de negros acaudilladas por un tal Yanga pusieron en peligro el camino entre la ciudad de México y Veracruz, puerta de entrada del virreinato. Hostigados por las tropas del Virrey, la revuelta se cerró con el envío, por parte de los forajidos, de una carta en la que se comprometían a mantenerse leales a Dios y al rey. Velasco, condescendiente, les concedió un sitio en el que se fundó el pueblo de San Lorenzo, lugar desde donde exterminaron a los indios cercanos. Tres años más tarde se produjo otra conjura de la negritud, que se saldó con el ahorcamiento de treinta y cinco individuos de ambos sexos, tras descubrirse que iban a atentar contra sus patrones españoles durante la procesión del Jueves Santo. El plan ambicionaba proclamar un rey negro en la Nueva España, que se casaría con una "mulata morisca" llamada Isabel. Sentado en su trono, el nuevo monarca nombraría duques, marqueses y condes entre los de su raza, invirtiendo de este modo el sentido del poder y la tributación novohispana. El proyecto contemplaba la matanza de los blancos, si bien se dejaría con vida a las jóvenes "de bonita cara", incluidas las monjas y las hijas del virrey, con las cuales se daría lugar a una raza mestiza. Sin duda, estos brotes violentos fueron tenidos en cuenta a la hora de redactar, en 1650, las Ordenanzas sobre el buen tratamiento que se debe dar a los negros para su conservación. En ellas se prohibieron las mutilaciones y se insistió en la necesidad de darles instrucción católica y enseñarles el español. Asimismo, se establecieron limitaciones para los esclavos, a los cuales se les prohibió portar armas –"si no fuere un cuchillo de un palmo, sin punta"– y andar a caballo, excepto en el caso de los vaqueros y boyeros que se desempeñaran en sitios apartados.
Los casos expuestos, además de ilustrar la evidencia de que el racismo no es exclusivo de los rostros pálidos, muestran hasta qué punto, para desengaño de aquellos que se acercan a los hechos históricos a través del prisma actualista, los hombres, independientemente de su carga de melanina, se mueven dentro de los estrechos márgenes ideológicos de su época.