Patria, la novela de Fernando Aramburu que tanto éxito editorial está cosechando, es una de las grandes aportaciones, no la única, que desde el mundo de la sociedad civil se ha hecho para que la VERDAD, así con mayúsculas, prevalezca a la hora de contar a las generaciones futuras lo que ha pasado en el seno de la sociedad vasca desde que la banda terrorista ETA comenzó su macabra existencia en 1959.
Patria no es, estrictamente hablando, una novela sobre ETA. Es mucho más: es un relato brillantemente elaborado de la perversidad moral que el terrorismo inocula en las personas, no sólo en los que empuñan las pistolas o ponen las bombas, también en sus entornos familiares y sociales.
Lo que se lee en Patria no es que sea perfectamente creíble, que lo es, además es lo que en realidad ha sucedido durante muchos años en la sociedad vasca. Una sociedad que miraba para otro lado cuando los asesinados no eran de "los nuestros", vestían un uniforme (fuera este de militar, de guardia civil o de policía nacional) o militaban en partidos a los que los terroristas llamaban "españolistas"; una sociedad que justificaba los atentados con el infame "Algo habrá hecho" o que tragaba con las acusaciones de "chivato", "traficante", "confidente" que ETA arrojaba sobre sus víctimas después de matarlas.
Una sociedad vasca que ha sufrido –y tardará mucho tiempo en recuperarse– una grave enfermedad moral: la que proviene de aceptar, por acción o por omisión, que el fin –la construcción nacional de Euskadi– puede justificar los medios –el empleo de la violencia–; la que lleva a considerar que mientras la violencia terrorista no te afecte no tienes de qué preocuparte, y mucho menos enfrentarte con quienes generan ese estado de cosas.
En Patria están perfectamente reflejados desde la miseria moral de una parte de la sociedad vasca, que justificaba el terrorismo, hasta el resquebrajamiento de las familias y de los ambientes en que se han movido los terroristas. En definitiva, es una novela de lectura obligada para todos aquellos que quieran conocer más de cerca la cruda y dura realidad que se ha vivido durante muchos años en el País Vasco y en Navarra, aunque los crímenes de ETA hayan afectado a toda España.
Decía que esta de Aramburu no es la única aportación que desde diversos ámbitos de la sociedad civil se vienen haciendo para evitar que los terroristas de ETA y quienes les apoyan, al dolor causado con sus crímenes, añadan la victoria a la hora de construir del relato de lo que ha sucedido durante estos años.
Por citar sólo algunos ejemplos de este compromiso cívico, habría que señalar el gran trabajo que lleva haciendo desde hace años el cineasta vasco Iñaki Arteta, que como bien decía Federico Jiménez Losantos este lunes en su programa sí que es un claro merecedor de un Goya. O el que hizo durante bastantes años Francisco José Alcaraz al frente de la AVT; o el que contra viento y marea lleva a cabo Covite, con Consuelo Ordoñez a la cabeza; o el de Daniel Portero, con Dignidad y Justicia. La última aportación en este campo es de la Fundación Villacisneros, de cuyo Patronato forma parte María San Gil, con un proyecto denominado Dignidad, que pretende lograr que se reabran las causas de los más de 300 crímenes sin resolver de ETA.
Cuando tantos y tan poderosos estamentos –institucionales, políticos, mediáticos, culturales– querrían pasar página sobre el daño causado por ETA y que las víctimas se conformaran con algún homenaje de vez en cuando, aportaciones como las de Fernando Aramburu, Iñaki Arteta, Consuelo Ordóñez, Francisco José Alcaraz, Daniel Portero o la Fundación Villacisneros quieren lograr justamente lo contrario: luchar contra el olvido, acompañar siempre a las víctimas y que se conozca la verdad de lo que pasó.