José Mejía Lequerica es una figura que pertenece por igual a la historia de España y a la de Ecuador; y, precisamente por eso, en ambos países se la conoce mal. La inmigración ecuatoriana que España recibió en las últimas décadas aumentó el interés por el prócer en su país de origen, mientras que aquende el océano es sobre todo su nombre el que subsiste, vinculado al callejero. En Cádiz, además, varias placas recuerdan su estancia en la ciudad y su destacada actuación en nuestras primeras Cortes modernas.
Emblemático representante de la Ilustración hispana –esa a la que tantas veces se ha tachado de inexistente–, Mejía nació en Quito el 24 de mayo de 1775, hijo de un abogado de la Audiencia y de una mestiza. Los padres no estaban casados, y ello le iba a suponer al futuro diputado un gran engorro para acceder a los grados universitarios, aunque finalmente, con pleitos y recursos, logró licenciarse y doctorarse en Teología en la Universidad de Santo Tomás de Aquino. En 1798, Mejía, de veintitrés años, contrajo matrimonio con Manuela Espejo, que aunque casi le doblaba la edad era mujer muy adelantada a su tiempo, hermana de otro ilustrado famoso, el médico Eugenio de Santa Cruz y Espejo, impulsor de la Sociedad de Amigos del País de Quito y autor de obras como la Memoria sobre el corte de quinas y voto de un ministro togado, en donde combatía los monopolios de la Corona y defendía la libertad de comercio. Perseguido por las autoridades bajo la acusación de simpatizar con la insurrección de Túpac Amaru, Espejo fue procesado en Bogotá y ya había muerto para la fecha de la boda entre su hermana y Mejía.
Como su malogrado cuñado, Mejía asumirá plenamente el espíritu científico que durante el siglo XVIII se dejó sentir en las tierras americanas con la llegada de varias expediciones dedicadas a la investigación. Por la Presidencia de Quito pasaron La Condamine, Jorge Juan y Antonio de Ulloa, Malaspina y quien desde 1792 asumió la dirección de la Expedición Botánica impulsada por Mutis en el Nuevo Reino de Granada, José Francisco de Caldas. Con éste traba Mejía una estrecha amistad, que pronto se resiente por el carácter atrabiliario de Caldas; así que el quiteño ve frustrados sus deseos de incorporarse a la Expedición para recorrer el Oriente ecuatoriano. Cargado de espíritu aventurero, Mejía se entusiasma con las investigaciones de un andaluz, Anastasio Guzmán, que ha llegado a Quito en 1801 y que persigue un supuesto tesoro que los incas han dejado oculto. Buscándolo en los tortuosos desfiladeros de Llanganates, según el mapa que él y Mejía habían trazado, Guzmán se despeña y muere.
Para entonces, Mejía había recibido el ofrecimiento de un aristócrata amigo suyo, Juan Matheu (conde de Puñonrostro), para viajar a España. El quiteño, que ya es una modesta celebridad de los ámbitos académicos, recibe antes de zarpar un homenaje en la limeña Universidad de San Marcos. Una vez en la Villa y Corte, su protector le encuentra un empleo en el Hospital General; pero la vida de Madrid se revuelve con la llegada de las tropas napoleónicas. Mejía asiste a aquellos sucesos en primera fila y los relata a su mujer:
En grandes riesgos hemos estado todos los habitantes de Madrid, y yo mismo corrí mucho peligro el día dos de mayo pasado, día tristemente memorable, por el valor y lealtad de los españoles y por la sangrienta barbaridad de los franceses, nuestros tiranos (…) Yo estoy alistado voluntariamente, como también el Conde de Puñonrostro, y si perecemos en algún combate, tendrás tú el envidiable honor de que a tu esposo haya cabido una muerte gloriosa.
Comparando a los franceses con los españoles, a Mejía parece venírsele abajo la imagen idealizada del pueblo de las Luces y de la Revolución que tanto prestigio había adquirido entre la intelectualidad hispanoamericana:
¡Ay, Manuela mía! ¡Qué diferentes son los chapetones y los franceses de lo que allá nos figuramos! ¡Qué falsos, qué pérfidos, qué orgullosos, qué crueles, qué demonios estos! (…) Al contrario, los españoles, ¡qué sinceros, qué leales, qué humanos, que benéficos, qué religiosos y qué valientes! Hablo principalmente del pueblo bajo y del estado medio; porque en las primeras clases hay muchos egoístas, ignorantes, altaneros y mal ciudadanos….
El 22 de enero de 1809, la Junta Suprema Central que dirige la lucha patriótica contra los invasores emite su célebre decreto declarando que los territorios americanos no son colonias sino "parte esencial e integrante de la Monarquía", y adjudicándoles representación en la propia Junta. Al producirse la convocatoria de Cortes, los españoles de Ultramar serán llamados también a enviar diputados. Por Quito sale elegido Puñonrostro, el amigo de Mejía, pero al hallarse ausente será su protegido quien ocupe el escaño.
Nuestro hombre se desempeña en la asamblea gaditana desde el 24 de septiembre de 1810 hasta el 26 de octubre de 1813. Menéndez Pelayo se hará eco de su "ingenio y rica cultura", afirmando que "a todos aventajaba en la estrategia parlamentaria, que pareció adivinar por instinto en medio de aquel Congreso de los legisladores inexpertos".
En las Cortes de Cádiz, Mejía fue un enérgico defensor de las limitaciones al poder y de lo que hoy llamaríamos transparencia, abogando por la elección nominal de los diputados y por la completa independencia de las elecciones, sobre las que sentenció:
El Gobierno no debe mezclarse en ellas. El pueblo debe tener absoluta libertad para elegir a quien quiera, porque estoy seguro de que aun cuando eligiere al hombre más raro del mundo, en haciéndolo por su gusto sería verdadero representante, porque en esto está la libertad del pueblo: que aun cuando se eligiese al hombre mejor y benemérito del mundo, si su elección se hiciera por medios ilegales no sería verdadero representante.
Esta fe democrática y su miramiento hacia la ley decidieron también su postura frente a la revolución independentista que ya había estallado en su tierra de origen. Defendía las aspiraciones de sus compatriotas al otro lado del mar, pero encontraba en la Constitución de Cádiz el pacto nacional al que había que remitirse, y que era necesario observar sin fraudes ni añagazas.
Mejía Lequerica no llegó a ver la abolición de la Constitución porque una epidemia de fiebre amarilla desatada en Cádiz acabó con su vida el 27 de octubre de 1813. Tenía 38 años. La prudencia de sus actuaciones parlamentarias hizo que se le llamase el Mirabeau del Nuevo Mundo, como tituló el historiador latacungueño Neptalí Zúñiga una de las escasas biografías dedicadas al personaje.