El dogma democrático y revolucionario que derrocó al Antiguo Régimen fue el de que la soberanía residía en el pueblo. Pero y al pueblo, ¿cómo se lo reúne para que la ejerza? Por eso, el ideal representativo atribuyó la acción de la autoridad popular a una asamblea de personas interpuestas y habilitadas por un mandato. Un liberal tan probado como Blanco White, sin embargo, no creía necesario hilar tan fino y devanarse los sesos justificando cómo quedaba el poder del pueblo una vez delegado en los representantes; porque eso, más que una sutileza de la filosofía política, le parecía un mecanismo inevitable para el gobierno ordenado y prudente de la sociedad: "No quiero decir que el pueblo no sea soberano; aunque creo que en metafísica esto es una verdad de Pero Grullo, y en la práctica no puede serlo más que como el gobierno de Sancho en la Ínsula", explicaba el excéntrico sevillano en una de sus Cartas de Juan Sintierra de 1811, en las que criticaba a las Cortes de Cádiz.
La representación, pues, no era pura abstracción, sino que estaba encarnada en una institución concreta, que debía localizarse también en una sede física. "La soberanía nacional estaba en marcha", pero "lo de marcha no es una ironía ni una hipérbole", como dice Nicolás Pérez-Serrano, el gran jurista muerto en 1961, en el estudio de referencia sobre la historia de los diversos sitios donde ha funcionado el Congreso: su libro En un lugar de las Cortes. Once traslados y ocho ubicaciones distintas signan la biografía de la que suele denominarse "casa de todos los españoles"; producto por excelencia de la concepción democrática del mundo contemporáneo, y sin embargo fiel al viejo nombre de Cortes, que remite a una asamblea estamental reunida allí donde se asentasen el rey y su entorno.
El primer escenario de las Cortes liberales fue el Teatro Cómico de la Isla de León, en San Fernando, Cádiz. Allí, desde el 24 de septiembre de 1810 hasta el 20 de febrero de 1811, se celebraron las sesiones presididas por un retrato de cuerpo entero de Fernando VII, colocado bajo un dosel. Para acondicionar el inmueble –igualando, sobre todo, el nivel del patio y el del foso– se gastaron en esta obra unos 20.000 reales. Se asumió, además, el compromiso de indemnizar por daños y perjuicios al propietario del local, a quien debía pagársele también, lógicamente, el alquiler. Pero el pobre hombre –que se llamaba José Delgado– resultó bastante desfavorecido, porque al final las Cortes dejaron una deuda de 30.000 reales que nunca satisficieron.
Desde finales de 1810, sin embargo, comienza a evaluarse la posibilidad de trasladarse a la ciudad de Cádiz. Desde el principio se piensa en la Iglesia de San Felipe Neri; un edificio antiguo, que había sufrido graves daños durante el llamado terremoto de Lisboa de 1755; pero cuya planta, ovalada y exenta de pilares, lo asemejaba al teatro de San Fernando. Ante el acoso de los franceses se produce finalmente la mudanza, y el 24 de febrero de 1811 tiene lugar ya la primera sesión en Cádiz. Los frailes de la Orden del Oratorio cedieron a los diputados la iglesia y las habitaciones contiguas, pero permanecieron en su convento. En el templo se volvió a instalar el retrato de Fernando VII bajo dosel, flanqueado por dos guardias de corps durante las sesiones; y a los lados del dosel se pusieron medallones con los nombres de insignes mártires de la guerra de independencia: Daoíz, Velarde y Álvarez de Castro. Adornando la barandilla y junto a la puerta principal de la iglesia había dos leones de bronce: una ornamentación que ha pasado a ser luego, a los ojos de los españoles, la seña de identidad más característica del Congreso de los Diputados. El suelo también se cubrió con alfombras turcas cedidas por frailes de San Juan de Dios (de modo que ya entonces la condición de diputado se asociaba a lo de pisar moqueta). El oratorio de San Felipe sería sede de las Cortes hasta el 13 de octubre de 1813.
En junio de aquel mismo año José Bonaparte había abandonado España, y los patriotas gaditanos comenzaron a estudiar la posibilidad de trasladar la sede del Gobierno a Madrid. El 14 de septiembre habían terminado las Cortes extraordinarias, y el 1 de octubre comenzaban a sesionar las ordinarias; pero, ante un brote de fiebre amarilla, todas las instituciones (las Cortes, la Regencia –que ejercía el Poder Ejecutivo–, las Secretarías de Estado y del Despacho y el Consejo de Estado, con todo su personal) decidieron marcharse de nuevo a San Fernando, donde planeaban ultimar los preparativos para viajar a Madrid.
Los gaditanos no querían el traslado, y, dudosos sobre la extensión de la epidemia, cundió la especie de que se trataba de una maniobra política para disolver la representación precisamente cuando comenzaba su actividad ordinaria. Pero varios diputados cayeron enfermos y algunos murieron; entre ellos el más destacado de los criollos, José Mejía Lequerica, natural de Quito y conocido como "el Mirabeau americano".
En la Isla de León los parlamentarios volvieron a dirigirse a Delgado, con intención de congregarse de nuevo en el Teatro Cómico; pero el propietario había quedado escarmentado de lo mal pagadores que resultaron los patriotas, y el negocio no se llevó a término. La sede de las Cortes será, pues, la iglesia del convento de los Carmelitas Descalzos. Pero por breve tiempo, pues aunque hubo propuestas de preferir Córdoba o Sevilla a Madrid, a finales de año se producirá, finalmente, el viaje de las Cortes a la capital de España.