Marcel Granier, un abogado nacido en Caracas en 1941, se convirtió en los años 70 en una celebridad televisiva de Venezuela. Conducía un famoso programa de entrevistas, Primer Plano, por el que desfilaban las principales personalidades de la política, de la economía y de la cultura. Hoy pueden verse en Youtube algunos de aquellos programas. Granier era conocido, además, por su trabajo como director de Radio Caracas, el canal más emblemático de la televisión del país, fundado por el suegro del presentador. En 2007, Hugo Chávez recurrió a un eufemismo para cerrar la televisora, y Marcel Granier se transformó en un símbolo de la denuncia contra la censura chavista, que acabaría silenciando a otros muchos canales, emisoras de radio y periódicos. En cierto modo, aquella embestida contra la información libre representó un punto de inflexión en la postura de los medios internacionales, que hasta entonces se habían mostrado encantados del lenguaraz militarote con el que habían reverdecido las arengas antiimperialistas del castrismo.
Pero en 1984, Marcel Granier debutó, además, como autor. No sé si decir de éxito; porque no puede negarse que le acompañara la fortuna editorial, pero su mensaje fue estrepitosamente desoído. La situación de Venezuela lo ha devuelto a la actualidad, pero la experiencia, ya se sabe, es un billete de lotería comprado después del sorteo. Sin embargo, La generación de relevo vs. el Estado omnipotente –que es como se llama el libro– tiene un grandísimo interés para rastrear las causas del chavismo, y para comprender mejor cómo un Estado socialdemócrata se puede transformar en totalitario.
Una de las grandes intuiciones de Tocqueville fue superar el maniqueísmo que hacía ver el absolutismo real y la Revolución como dos fenómenos antitéticos. "El Antiguo Régimen proporcionó a la Revolución muchas de sus formas; ésta no hizo sino agregar la atrocidad de su genio", sentenció el autor de La democracia en América. El libro de Marcel Granier, publicado casi diez años antes de la entrada de Chávez en escena, resulta profético precisamente por descubrir todo lo que anunciaba al chavismo en las estructuras y en el funcionamiento del antiguo leviatán socialdemócrata. Un modelo de país, no obstante, que se había inaugurado con los mejores augurios, bajo una especie de espíritu de la Transición con el que los venezolanos habían levantado una democracia mucho más avanzada que lo que existía en la mayor parte de la región, e incluso en algunas naciones de Europa. Se contaba, además, con el petróleo, que aportaba la garantía de unos recursos económicos privilegiados. Nada podía salir mal. Y, sin embargo, la historia terminó en desastre. ¿Por qué?
Lo que denuncia Granier, como se anticipa en el título del libro, es la monstruosa metástasis del Estado, que, dueño de la riqueza nacional, se convirtió en el canal de todos los negocios, en el socio de todas las empresas, en el impulsor de todas las iniciativas, en el patrocinador de todos los proyectos. Con este poder para abarcar hasta lo más íntimo de la vida ciudadana, la corrupción de ese Estado que retrataba Granier iba mucho más allá de los políticos: no se cerraba entre los límites de una elite privilegiaba, sino que se expandía a todos los niveles, a través de una tupidísima red burocrática, y se convertía en un verdadero mecanismo redistribuidor de mordidas y de coimas.
La omnipresencia estatal, decía el autor, se había logrado a costa de un "chivo expiatorio" y levantando un "portaestandarte". El primero era, naturalmente, la empresa privada. Pero conviene recordar lo que Carlos Rangel, compatriota de Granier, lanzaba más o menos por las mismas fechas a la cara de los empresarios en su discurso ante la Asociación Venezolana de Ejecutivos, donde se refirió sin ambages al buen negocio que era "ser amigo, cómplice o sirviente de los dueños del Estado". "En realidad", dijo entonces Rangel, "es casi un milagro, explicable solo por la influencia entre nosotros del mundo capitalista desarrollado, el que hayamos tenido y tengamos en número creciente verdaderos empresarios, al lado de la multitud de traficantes de influencias que todos conocemos".
El portaestandarte al que se refería Granier –la bandera bajo la cual el Estado se apoderaba de todo– era la justicia social. El presentador venezolano citaba a Hayek para denunciar que "distribuir beneficios a personas que no pueden ser identificadas se ha convertido en una fórmula seductora para conseguir votos". Lógicamente, los agentes de esa beneficencia mefistofélica eran los partidos, alfa y omega del circuito clientelar.
Frente al desbarajuste, los intentos de reformar el sistema no hacían sino inflar más la bestia contra la que se pretendía luchar. Se establecían mecanismos de control, y luego era necesario controlar al que controlaba. El país se estancaba en medio de la inoperancia, de la arbitrariedad y de la desesperanza: "Cuando el poder de un Estado es casi absoluto", sentencia Granier, "los funcionarios en quienes ha sido delegado ese poder tienen, también, un imperio absoluto sobre la jurisdicción que está a su cargo. Son los cobradores de peaje por derecho divino. Ejercen discrecionalmente ese poder, y, al ejercerlo, perturban, paralizan y destruyen algunas iniciativas privadas de bien común. Pero mucho más grave es que la mayoría de sus daños son irreversibles. Porque las decisiones arbitrarias pueden adoptarse de un día para otro… pero la revisión de esas arbitrariedades requiere de infinitas gestiones, muchas de ellas estériles, y del esfuerzo de muchos hombres que podrían estar empleando su tiempo para construir y no para reconstruir".
Granier cree en la que llama, en aquellos lejanos años 80, generación de relevo, y espera que entre esos jóvenes venezolanos resurja el ímpetu de levantar la nación, de invertir productivamente la renta petrolera, de regenerar la democracia y de rescatar el proyecto que Simón Bolívar trazó para la modernidad de las repúblicas hispanoamericanas. Granier es entusiasta admirador de la obra bolivariana, entendida como era costumbre antes de la reinterpretación chavista; es decir: Bolívar no como revolucionario y caudillo antiimperialista (algo que se corresponde sólo con la primera etapa –la etapa jacobina– del personaje), sino como estadista y soñador de una Hispanoamérica potente, con gran peso en la economía y en la política internacional, con una sociedad ilustrada, con unas instituciones fuertes y respetables. Un Bolívar, en fin, que Granier no ve representado en ningún partido político de aquella democracia, pues señala en su libro la notoria ausencia de formaciones liberales o conservadoras en Venezuela (también Rangel, en su discurso ante los empresarios, dice que el arco político venezolano iba de "izquierda a izquierda", porque ninguna fuerza –incluyendo el socialcristianismo de COPEI– estaba dispuesta a abjurar de esa condición). Tiene gracia contrastar tal realidad histórica del Antiguo Régimen venezolano con el discurso acuñado luego por los chavistas, que se presentan como los derrocadores de una derecha fascista… tan temible como la que Podemos ve en el PP.
Es duro comprobar que no fue el mensaje de optimismo nacionalista de Granier el que encontró eco en el futuro. En cambio, Venezuela se precipitó de cabeza por la pendiente de aquella hipertrofia de la partidocracia. El Estado, que es el gobierno; y el gobierno, que es el partido de turno, "comenzará por reorientar la marcha de las instituciones, luego la de las empresas, y finalmente se introducirá en el ámbito de la vida cotidiana", había predicho Granier. Y continuaba:
En ese momento, aunque el poder del Estado haya surgido de un proceso democrático, cualquiera que trate de tomar ese poder por asalto encontraría el terreno abonado y propicio para el más feroz de los totalitarismos. Podría incluso apoyarse en el aparato jurídico que nosotros, con nuestra debilidad, habríamos ayudado a forjar.
"En una Venezuela anarquizada como la que sobrevendría si seguimos por este camino, habría dos salidas solamente: el populismo y la dictadura militar", puede leerse en La generación de relevo vs. el Estado omnipotente. Cuando Granier escribía su libro, un capitán del ejército nacido en los llanos de Barinas terminaba un curso de blindados. Tres lustros más tarde acabaría secuestrando a Venezuela con una combinación de populismo y dictadura militar que parece diseñada para dar la razón a Marcel Granier.