Las Cortes de Cádiz se han beneficiado en los últimos tiempos de una buena prensa que las ha hecho igualmente simpáticas para la izquierda y para la derecha: la primera reconoce y encomia su espíritu revolucionario, mientras que la segunda reivindica el papel precursor de aquellos patriotas en la construcción del moderno edificio institucional y del Estado de Derecho. Aunque en su día Marx vio en la Pepa una torpe manera de descontentar a todos, Albert Rivera la juzga ahora el símbolo de los valores centristas. Lo admirable, en fin, es que tras haber sido durante buena parte del siglo XIX la manzana de la discordia para las dos Españas, hoy representa una de las pocas cosas en las que ambas están dispuestas a ponerse de acuerdo. Pero, ¡ay!, si no quieres dos Españas, toma diecisiete; y total es que todo el prestigio ganado por las Cortes de Cádiz en el terreno ideológico se trueca en demonizaciones por parte de los nacionalistas cuando se trata el asunto territorial. De acuerdo, pues, con esa óptica, los secesionistas catalanes han abierto expediente al régimen liberal gaditano en la misma causa donde han sido condenados Felipe V y el centralismo borbónico.
Pero la falacia de un liberalismo gaditano anticatalán queda muy tocada al recordar no sólo que, al comenzar a sesionar las Cortes, la representación catalana era la más grande después de la de Galicia, sino también que fue un nativo de Barcelona el primer presidente de aquel Congreso. Ramón Lázaro de Dou y Bassols contaba ya sesenta y ocho años en 1810, cuando se conformó la primera cámara de nuestra historia, y era una personalidad de gran prestigio en la vida académica de Cataluña. Había nacido en 1742, en una familia de altos funcionarios del Antiguo Régimen: su padre, Ignacio Dou y Salá, fue abogado y juez de Letras del Tribunal del Almirantazgo de Cataluña, y un hermano, llamado también Ignacio, desarrolló asimismo una significada carrera en el derecho como asesor del Consulado y la Lonja de Barcelona.
A los dieciocho años, el futuro presidente de las Cortes comenzó la carrera de Leyes en la Universidad de Cervera, una institución a la que se mantendría ligado de por vida. Estudios y oposiciones signarán sus años y sus ascensos futuros: en 1764 es bachiller; al año siguiente obtiene la licenciatura y el grado de doctor en Leyes; en 1767 se licencia en Cánones, y ya entonces el alumno está listo para pasar a profesor de la misma casa donde se ha formado. Comenzando en la cátedra de Decretales, va ganando posiciones cada vez más elevadas en el cursus académico, que finalmente coronará al convertirse en cancelario de Cervera –la autoridad facultada por delegación pontificia o regia para conceder los grados–. Aunque un breve de Gregorio XVI suprimió en 1831 el cargo en todas las universidades, una orden real consideró los especiales méritos del doctor Dou (que en 1795 se había ordenado sacerdote) y le concedió seguir en el puesto.
El último cancelario de la casa de estudios cerverina ocupa un lugar relevante en la historia de los estudios jurídicos españoles, en razón de una obra ciclópea, influida por el pensamiento de grandes renovadores del Derecho como Beccaria y Filangieri. Tal son las Instituciones de Derecho Público general de España y de Cataluña, nueve enjundiosos tomos publicados entre 1800 y 1803. En 1817 apareció además una adaptación de Adam Smith hecha por Dou, en dos volúmenes y bajo el título La riqueza de las naciones, nuevamente esplicada con la doctrina de su mismo investigador. Dou, no obstante, no era partidario del free trade, sino de un ambicioso programa ilustrado para la industrialización de Cataluña al amparo de barreras proteccionistas.
Al estallar la guerra de la independencia y convocarse las Cortes, el casi septuagenario profesor de Cervera, que había sido elegido diputado por Cataluña, sacó fuerzas para trasladarse por mar a Cádiz, adonde llegó en febrero de 1810. A él le tocó ser el primer presidente del Congreso; una dignidad que, según su biógrafo Díaz y Sicart, lo convertía en "la persona de mayor categoría de la nación". En el desarrollo de la actividad legislativa mostró la actitud de un conservador moderado, contrario a una absoluta libertad de imprenta y opuesto a la supresión de beneficios eclesiásticos, pero partidario, al fin, de que se aprobase la Constitución de 1812.
¿A quién representaba, en las Cortes de Cádiz, un diputado como el presidente Dou? Es evidente que algunos historiadores catalanes no están dispuestos a reconocer que aquel compromiso político se asumía en nombre y para la defensa de la nación española. "Nuestro autor formó parte de un grupo de diputados que representaron a su provincia y no a la nación en un sentido liberal", argumenta un profesor de la Autónoma de Barcelona, "manteniendo un sentido de la representación política expresada a través del mandato imperativo del territorio". Pero otro profesor de la Universidad de Lleida, aun reconociendo que los diputados catalanes recibieron instrucciones específicas de la Junta Superior del Principado en las que se explicaban las reivindicaciones propias de Cataluña, apunta detalles tan significativos como que esas instrucciones se dirigían a "restablecer y mejorar una Constitución que sea digna de la nación española". De hecho, dice este historiador, "los poderes de todos los diputados eran iguales y no contenían un mandato imperativo, sino representativo". Y recuerda que el diputado catalán José Espiga, nombrado vocal en la Comisión de Constitución, se refirió a la titularidad de la soberanía en estos términos tan claros: "No se trata de reunión de territorios, como se ha insinuado, sino de voluntades, porque esta es la que manifiesta aquella voluntad general que puede formar la Constitución del Estado". La nación española, pues, no se fundaba sobre la lógica del privilegio, sino sobre la de la igualdad democrática. Pero, por si fuera poco, está el testimonio de otro famoso congresista catalán, Antonio Capmany, que afirmó desde la tribuna: "Nos llamamos diputados de la nación y no de tal o tal provincia; hay diputados por Cataluña, por Galicia, etc., mas no de Cataluña, de Galicia, etcétera".
Tras la caída del Gobierno liberal, el presidente Dou, que tuvo la suerte de no sufrir persecuciones, volvió a la actividad académica en el claustro de Cervera, donde se mantuvo hasta su muerte, el 14 de diciembre de 1832, a dos meses de alcanzar los noventa y un años.