A falta de otras cosas de más sustancia, algo que se comentó mucho de la moción de censura fue el volcado de Wikiquote que iluminó las distintas intervenciones a lo largo –larguísimo– de las sesiones. Las citas de Quevedo, por ejemplo, que usaron por igual Rajoy y Pablo Iglesias, dieron un ejemplo de transversalidad que ya lo quisiera Errejón para sí. Bien es verdad que en todos los casos tiraron del padre del Buscón para decir cosas que podría haber dicho cualquier otro autor, o que no necesitaban apoyarse en autor alguno. Yo entiendo que si se debate, por ejemplo, sobre la división de poderes, se cite a Montesquieu o a Léon Duguit; pero ¿qué necesidad va a haber de citar a nadie para avisar Pablo Iglesias eso de que no se piensa callar "por más que con el dedo, / ya tocando la boca o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo"? Eso, sin necesidad de rima, lo dice como anzuelo cualquier invitado al Sálvame Deluxe en mitad de los anuncios. Pero al líder morado le debe de parecer que Quevedo es un personaje muy podemizable por irreverente y por procaz, con sus chistes de doble sentido y su ojo del culo. No me imagino, en cambio, cómo podría hacer Iglesias para salpimentar sus arengas con sentencias de teología política como las que el clásico madrileño dejó en su muy poco leída Política de Dios, gobierno de Cristo, tiranía de Satanás, un libro que es todo menos divertido.
La diputada canaria Ana Oramas, por su parte, hizo una cita por extenso del bolero "Puro teatro", dirigida al espada que había querido encerrarse en el hemiciclo como Talavante en Las Ventas. Aquí al menos no había afectación de cultura libresca; el problema es que, si resulta descontextualizada una oración que alguien recorta de un libro, figúrese lo que será un bolero sin música. La autoría de la pieza la atribuían los periódicos, muy correctos y bien documentados, a Tite Curet Alonso, pero es evidente que "Puro teatro" es una obra de La Lupe, y no sólo porque para ser auténtico necesita oírse en su voz, sino porque tampoco sería lo mismo sin su mugido, "¡Hm!", ni sin aquella advertencia hablada y queísta, intertexto de otra canción escrita por Curet Alonso: "Y acuérdate que según tu punto de vista de vista yo soy la mala… ¡A...aay!" (bien habría podido Oramas espetarle a Iglesias esta parte, que al ser un parlando era la única que realmente se ajustaba a la prosodia del debate).
De todos modos, yo sentí una gran satisfacción viendo a La Lupe convertida en auctoritas bajo la bóveda donde están pintados Vives, Saavedra Fajardo y el padre Mariana. Desde un pueblito misérrimo cercano a Santiago de Cuba, llegó la Yiyiyi a la sede de la soberanía española de forma un poco simplona, por esa segunda vida que experimentó su fama a raíz de Mujeres al borde de un ataque de nervios. Gracias a ello, en España La Lupe ha venido a ser una especie de compañera de casting de Rossy de Palma y de Bibiana Fernández. La cubana no tuvo tiempo de disfrutar de esa proyección trasatlántica que en cambio encantó la ancianidad de Chavela Vargas, otro hallazgo arqueológico de Almodóvar. Pero lo cierto es que a mí me dio siempre una enorme pereza esa pose de la Vargas, que fingía permanecer ajena a las verdaderas razones por las que el director manchego la había sumado a su gabinete del esperpento hispánico, y que en cambio se dejaba adorar como el oráculo de la bohemia marxista, epatando a los progres con sus continuos recuerdos de Frida Kahlo y de Trotsky, su familiaridad intergeneracional con Federico y esa actitud de quien espera que alguien le pregunte la hora para soltarle un rollo con ínfulas de poesía.
La Lupe era una gran aficionada a España, o al menos a esa Marca España debida a Quintero, León y Quiroga. Se habría sentido muy honrada de convertirse en inspiración de travestis españoles, ella que, de haber sido transformista, se habría vestido de Lola Flores. Pero La Lupe, dentro y fuera del escenario, era transparente y espontánea; sencilla, una mujer del pueblo –de ese pueblo que, como decía Camba, es tan distinto del de las Casas del Pueblo que ponen los socialistas–. En Youtube hay un vídeo en el que se la ve ya mayor, obesa y arruinada, dando testimonio en el salón del culto evangélico al que se había convertido. Vivía en un piso pobre del Bronx, recordando, como desde otra vida, sus actuaciones en el Carnegie Hall o en el Madison Square Garden. "En el mundo me llamaban La Lupe", les cuenta a sus hermanos, intercalando de vez en cuando un "gloria a Dios" en su narración atropellada, extremadamente empática, llena de vitalidad. Confiesa su vida de pecadora y su encuentro con Jesús, pero para delicia del auditorio sigue teniendo el diablo en el cuerpo, como el título del disco que la lanzó a la fama.
No hay nada de patetismo, nada sino coraje y verdad en la reconstrucción que hace de su azarosa existencia. Por supuesto, en ella aparece Fidel Castro. La Yiyiyi tuvo que dejar su tierra para siempre, tras la Revolución, advertida expresamente por el nuevo dueño de Cuba de que sus canciones y su estilo pervertían el tipo de moral que los inquisidores al servicio de la Unión Soviética pensaban implementar en la isla. Como Olga Guillot, como Celia Cruz, como Blanca Rosa Gil, La Lupe fue distinguida con la letra escarlata del castrismo y obligada a buscarse la vida en otra parte. En el exilio, las grandes estrellas cubanas de la canción –esas mujeres libérrimas que ofendían el Syllabus antiimperialista– fueron las vidas paralelas de escritores homosexuales como Severo Sarduy o Reinaldo Arenas (este último murió suicida en 1990, en el mismo Nueva York donde tres años más tarde se apagaría La Lupe). Los intelectuales de izquierda, huelga decirlo, desestimaron a los artistas que escapaban de Castro como lacayos de la contrarrevolución y vendedores de vulgaridad.
No sé, en ese sentido, si ha funcionado la justicia poética asociando la memoria de La Lupe a una figura como Almodóvar; alguien que oscila –más bien que su cine– entre lo pop y lo cultureta. Pero sí que ha resultado pertinente, en la moción de censura, eso de combatir a Pablo Iglesias apelando a una artista que representa todo lo opuesto a sus ideas totalitarias y a su insoportable pedantería plagada de cursilerías cantautoriles. Lástima, lo único, que La Lupe se haya quedado para los españoles en el trozo de una banda sonora; porque si fuese una artista de culto como en Hispanoamérica, y si aquí se conociese su discografía como suelen conocerla sus devotos de allá, Ana Oramas no habría escogido algo tan predecible y limitado como "Puro teatro" (un título que se ha transformado, junto al tango "Cambalache", en el reproche político-musical por excelencia). En cambio, el "tonito machista" que muy acertadamente le echó en cara al líder de Podemos no habría podido dejar de sugerirle una canción que grabó La Lupe junto a Tito Puente, "El amo":
Yo sé que tienes
tu buena labia, tu buen fraseo,
pero de tanta palabrería yo no hago caso.
Por las mañanas, cuando te miras allá en tu espejo
pa tus adentros dices: "Yo soy el amo".