("¿Qué puede el hombre contra la locura de todos?" Luis Cernuda).
Hace ya más de una década di a la imprenta el ensayo titulado Desertores. La Guerra Civil que nadie quiere contar. Se trataba de la primera monografía dedicada al fenómeno de la deserción en nuestra contienda fratricida, tanto de los que huían de los frentes de batalla como de los que escapaban del llamamiento a filas.
Que en el vasto océano editorial a que ha dado lugar el conflicto de 1936-1939 nunca se hubiera tratado a fondo un aspecto tan propio de todas las guerras como es la deserción indica claramente hasta qué punto sigue pesando la propaganda de ambos bandos sobre nuestra forma de recordar y enjuiciar la Guerra Civil.
Afortunadamente, he tenido la oportunidad de ofrecer de nuevo al lector la versión condensada de un libro que me descubrió, a medida que fui avanzado en la investigación, una visión insólita de la Guerra Civil. Una visión que contradice la imagen de la movilización entusiasta de los españoles en la contienda y pone en cuestión el relato heroico difundido desde entonces.
Este libro confirma que ni hubo tanta movilización, ni fue tan entusiasta. Por eso, los incansables aparatos de propaganda de los contendientes generaron, desde las primeras semanas del conflicto, infinitos eslóganes para demostrar su superioridad respecto del contrario en el número, compromiso y belicosidad de sus incondicionales. Pero aquellos eslóganes no fueron más que eso: propaganda.
Como ha señalado el historiador Michael Seidman, "en ninguna de las dos zonas las "masas" iban voluntariamente a luchar". Otro estudioso, Michael Alpert, ha incidido en la misma idea: "Las Milicias no pueden ser descritas como 'la nación en armas'".
A pesar de la polarización ideológica, la fractura social y el deterioro imparable de la convivencia política que fueron allanando el camino al enfrentamiento fratricida, a la hora de la verdad la inmensa mayoría de los españoles rehusó participar de forma voluntaria en la Guerra Civil.
Ahí están para corroborarlo los datos aportados por el propio Seidman: en el otoño de 1936, los voluntarios en armas en la zona gubernamental no superaban los 120.000, mientras que en la sublevada no pasaban de los 100.000. Datos que hoy siguen siendo aceptados por los más recientes estudios de la movilización en la guerra, como el del historiador James Matthews. Cifras realmente exiguas si se tiene en cuenta que España tenía entonces una población cercana a los 24 millones de personas.
Por esta razón, los dos bandos hubieron de recurrir desde las primeras semanas del conflicto a la recluta forzosa para nutrir sus ejércitos. Los gobiernos de la República movilizaron a lo largo de toda la guerra un total de 26 reemplazos, los incluidos entre 1915 y 1941, desde mozos de dieciocho años a reservistas de cuarenta y cuatro. El bando franquista llamó a filas durante toda la contienda a 15 reemplazos, los comprendidos entre 1927 y 1941, es decir, reclutas entre los dieciocho y los treinta y tres años.
Los efectivos potenciales que representaban todos estos llamamientos a filas sumaban 5.000.000 de hombres. Sin embargo, ambos ejércitos solo sumaron cerca de 2.500.000 en toda la contienda. Lo que significa que una cifra similar se las ingenió de todas las formas posibles para evitar la marcha al frente. Es decir, uno de cada dos individuos en edad de ir a filas evitó su incorporación a la lucha fratricida, lo que he llamado el "ejército invisible" de la Guerra Civil.
Como afirmó un testigo de excepción de nuestra contienda, el periodista norteamericano Herbert Matthews, la guerra se mantuvo por el esfuerzo de apenas un 10 por ciento de la población en cada bando. La mayor parte de los españoles se resignó al papel que le tocó en suerte o, mejor dicho, en desgracia, en aquel sangriento conflicto civil. Y es que el factor clave que determinó la adscripción a uno y otro bando fue la cuestión geográfica. Esto significa, lisa y llanamente, que la inmensa mayoría de los españoles no tuvo libertad para elegir bando. Sin embargo, esto no es obstáculo para que algunos sigan todavía pensando que un campesino pobre, sin ideas políticas, reclutado por Franco, será siempre un fascista, mientras que otro campesino pobre, sin ideas políticas, reclutado por Azaña, será siempre un antifascista.
La consecuencia de la lealtad geográfica es que soldados de izquierdas reclutados en el Ejército franquista tuvieron que combatir contra soldados de derechas enfilados en el Ejército Popular. Además, por razones obvias, el soldado de ideas contrarias al bando que le había reclutado solía conducirse con tanta o mayor lealtad que el más entusiasta de los combatientes afines.
Esta realidad de la guerra ha quedado oculta también por las visiones más simplistas, incapaces de asumir que la verdadera medida del desastre fratricida fue el que se convirtiera desde el primer momento en una guerra de todos contra todos, sin que importara en la mayoría de los casos lo que unos y otros hubieran pensado o creído antes.
Enviados al combate sin apenas instrucción y en su inmensa mayoría indiferentes a las causas por las que tenían que jugarse la vida, la historia de los soldados de leva de nuestra Guerra Civil ha escondido hechos que parecen inverosímiles como, por ejemplo, que en algunas unidades las bajas producidas por las propias fuerzas al disparar a quienes intentaban desertar fueran más numerosas que las hechas por el enemigo. O ha silenciado las experiencias de los españoles que padecieron no una, sino dos guerras civiles: la que protagonizaron al ser reclutados por un bando y la que vivieron después al ser hechos prisioneros y vueltos a enviar al frente por el contrario. Sin olvidar la dramática vivencia de los combatientes que luchaban en las trincheras por la misma causa en cuyo nombre eran asesinados sus familiares en retaguardia, ni la realidad de los hombres ejecutados por automutilación, práctica tan habitual que se la llegó a denominar "heridas contagiosas".
Este libro describe esas mil y una guerras civiles desconocidas hasta ahora y revela una de las últimas caras ocultas del conflicto: la protagonizada por quienes decidieron dar la espalda a la lucha fratricida a sabiendas de los grandes riesgos que corrían ellos y sus familias. Porque los desertores, españoles entre dos fuegos, fueron el gran enemigo común de ambos bandos. La represión de ambos ejércitos contra los españoles que no quisieron la guerra representa uno de los frentes más despiadados del conflicto, porque muchas veces se produjo simultáneamente en dos escenarios: el castigo contra el desertor en el propio campo de batalla y las duras y a veces cruentas represalias contra sus allegados en la retaguardia.
Además, ambos bandos pusieron en marcha medidas de todo tipo, algunas muy extremas, para asegurarse la lealtad y obediencia de los centenares de miles de hombres que reclutaron a la fuerza. El espionaje dentro de las propias filas y la eliminación física de quienes fueran acusados de infundir el desánimo, a veces solo por quejarse de la mala comida, estuvieron a la orden del día en las unidades de ambos bandos.
Como decía Edward Gibbon de la disciplina en las legiones romanas, los ejércitos republicano y franquista acabaron consiguiendo que sus soldados temieran más a su bando que al enemigo. Fue la única manera de contrarrestar la desafección de sus combatientes ante los horrores del combate o frente a las miserables condiciones de la vida en las trincheras, con su rosario de hambre, frío y enfermedades.
De esa cara oculta de la Guerra Civil emergen en este libro los españoles que desertaron de primera línea, los combatientes que se disparaban a sí mismos para ser evacuados del frente y los prófugos de la llamada a filas, además de los falsos enfermos y los enchufados de retaguardia que pretendieron eludir la incorporación a los dos ejércitos.
Los españoles que protagonizan estas páginas escribieron otra historia de la guerra de España, a contracorriente de los relatos más conocidos y de los tópicos más extendidos. Aunque nunca sean considerados héroes, protagonizaron actos de valentía incuestionables. Aunque nunca sean considerados leales, hicieron gala de una extrema lealtad a sí mismos y a los suyos, por encima de amenazas, castigos y peligros.
El objetivo buscado en este libro, que es concentrarse en la deserción de los españoles, me ha llevado a descartar las páginas dedicadas a los fugitivos extranjeros de los que hablé en la primera edición. A las decenas de miles de españoles que desertaron, se sumaron combatientes de las Brigadas Internacionales que, decepcionados o afectados por el horror de la guerra, intentaron volver a sus países sorteando el castigo, a veces cruento, de sus mandos y comisarios. No faltaron tampoco las deserciones entre los integrantes del cuerpo expedicionario italiano, ni entre las unidades marroquíes que trajo Franco del protectorado norteafricano.
Las páginas que siguen no son un tratado político, ni social ni bélico de la contienda española. Son, por encima de todo, la crónica humana de un fenómeno con todas sus complejidades y derivaciones. Un fenómeno que nos puede ayudar a asumir de una vez por todas, más allá del mito y la propaganda, que cientos de miles de compatriotas se vieron involucrados en el drama de la guerra por la única razón de tener la edad de ser llamados a filas. Muchos lo hicieron sin que sintieran como suyas ninguna de las causas contendientes, y otros, aunque las sentían, nunca aceptaron que las armas acabaran siendo el único argumento para sostener sus postulados.
Las vivencias de los españoles que evitaron su incorporación a filas o huyeron de los frentes de batalla, habían quedado atrapadas al otro lado del espejo de nuestra mayor tragedia histórica. Con este libro, el lector podrá cruzar a ese lado para ir en busca de la Guerra Civil que nunca le habían contado y derribar muchos de los dogmas supuestamente inatacables sobre el conflicto que se nos han impuesto durante décadas.
NOTA: Este texto es una versión editada de la introducción a Desertores. Los españoles que no quisieron la Guerra Civil, que acaba de publicar la editorial Almuzara.
Pinche aquí para escuchar la entrevista de Mario Noya a Pedro Corral en LD Libros.