En la primavera de 1808, mientras se producían en Madrid los sucesos que llevaron a nuestra Guerra de Independencia, August Wilhelm Schlegel impartía en Viena su célebre Curso sobre arte y literatura teatrales. Junto a su hermano Friedrich, el poeta, crítico y filólogo era una de las cabezas del movimiento de Jena, avanzadilla del romanticismo en las Letras alemanas. Investido de gran fama, Schlegel dedicó algunas de sus lecciones a España y al teatro de Calderón de la Barca, y se granjeó por ello el aplauso de importantes figuras como Madame de Staël, que incluso tradujo al francés tales disertaciones.
En España, las ideas de Schlegel encontraron eco en Juan Nicolás Böhl de Faber, un comerciante alemán asentado en Cádiz que allí contrajo matrimonio con Frasquita de Larrea y Aherán, una dama de la burguesía mercantil gaditana, cultísima, políglota y cosmopolita, con la que procreó en 1796 a la escritora que habría de hacerse famosa bajo el seudónimo de Fernán Caballero. En 1814, el mismo año en que Fernando VII recuperó el trono y restauró el absolutismo en España, Böhl de Faber publicó en el Mercurio Gaditano una glosa de Schlegel titulada "Sobre el teatro español. Extractos traducidos del alemán de A. W. Schlegel por un apasionado de la nación española". El artículo provocó, pocos días después, una réplica en el mismo periódico titulada "Crítica de las reflexiones de Schlegel sobre el teatro". Bajo el seudónimo de Mirtilo, su autor era José Joaquín de Mora, una poliédrica figura en la historia del liberalismo español e hispanoamericano.
Mora, nacido en Cádiz en 1783, acababa de regresar a su ciudad tras pasar años como prisionero en Francia, después de haber participado en la batalla de Bailén. Muy joven había sido profesor de Filosofía en la Universidad de Granada, donde había introducido las doctrinas de Bentham. Allí tuvo como discípulo a Francisco Martínez de la Rosa, llamado a ser uno de los poetas más importantes del romanticismo español, y que llegaría, tras su participación en las Cortes de Cádiz, a estar al frente del Gobierno en 1822 y en 1834.
Desarrolló José Joaquín de Mora una actividad periodística extraordinariamente activa, impulsando una gran cantidad de publicaciones en las que con frecuencia ejercía todos los cargos: director, redactor, crítico, etc. (de allí el apodo de Luca fa presto con el que se lo conocía, por la increíble rapidez con la que escribía los textos). Remite, su agitadísima carrera, a la de otro inquieto español que fue como su vida paralela: José María Blanco White. Igual que éste, Mora fue un movido representante de los liberales hispanos residentes en Londres, adonde tuvo que marchar tras el fin del Trienio.
Amigo de los hispanoamericanos que vivían también en la capital inglesa, Mora partió a Buenos Aires en 1826 siguiendo al primer presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata, Bernardino Rivadavia. Allí se dedicó nuevamente al periodismo, pero sería sobre todo en Chile donde iba a convertirse en un auténtico padre de la patria, como fundador de El Mercurio Chileno y como redactor de la Constitución de 1828. Malquistado, al fin, con el Gobierno, pasó al Perú, donde fundó el Ateneo, y luego fue objeto del favor del presidente Andrés de Santa Cruz, que lo nombró cónsul de la Confederación Perú-Boliviana en Madrid. Ya en España, se incorporó a la Real Academia Española y volvió a Londres como cónsul en 1856. Allí, para más semejanza con Blanco White, fue un estrecho colaborador en publicaciones protestantes (aunque parece que no llegó a convertirse) y produjo famosas composiciones hímnicas al modo de Isaac Watts o de William Cowper.
Con una ingente obra a las espaldas en la poesía, en la traducción, en el ensayo, en la historia, en la economía y en muchos otros campos, José Joaquín de Mora acabó su inabarcable vida en Madrid en 1864, a los 81 años.
La réplica de Mora a la defensa que Böhl de Faber hace de Schlegel daría origen a la llamada querella calderoniana: una discusión sobre el mérito artístico de las obras de Calderón, en la que algunos estudiosos han querido ver encarnada la brecha que iba a separar a las dos Españas. De un lado, con su defensa del autor aurisecular, el hispanista alemán aplica a nuestro país las tesis sobre el Volkgeist que quieren ver en los autos sacramentales la expresión del "pueblo sano", cuyos valores aprecian todavía el espíritu hidalgo y se identifican plenamente con los españoles "muy religiosos, muy morales y muy amigos del orden social".
De esta apología de la patria y de la religión se deriva una inevitable defensa del absolutismo fernandino. Mirtilo, por su parte -es decir, José Joaquín de Mora–, rechaza las novedades de los románticos alemanes e insiste en la superioridad de la preceptiva neoclásica, que Böhl de Faber considera síntoma de afrancesamiento y de una ilustración perniciosa, asimilable al liberalismo y a la revolución. Frente a tal amenaza, el padre de Fernán Caballero reivindica una "ilustración nacional", referida "particularmente al carácter e índole de una nación".
José Joaquín de Mora no podría resistir indefinidamente al embate demoledor del Romanticismo, y al fin terminaría adhiriéndose a una concilación victohuguiana de los valores románticos y de los principios liberales.