Cerca del final de este libro, insólito por muchas razones, hay una cita de Lévi-Strauss sobre los museos norteamericanos, que él estaba descubriendo en sus años como agregado cultural de la embajada de Francia en Estados Unidos (1945-1947), en la que se sorprende de que en algunos de ellos se cultive el gusto por los gabinetes de curiosidades, que en Europa se había eclipsado hacía ya muchos años. Se refiere a las Wunderkammern, herederas de las colecciones nobiliarias de la Edad Media y el Renacimiento, donde se abigarraban objetos maravillosos de lo más variado, "sin orden ni concierto", llega a decir Juaristi, que, sin dudar, se declara admirador de esas cámaras de las maravillas, unidas entre sí únicamente por el talento, el capricho y el gusto del coleccionador.
Esa cita y las reflexiones que suscita en el autor del libro me han servido para esbozar una posible solución a una de las cuestiones que Los árboles portátiles plantea desde sus primeras páginas, la de su género. Porque, como van a experimentar sus lectores, no es fácil encuadrarlo en ninguna de las casillas al uso: ¿es un libro de ensayo, de historia, de reportajes periodísticos, de filosofía, de lingüística?; ¿es una novela o, como dicen algunos que ya lo han leído, es una autobiografía encubierta?; ¿es un conjunto de biografías de distintos personajes?; ¿es el retrato de una época o es, como dijo Cela a propósito de su Oficio de tinieblas 5, la purga de su corazón? Todo eso es este libro, y muchas cosas más. No hay más que leer las cuatro páginas del prólogo, que constituyen, como quien no quiere la cosa, una lección de estilística literaria para explicarnos el origen del título, Los árboles portátiles, como combinación de una metáfora con una sinécdoque; unas páginas que recuerdan al mejor Dámaso Alonso. Por eso, la mención de las Wunderkammern (pág. 379) me sirvió para preguntarme si este libro no es, todo él, uno de esos gabinetes de maravillas donde el autor, en conversación consigo mismo, ha ido acumulando saberes enciclopédicos, proteicos e insólitos, que aparecen unidos por su inteligencia, talento y, también, capricho.
El hilo conductor de la narración –porque en el libro hay un hilo narrativo del que cuelgan muchas narraciones subsidiarias– es relativamente sencillo: el 25 de marzo de 1941 zarpaba de Marsella, desde una Francia derrotada por los alemanes, aunque todavía no ocupada del todo, un carguero bastante desvencijado, el Capitaine Paul Lemerle, en el que se hacinaban unas doscientas y pico personas que huían de los peligros que la inminente y completa ocupación nazi iba a suponer para ellas; el destino final era Martinica, desde donde esos refugiados podrían dirigirse a aquellos países que iban a acogerlos. Ese carguero había sido contratado por Varian Fry, un periodista estadounidense, que había llegado a Francia comisionado por el ERC (Emergency Rescue Committee), asociación creada en Nueva York para ayudar, sobre todo, a los alemanes perseguidos por el nazismo a huir de una Europa donde sus vidas corrían evidente peligro. Por diferentes razones, entre los refugiados que lograron subir a ese barco estaban algunas personalidades que hoy consideramos representativas de movimientos culturales y políticos de indiscutible relevancia. Como el revolucionario profesional Victor Serge; como el papa y pope del surrealismo André Breton; como el etnólogo, filósofo y también papa del estructuralismo Claude Lévi-Strauss; como los marxistas alemanes y judíos Anna Seghers y Alfred Kantorowicz; como el pintor cubano –hijo de chino y mulata– Wifredo Lam; o como el socialista eibarrés Toribio Echevarría, refugiado en Francia desde el final de nuestra guerra civil. Pues bien, Los árboles portátiles sería, en una primera aproximación, la narración de este viaje.
Juaristi tuvo una primera noticia de la existencia de este barco y de sus avatares a través de los Tristes tropiques de Lévi-Strauss, y esa fue la mecha que encendió su interés por saber todo lo que había pasado en ese herrumbroso carguero. Al asunto del destino de los refugiados que huyeron de la Europa turbulenta de los años treinta y cuarenta ya le había dedicado Juaristi en 2011 un entretenido y sustancioso libro, escrito en colaboración con su prima Marina Pino, en el que narraban las peripecias vitales de Tomás Bilbao Hospitalet, tío abuelo de Jon, ministro de la Segunda República, que tuvo que exiliarse primero de la España franquista y después de la Francia ocupada, para acabar en México. Cuando empezó a conocer la personalidad de esos pasajeros del Capitaine Paul Lemerle, Juaristi se dio cuenta de que, curiosamente, representaban algunas de las ideologías políticas y de los movimientos intelectuales que le habían rodeado en los años de su primera juventud, los del final del franquismo y la oposición clandestina y marxista al régimen, los de la eclosión del estructuralismo, los de los intentos de los nacionalistas por acercarse a las vanguardias y también los de los reflejos del 68. Toda una serie de corrientes artísticas, políticas y de pensamiento a las que Juaristi tenía ganas de ajustar las cuentas.
Y se puso a la tarea, que es lo que nos entrega en este libro. Primero nos cuenta las vidas de los protagonistas hasta el momento del embarque. Las biografías de Victor Serge, André Breton, Claude Lévi-Strauss, Anna Seghers, Alfred Kantorowicz, Wifredo Lam y Toribio Echevarría ocupan la primera parte del libro; son unas biografías hechas con una erudición que apabulla (la bibliografía que ha manejado es exhaustiva y el índice onomástico es también gigantesco), con permanente sentido del humor, con ánimo desmitificador y con una prosa limpia como pocas.
La segunda parte del libro se ocupa de lo que ocurrió en el barco desde Marsella hasta Martinica, con escalas en Orán y Casablanca, para lo que Juaristi ha rastreado detectivescamente en todos los diarios, documentos, memorias y libros que han tratado el asunto, muchos de ellos escritos por los propios pasajeros. En esta parte aparece un extraño pasajero que sería un posible estafador que viajaba con un Degas doblado en su maleta, lo que da a la narración un tono aún más novelesco. Pero, sobre todo, está dedicada a contarnos los encuentros que tuvieron entre ellos, porque no se conocían antes de embarcar; con especial atención al de Lévi-Strauss con Breton, con el que etnólogo simpatizó inmediatamente.
La última parte de estos Árboles la dedica Juaristi a contarnos lo que fue de la vida de los protagonistas una vez que llegaron a Martinica y fueron saliendo para los lugares donde les daban refugio. Con la misma capacidad de erudición, el mismo sentido crítico, el mismo humor y la misma limpísima prosa con que había escrito las biografías iniciales compone la continuación de las vidas de estos personajes. El lector tiene la fundada impresión de que, según ha ido conociendo, estudiando y descubriendo detalles de los personajes, Juaristi les ha ido perdiendo el respeto para terminar por considerarlos bastante poco interesantes como pensadores, como políticos, como artistas y hasta como personas. Salvo, eso sí, el socialista eibarrés, Toribio Echevarría, al que de manera inequívoca le coge cariño por ser el más sencillo, el más auténtico, el menos impostor, el más honrado, en definitiva, el más buena persona de los viajeros de ese barco que, con este libro, se va a hacer mucho más famoso de lo que era.
La obra termina con una confesión casi íntima para justificar por qué ha escrito este libro tan difícil de clasificar. Dice que le hubiera gustado escribir una novela –"pero no sirvo para eso", confiesa humildemente, aunque sus lectores hayamos admirado la que publicó en 2007, La caza salvaje, que cuenta la peripecia de un cura nacionalista y aventurero que anduvo metido en todos los fregados imaginables, desde la guerra civil española hasta la ascensión de Tito al poder en Yugoslavia–. Y dice que ahora le hubiera gustado escribir una novela para "contar una historia acerca de los diez terribles años que estremecieron al mundo y casi se lo cargan y que precedieron a mi nacimiento (1951) y de los que nunca nos hablaron a los de mi generación, ya fuéramos hijos de los vencedores o de los vencidos". "En definitiva", sigue Juaristi, "quería, necesitaba, contar una historia real basada en hechos reales", sin notas a pie de página, como hacían los autores medievales. Esto es evidente que lo ha conseguido.
Para declarar, en la última frase del libro, que lo ha escrito, "más que para los jóvenes críticos del casino de Lúzaro, para mis viejos amigos –gotosos, sordos y diabéticos– del Guezurrechape de Cay Luce (el Mentidero del Muelle Largo)", parafraseando al Pío Baroja del inicio de Las inquietudes de Shanti Andía. Que es lo mismo que confesar que lo ha escrito como si fuera una enorme conversación con amigos en la que no hay límites, en la que los temas, como las cerezas, van saliendo de manera un tanto desordenada, enganchadas las unas a las otras. Lo que pasa es que en este caso las cerezas son frutas llenas de sabor, porque los saberes de Jon Juaristi son ilimitados y sorprendentes. Así, podemos encontrar incrustados en sus páginas auténticos ensayos sobre los más diversos asuntos: desde la santería cubana a las actividades de los marxistas húngaros de expresión alemana en los años treinta, pasando por la historia de las máquinas de coser en España o la relación del marxismo con Platón o la situación de las vanguardias artísticas en el Nueva York de la posguerra mundial. Ensayos todos ellos escritos con una sana libertad de juicio y con ánimo de entretener a los interlocutores de ese "Mentidero del Muelle Largo" a los que confiesa que está dirigiéndose. Aunque en muchos momentos tengo la impresión de que con quien habla es consigo mismo. Porque hay muchas, muchas, intervenciones de Juaristi en primera persona; y, desde luego, en sus juicios directos, brillantes y ocurrentes sobre muchos asuntos que aparecen en el libro, Juaristi está retratándose más y mejor que en una autobiografía.
Y si volvemos al principio y tengo que determinar el género de este libro de título lopesco, diría que leer Los árboles portátiles es darse un baño de sabiduría.