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Luis Torras

'La Revolución rusa': una condena moral del mito bolchevique

El Terror fue desde el primer momento una herramienta fundamental para los planes de Lenin y sus secuaces.

"No hubo nada positivo ni grandioso en la Revolución rusa" (Richard Pipes).

Dice el autor de esta magistral obra que la Revolución rusa fue probablemente el acontecimiento histórico más importante del siglo XX (siglo ya de por sí intenso en historia). Sin embargo, y pese a que no falta bibliografía, todavía hay un gran desconocimiento y perviven numerosos mitos. La Revolución rusa de Richard Pipes (Polonia 1923), escrita en 1990 y magníficamente reeditada ahora por Debate (Random House), constituye el primer intento de dar cuenta de manera exhaustiva de un periodo de la historia rusa que abarca desde la decadencia del Antiguo Régimen zarista hasta la instauración del Terror Rojo, durante la década de los años 20 del siglo pasado. Se trata de una obra escrita con una inteligencia asombrosa cuya lectura, exigente (más de 1000 páginas), tiene un retorno altísimo. En muchos aspectos, estructura, estilo y profundidad, recuerda a otros grandes clásicos, como El antiguo régimen y la Revolución, de Tocqueville.

La gran solidez intelectual de Pipes, influido, entre otros, por pensadores de Viena como Ludwig von Mises y F. A. Hayek, hace que esta obra contenga grandes lecciones de política, economía, sociología y ética. Pipes entiende bien la importancia de las instituciones y su evolución a lo largo del tiempo, así como el concepto de orden extenso, lo que facilita al lector una comprensión profunda de las instituciones de la Rusia rural zarista –fijada en el imaginario colectivo a través de las obras de grandes maestros de la literatura como Tolstói–, donde los usos y costumbres ancestrales eran más importantes que las leyes escritas (pp. 124-131).

Reducir las más de mil páginas de la obra –que, por otra parte, se lee como la mejor de las novelas– a unos centenares de se me antoja tarea imposible. Por eso me voy a permitir la licencia de, más que sintetizar y resumir, compartir con el futuro lector algunas de las reflexiones y aprendizajes que me llevo de su lectura.

Los Romanov y el último zar

Una de las grandes lecciones que pueden extraerse de La Revolución rusa es la incidencia que a menudo tienen personas concretas en el devenir de los acontecimientos. En estas páginas se refleja perfectamente la tensión constante que en muchos momentos de la Historia existe entre las políticas reformistas, pragmáticas –el politólogo Víctor Lapuente acuñó con acierto el concepto de política del explorador–, y la ensoñación revolucionaria, la política del chamán. El primer arquetipo se corresponde, por ejemplo, con el líder de la burguesía zarista reformista, Stolipin, político de aires canovistas –pese a que la Historia no acepta comparaciones–. Sus intentos reformistas (v. capítulo 5) y por fraguar grandes consensos, alejándose de maximalismos, fueron boicoteados una y otra vez por la retórica revolucionaria (populismo) de la nueva clase intelectual, la Intelligentsia, elemento central en el devenir trágico de los acontecimientos en Rusia. Esta intelligentsia conquistará poco a poco el monopolio del discurso intelectual con un enfoque top-down, centralizado y frágil, basado en la ingeniería social (v. capítulo 4, una de las partes cruciales del libro), y será la que dé la carga política y filosófica al movimiento revolucionario para que pudiera traccionar debidamente.

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El enfoque platónico de los intelectuales se impuso a la inteligencia tocquevilliana de líderes como el citado Stolipin –puestos en valor por Pipes–, cuya propuesta de reforma agraria, que defendió con gran brillantez (pp. 186-192), fue tremendamente avanzada y moderna para la época.

Todo lo anterior quiere subrayar una cuestión fundamental: que la revolución no fue inevitable, sino el fruto buscado por una minoría política e intelectual. Ni tenía carácter ineluctable ni éste le vendría dado por una condiciones económicas y políticas paupérrimas. Cierto es que Rusia sufría un –leve– retraso con respecto a otras potencias de su entorno, pero igualmente cierto es que durante las décadas previas a 1917 avanzó desde todos los puntos de vista (económico, político y social) como nunca antes.

Las rebeliones suceden, las revoluciones se hacen

Entre otros mitos, Pipes desmonta el del supuesto carácter espontáneo de los hechos del otoño del 17 –idealizados en el Octubre de Serguéi Eisenstein–. Lo cierto es que Nicolás II había abdicado en marzo, e igualmente cierto es que incluso antes de que el absolutismo ruso colapsase, con la rebelión de Petrogrado (luego Leningrado, luego San Petersburgo) en febrero, la auténtica revolución rusa, el proceso reformista iniciado por el gran zar Alejandro II –la última ventana de grandeza que le quedará a Rusia–, había conducido a mejoras tan prometedoras como la independencia total y absoluta de las universidades o la eliminación de la servidumbre, en 1861, más de 50 años antes de los hechos con los que todavía muchos asocian este hito (v. capítulos 2 y 3).

Como bien argumenta Pipes, los hechos de Octubre (cap. 11) fueron un golpe de Estado bolchevique contra el Gobierno provisional del irresponsable de Alexánder Kérenski, socialista revolucionario que sólo entendió la complejidad de gobernar cuando ya era demasiado tarde.

El libro explica con todo detalle el modo conspirativo en que los bolcheviques tomaron el poder y el abrumador rechazo que el golpe de Estado de Lenin tuvo entre todas las clases sociales (especialmente, entre trabajadores y campesinos). De ahí la cruenta guerra civil subsiguiente y la maquinaria de terror que tuvieron que poner en marcha los comunistas para ejecutar su programa en el campo (v. capítulo 16).

Pipes establece de forma clara la distinción entre rebelión, proceso espontáneo de derrocamiento de un Gobierno, y revolución, proceso de conquista del poder con un elevado componente teórico y dirigido por una élite (pp. 132-33). Aquí tenemos perfectamente explicados ambos arquetipos: revolución fallida en febrero de 1905 (cap. 1), revolución de febrero 1917 (v. capítulo 8), golpe de Estado bolchevique de octubre del mismo año y guerra civil, que durará hasta 1922-23 y fue muestra inequívoca del amplio rechazo que suscitaban los bolcheviques.

El libro describe sin concesiones a los bolcheviques –unos bestias–, comparables a todos los efectos con lo peor del fascismo y el nazismo. El comunismo, sin embargo, es un ismo que aún sigue siendo contemplado románticamente en ciertos círculos intelectuales o juveniles, de ahí que no esté ni mucho menos tan estigmatizado como lo están los otros dos.

Gracias a películas tan extraordinarias como la La lista de Schlinder, por poner solo un ejemplo, el nazismo se ha situado en el imaginario colectivo en el lugar ignominioso que le corresponde. Hacer un comentario, ya no favorable, únicamente jocoso sobre el régimen nazi en una cena de trabajo, por ejemplo, se hace impensable y tiene un coste social elevado. No es el caso del régimen instaurado por Lenin y Stalin, pese a estar en el mismo nivel moral.

Desmontando el mito de Lenin

La consolidación del mito bolchevique no se debe a falta de bibliografía tremendamente explícita en la descripción de los crímenes cometidos tanto por Lenin como Stalin: ahí está El libro negro del comunismo. Sino a lo referido en el párrafo anterior. Por otro lado, todavía persiste una dicotomía romántica por la cual Lenin fue un líder bueno, utópico, que soñó con un mundo mejor para todos, y un Stalin que echó todo a perder. Nada más lejos de la realidad.

Pipes, que tiene una biografía completa de Lenin, da cuenta de un líder con escasa preparación intelectual, hijo de una familia acomodada del régimen, frustrado y de escaso talento o brillantez (v. capítulo 9).Un personaje vil, desposeído de empatía, frío y de un polilogismo fanático. Despojado de cualquier escrúpulo moral, en su trayectoria como político dio numerosas muestras de gran crueldad y cobardía (p. 379), y sus referentes fueron los líderes del Terror de la Revolución Francesa, como Robespierre. Desde el principio, buscó la conquista del poder a toda costa.

Condena sin paliativos

El gran mensaje de la obra es una condena total del régimen bolchevique en base a una lectura moral de los resultados del "asalto al cielo" de Lenin y compañía. El régimen bolchevique, como el resto de empresas comunistas, violó el principio moral por el cual las personas tienen que ser tratadas como fines en sí mismas, no como medios instrumentales para la conquista y mantenimiento del poder. De ahí la frase citada en el frontispicio de esta reseña, del propio Pipes.

Hay libros que pueden llegar agotar un género. Este de Pipes casi lo consigue sobre un tema que por otro lado resulta inconmensurable.

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