Hay una paradoja que no puede por menos de llamar la atención en la historia de España, y que se advierte al comparar el movimiento separatista de Cataluña con el que llevó a las antiguas colonias hispanoamericanas a proclamar su independencia. Pero digamos, de entrada, que la relación de ambas regiones con el resto de España no permitiría una comparación equivalente.
Como recordaba hace poco Xavier Vidal-Folch, Cataluña no cae dentro del supuesto de los pueblos coloniales previsto por la Carta de las Naciones Unidas para reconocer el derecho de autodeterminación; que en cambio sí podría justificar –aunque retrospectivamente– la causa de los independentistas criollos. Es muy citado el libro de Ricardo Levene para argumentar que las Indias no eran colonias, pero hay bastante consenso entre los historiadores acerca del giro que había supuesto la llegada de los Borbones para la Administración de Ultramar, y que ciertamente había buscado asemejar el modelo trasatlántico español a otros como el inglés, el francés o el holandés. Hasta la proclamación de la igualdad de americanos y peninsulares en la Constitución de Cádiz, los nativos de Hispanoamérica no tuvieron acceso a determinados cargos y dignidades del Estado, y vieron mediatizada su actividad económica por los controles e imposiciones de la Corona. Si todo ello se analizaba a la luz de lo sucedido en Norteamérica a partir de 1775, se comprende que, por mucho que se deplorase, la emancipación de los territorios hispanoamericanos resultara bastante previsible para todo el mundo: desde un ministro absolutista como el Conde de Aranda hasta un patriota liberal como Argüelles, abundan los testimonios de que se confiaba más bien poco en la capacidad de seguir manteniendo la soberanía española sobre aquellos lugares tan tremendamente alejados de la metrópoli, donde había surgido una sociedad con rasgos y aspiraciones ya muy bien diferenciados.
Curiosamente, y aunque lo de los hispanoamericanos fuese una descolonización en toda regla, no se utilizó allá, como hoy en Cataluña, el alegato de pertenecer a una nación aparte. Como se explica en el Diccionario político y social del mundo iberoamericano, "durante el periodo colonial, para las élites criollas el mayor referente de nación era la nación española, de la que se consideraban legítimos integrantes". Al referirse a América, los criollos hablaban de la libertad de su patria; esto es, del suelo natal, pero se reconocían como miembros de la unidad de lengua, de ancestros y de religión que daba forma a la nación española. El jesuita peruano Juan Pablo Viscardo llega a decir que "el español sabio y virtuoso, que gime en silencio de la opresión de su patria" –esto es, de la península, sometida también al régimen absolutista–, aplaudiría la empresa de los independentistas americanos, pues con ella "se verá renacer la gloria nacional en un imperio inmenso". Es decir, que emancipar la América hispana era, en cierto modo, ¡devolverle su grandeza histórica a esa nación española –la nación de los Comuneros castellanos– oprimida por el despotismo real! En el discurso de los libertadores pudo haber, sin duda, alguna alusión al sincretismo y al mestizaje americanos, pero a ninguno se le ocurrió proyectar un modelo de sociedad y de Estado ajenos a la cultura occidental. Hubo que esperar a la llegada de los indigenistas, en el siglo XX, para que se difundiera la idea de una Hispanoamérica opuesta al eurocentrismo: una Hispanoamérica chamánica, socialista a fuer de incaica. De allí salió lo de la plurinacionalidad boliviana que hoy se quiere blandir para la causa de Cataluña. ¡Cataluña, la marca del imperio de Carlomagno y la cuna de Bernat Metge!
Pero lo verdaderamente irónico es que en 1811, al plantearse la cuestión de los territorios americanos en las Cortes de Cádiz, el diputado por Coahuila Miguel Ramos Arizpe redactó una Memoria en la que proponía un sistema de gobierno autonómico para las Provincias Internas del oriente mexicano, de modo que contasen con una junta superior ejecutiva, diputaciones provinciales y amplias facultades concedidas a los cabildos y corporaciones municipales para resolver sus propios asuntos.
La misma solución vuelve a discutirse para Cuba en el último cuarto del siglo XIX, con la formación del Partido Liberal Autonomista. Terminada la Guerra de los Diez Años con la Paz de Zanjón, y fijado el régimen canovista de la Restauración en la Constitución de 1876, los partidarios cubanos de la autonomía piden la creación de un parlamento propio –llamado Diputación insular–, ante el cual había de responder el gobierno de la isla (establecida, además, la separación del poder civil y el militar). El abogado matancero Antonio Govín Torres, secretario general del partido y experto en el sistema de Canadá, explicó pormenorizadamente su programa en un artículo publicado en El Triunfo el 22 de mayo de 1881, denunciado por el Fiscal de Imprenta pero absuelto en los tribunales, que sentenciaron que la descentralización de tipo autonómico "no constituye ataque alguno a la unidad nacional".
Pero las respuestas a los autonomistas se retrasaron demasiado, y la revolución acaudillada por Martí y Máximo Gómez se adelantó a los propósitos de aquellos. Frente a la insurrección abierta, la Junta Central del Partido publicaba el siguiente manifiesto el 4 de abril de 1895:
El Partido Liberal Autonomista condena todo trastorno del orden, porque es un partido legal que tiene fe en los medios constitucionales, en la eficacia de la propaganda, en la incontrastable fuerza de las ideas, y afirma que las revoluciones (…) son terribles azotes, grandes y señaladas calamidades para las sociedades cultas, que por la evolución pacífica, por la reforma de las instituciones y los progresos y el empuje de la opinión llegan al logro de todos sus fines racionales y de todas sus aspiraciones legítimas. Pero además nuestro partido es fundamentalmente español. Porque es esencial y exclusivamente autonomista; y la autonomía colonial, que parte de la realidad de la colonia, de sus fines, necesidades y peculiares exigencias, presupone también la realidad de la Metrópoli, en la plenitud de su soberanía y de sus derechos históricos.
El autonomismo –en su variante más extrema, ciertamente, la del café para todos– llegaría para España con la Constitución de 1978, cuando ya se habían extinguido para el país los problemas coloniales. El separatismo de tierra adentro, sin embargo, iba a darle al asunto una vuelta de tuerca.