Es una lástima que a los lectores españoles no les sea demasiado fácil acceder a la versión castellana del libro Malintzin's Choices: An Indian Woman in the Conquest of Mexico, publicado originalmente en 2006 por University of New Mexico Press. Escrito por Camilla Townsend, una investigadora neoyorquina que enseña en Rutgers University, en 2015 apareció traducido por Tessa Brisac y bellamente impreso por la editorial mexicana Era, pero –yo, al menos– no lo he visto en librerías de nuestro país.
El éxito que en cambio ha multiplicado las ediciones de Imperiofobia y leyenda negra hace muy recomendable la lectura de la obra sobre la célebre traductora indígena al servicio de Hernán Cortés: la Doña Marina que tanto el vulgo como los intelectuales han glosado mucho más como símbolo –de muy vario significado– que como personaje histórico. No pretendo detallar los contenidos del libro de Townsend, del que existen ya completas recensiones disponibles en internet, sino referirme al inteligente enfoque adoptado por esta autora, que remite a las tesis de la profesora Roca Barea precisamente por la honesta postura que la aleja de cualquier tesis en la diatriba leyenda negra-leyenda dorada. No hay aquí intención apologética de ningún signo, sino la sensata adopción de unos criterios de razonabilidad que resultan tan adecuados en la comprensión de la historia como en la de la sociedad, tal y como advirtió John Rawls –"es a través de lo razonable como entramos como iguales al mundo público de los demás, y que nos alistamos para proponer o aceptar, según el caso, los términos justos de la cooperación con ellos", dejó escrito el filósofo norteamericano en Liberalismo político–.
Camilla Townsend recorta el perfil de Malintzin–Malinche– de ese contexto público en el que los seres humanos cooperan con diferentes propósitos, y que implica, por lo tanto, el desarrollo de relaciones complejas, coyunturales, dictadas en parte por el interés, en parte por las circunstancias, en parte por cosmovisiones vinculadas a un ámbito espacial y temporal concreto y en parte –¡incluso!– por las decisiones que se pueden tomar con libertad. Todo ello esquiva cualquier relato maniqueo acerca de naturalezas buenas y malas, de héroes y antihéroes. En buena medida, la investigadora de Rutgers basa su interpretación sobre todas aquellas variables porque, como ella misma reconoce, escribir una biografía de Malintzin sería simplemente imposible ante la ausencia de una voz en primera persona que haya llegado hasta nosotros. Ni los cálculos de una traidora ni el sufrimiento de una víctima sometida por el machismo y por el imperialismo –que son las dos vertientes por las que hasta ahora se ha querido hacer discurrir su psicología– están documentados en ninguna parte. En cambio, hay un marco de valores, de creencias, de relaciones sociales y de intereses políticos a la luz del cual puede examinarse la información disponible sobre el personaje, sobre todo cuando se tienen conocimientos tan sólidos del náhuatl y de las culturas indígenas como los de Camilla Townsend.
Townsend no necesita hacer de Malintzin una heroína para reconocer su importancia capital en la Conquista, a la vez que admite que "hubo miles de ocasiones en que algunos indígenas tomaron partido por los españoles, al menos durante un tiempo, por sus propias y excelentes razones". Pero adentrarse en la percepción que la traductora tenía de su propia identidad implica asimilar datos que van más allá de la mera oposición entre indígenas y españoles: sin duda, Malinche era considerada "gente de acá", como se refirieron a ella algunos cronistas nativos, pero conviene tener en cuenta que su pueblo había sido subyugado por los mexicas, los llamados aztecas que en tiempos de llegar Cortés eran vistos aún como invasores recientes por los habitantes del valle central de México. A tal punto que, como recuerda la autora,
poco después de la llegada de los españoles, cuando se les preguntaba a los ancianos indígenas por sus recuerdos de la Conquista, solían malinterpretar la pregunta y lanzarse a recordar alguna derrota particularmente desastrosa sufrida años antes frente a algún otro grupo nativo.
La experiencia de la invasión y del sometimiento no era, pues, nueva para la Malinche cuando trabó contacto con los hombres de Cortés. Ello, conjetura la autora, no sólo la hacía especialmente apta para la comunicación de gentes distintas, sino que la volvíamenos apegada a afectos telúricos y le permitía relativizar el significado de la dominación. Es verosímil que gracias a ello hubiera sabido aprovecharse de su ascendiente sobre el capitán extremeño, y revestirse de esa dignidad de señora importante y omnipresente que llegó a ganar entre propios y extraños. Objetivamente, la transformación en Doña Marina puede haber supuesto para ella una cierta forma de superación de la servidumbre a la que su pueblo destinaba a las mujeres, pero eso tampoco es razón para hacer lo que han pretendido las feministas, dispuestas a canonizarla como mártir del universal despotismo masculino en un desesperado intento de redimirla de la culpa del transfuguismo cultural (el famoso malinchismo que los mexicanos cuentan entre sus pecados capitales). Malintzin –explica la autora– no había nacido para ser un gran guerrero ni alcanzar la gloria por sus hazañas militares, perono tenía motivo para resentirlo. Como todas las niñas, sabía que las mujeres tenían su propia importancia, que los hombres las necesitaban tanto como ellas los necesitaban a ellos. La complementariedadera la consigna implícita. "Al proteger el fuego doméstico, las mujeres protegían la vida misma". Y recuerda Townsend que la mujer no era ajena a recibir honras públicas, y que así como el paraíso estaba reservado a los hombres muertos en la batalla, también accedían a él las mujeres muertas en el parto.
Hay otras precisiones fascinantes en este libro sobre Malintzin, que constituyen utilísimos toques de atención para revisar dogmas aceptados por el indigenismo tercermundista como auténticas verdades de fe. Así, por ejemplo, esa especie de profecía apocalíptica que habría hecho a los aztecas prever el fin de su civilización, y que ha pasado al imaginario popular como muestra de una sabiduría ancestral guardada por la América precolombina, e irremediablemente perdida con la contaminación del Occidente mercantil y desencantado (según la famosa expresión de Weber). Townsend nos pone ante datos tan relevadores como que algunos de los códices en los que están contenidas esas leyendas fueron elaborados en el scriptorium del Colegio de Tlatelolco, la primera institución de educación superior de América destinada a los indígenas, y que en su biblioteca se guardaban clásicos griegos y latinos que arrojan mucha luz sobre notables semejanzas entre los relatos de la mitología clásica y los que quedaron recogidos en lengua náhuatl.