Los dos efímeros imperios que se proclamaron en México durante el siglo XIX nacieron con el apoyo del conservadurismo. Agustín de Iturbide (1783-1824), un militar descendiente de navarros y guipuzcoanos, había combatido al principio el movimiento independentista; pero más tarde, al producirse en España la revolución de Riego, se opuso a la implantación en suelo mexicano de la Constitución de Cádiz y del régimen liberal, y prefirió proclamar la independencia del país bajo un sistema monárquico que garantizase el orden, la paz y la religión católica. Aunque se consideraron los nombres de algunos príncipes europeos para asumir la tal corona, terminó siendo el propio Iturbide quien la ciñó en mayo de 1822 con el nombre de emperador Agustín I. La oposición de los republicanos y de los partidarios de los Borbones acabaría arrojándolo del trono en menos de un año; y después de un tiempo de exilio europeo pretendió protagonizar una especie de regreso al modo napoleónico de los Cien Días, pero el asunto acabó con su fusilamiento en Tamaulipas.
Pasada la mitad del siglo, el proyecto monárquico volvió a México en la célebre y trágica pareja de Maximiliano y Carlota –que al no tener hijos, por cierto, adoptó como príncipes del Imperio a los nietos del malogrado Iturbide–. Resulta completamente estrambótica la peripecia que condujo a Maximiliano, un archiduque austriaco, hermano menor del emperador Francisco José, a marcharse a reinar al otro lado del mundo, en un país hispano tan distinto a su idiosincrasia. Pero lo cierto es que el propio príncipe no sólo despreció esa brecha, sino que, más bien, creyó descubrir en el antiguo virreinato la oportunidad de restaurar la grandeza de la Casa de Austria en el orbe hispánico.
El romanticismo y su gusto por lo exótico y lo neomedieval tuvo gran peso en las ideas del archiduque. Viajero impenitente, a destinos tan de postal como Turquía, Egipto o Brasil, el soñador Maximiliano sumó también dos viajes a España, en los años 1851 y 1852. Al visitar la Capilla Real de Granada, con las tumbas de los Reyes Católicos y de Felipe el Hermoso, germen de los Habsburgo españoles, Maximiliano se entrega a idealistas reflexiones que deja plasmadas en su diario. Deplora la decadencia española bajo los Borbones y rememora la gloria de la monarquía de Carlos V, pero elogia la suerte que ha mantenido a España al margen de la Revolución Francesa. Francia, entonces nuevamente revuelta tras los sucesos del 48, es la causante de la corrupción del siglo y de la uniformidad de las costumbres; mientras que nuestro país, al menos, con sus tipos populares, sus fiestas y tradiciones, representaba esa alma prístina tan del gusto de los románticos.
Estos ideales algo quijotescos parecen explicar la decisión de Maximiliano de suscribir en 1863 un pacto mefistofélico con Napoleón III, emperador de Francia, aviniéndose a encabezar el proyecto monárquico trazado y sustentado por la política de este otro Bonaparte (en cuya combinación de populismo, cesarismo e imperialismo han querido algunos historiadores ver un fascista avant-la-lettre). El francés se había aprovechado de la gran inestabilidad y desconcierto en los que había quedado el Estado mexicano tras la llamada Guerra de Reforma (1857-1860), conflicto suscitado por la reacción frente a las leyes liberales implementadas por los Gobiernos de Juan Álvarez, Ignacio Comonfort y Benito Juárez. Estas disposiciones suponían un duro golpe al poder de la Iglesia, y, en el escenario de polarización que produjeron, Napoleón III encontró bien dispuesto el favor de los conservadores, del clero, de los terratenientes y de bastantes campesinos para barrer la república e instaurar un trono que les guardase los privilegios. Junto a ello, México le daba al Bonaparte una ventaja geoestratégica para intervenir en la Guerra de Secesión norteamericana. El emperador apoyaba a los confederados con la intención de mermar el poder de Estados Unidos, que en 1823 había formulado la Doctrina Monroe para prevenir cualquier intento de reconquista por parte del Viejo Continente. Pero ahora que los del norte se hallaban enzarzados en su enfrentamiento civil, las fuerzas del Presidente Juárez no contaban con apoyos suficientes para resistir la invasión francesa.
La emperatriz Eugenia también influía sobre su marido para levantar en América un gran imperio católico, cuya función era, en cierto modo, resarcir al Papa por los despojos territoriales que le estaba causando la unificación de Italia. La española, muy devota, hacía lo posible por lavar su conciencia como católica frente al apoyo que Napoleón III prestó inicialmente a la causa italiana y a Cavour.
Con todas estas circunstancias, Maximiliano de Habsburgo y su joven mujer, la hija del primer rey de los belgas, se embarcaron en la famosa historia con la que Fernando del Paso construyó su preciosista Noticias del Imperio. Pero, al asumir su trono mexicano e instalarse en el Castillo de Chapultepec, el austriaco desconcertó a todos con sus políticas liberales. No sólo no derogó la legislación juarista, sino que ofreció a Juárez el cargo de ministro de Justicia (aunque el Benemérito de las Américas no cedió; igual que no cedería luego en su resolución de fusilar a Maximiliano). Resistió las presiones de la Santa Sede y del obispo de México para mantener las medidas desamortizadoras, incorporó a significados liberales a su Gabinete y esbozó un Estatuto que prefiguraba el sometimiento del Imperio a una norma constitucional. En él se consagraban expresamente los derechos fundamentales: igualdad ante la ley, seguridad personal, propiedad, ejercicio libre de culto y libertad de prensa. Racionalizó el gobierno y la organización política del territorio; dictó la ley electoral municipal y la de garantías individuales; promulgó el decreto de libertad de trabajo, con el que procuró favorecer especialmente la situación de los peones indígenas, y abolió los castigos corporales en las haciendas. Promovió un importante paquete legislativo que se ocupaba de asuntos como la forma de promulgar las leyes, la organización del cuerpo diplomático y consular, el notariado, los procesos contencioso administrativos, la organización de los tribunales y juzgados del Imperio, el Tribunal de Cuentas, el Banco de México o la inmigración.
Incluso, el emperador hizo suyos los héroes y las fiestas republicanos, y no tuvo empacho en celebrar el famoso Grito de independencia en la propia cuna del movimiento insurgente, Dolores Hidalgo. El 20 de septiembre de 1864, poco después de la fiesta, escribía entusiasmado a Carlota, su ángel bienamado:
Todo salió perfecto en Dolores, hacia la hora del grito leí desde el balcón mi discurso, que tú ya conoces, con voz fuerte y muy lentamente. El entusiasmo fue indescriptible, todos vociferaban, las tropas, el pueblo, los señores de mi comitiva, etcétera, etcétera.
Después, acompañados por música y antorchas, regresamos a mi alojamiento; con el tacto propio de los mexicanos, se reunieron todos bajo mi ventana y prorrumpieron en enormes cheers. El 16 tuvimos misa y Te Deum en la bella y grande iglesia, a la que me presenté de gran uniforme. A las tres hubo una comida para 70 personas, en la que pronuncié el brindis a la independencia y a sus héroes (…) Vivo en un palacio magnífico con todo lujo y confort europeos con la amable y liberal familia Rocha. Deberé permanecer aquí un tiempo bastante largo, pues hay mucho que hacer y cambiar muchas cosas en la administración…
Las medidas liberales del emperador lo malquistaron con los conservadores que antes le habían apoyado. El abandono de Napoleón III signó su suerte. La desesperada Carlota, que se había desplazado a Europa para intentar que los poderosos del Viejo Continente no dejasen solo a su marido, contaba así a Maximiliano su encuentro con el Bonaparte:
… para mí es el diablo en persona, y en nuestra última entrevista de ayer tenía una expresión como para poner los pelos de punta, estaba horroroso y ésta era la expresión de su alma, todo lo demás es superficial.
Así que le recomendaba:
Puedes apoyarte en elementos indígenas, de esta manera la cosa es posible, pero no confiar en franceses.
Al final, sin embargo, todas las salidas se cerraron para Maximiliano. El único fin posible fue el que plasmó Maneten el cuadro que hoy exhibe la National Gallery.