Sin que el Presupuesto para 2017, aprobado tras las clásicas cesiones ante el chantaje desnacionalizador, tenga habilitada una partida destinada al efecto, el pleno del Congreso aprobó recientemente la exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos. Hasta que la ceremonia se consume, la sesión, amparada en la zapateril Ley de Memoria Histórica no derogada por el Partido Popular, obtuvo uno de sus principales objetivos, el aislamiento de un PP que, opuesto en principio, se abstuvo después. La iniciativa se encuadra dentro de una estrategia de marcado iconoclasmo cuyo fin último es la realización de una verdadera damnatio memoriae. No obstante, mientras placas y cruces son eliminadas, la España que se fue larvando durante el tardofranquismo prosigue desarrollando su ortograma, basado en el papanatismo europeísta y un indigenismo de consumo interno que eleva artificiosas fronteras y encapsula bolsas poblacionales bajo el yugo de las señas de identidad. En tal contexto, el franquismo, visto bajo el prisma del fundamentalismo democrático, queda simplificado como una dictadura atroz. Una época dominada por el puño de hierro de un militar que murió sin ser derrocado por el pueblo oprimido, circunstancia que debería hacer reflexionar sobre el papel desarrollado por tal pueblo durante casi cuatro décadas.
Frente a la visión descrita, de marcado maniqueísmo, transcurrido un tiempo histórico similar al del propio régimen, van a apareciendo estudios que miran más allá de los tres clásicos poderes –ejecutivo, legislativo y judicial– para adentrarse, nunca mejor dicho, pues nos disponemos a hablar del territorio, en otras áreas del poder no menos trascendentales. La capa basal de las sociedades políticas, es decir, allí de donde residen las energías y recursos que las mantienen y las hacen viables. Ese es sin duda el terreno que ha roturado con acierto Lino Camprubí Bueno en su reciente libro Los ingenieros de Franco. Ciencia, catolicismo y Guerra Fría en el Estado franquista (Ed. Crítica, Madrid 2017).
Un libro que defiende una tesis indigerible en determinados ambientes fuertemente ideologizados: que el franquismo no se limitó a tener a un conjunto de ingenieros, investigadores y científicos al servicio de yugos, flechas y crucifijos, sino que tal contingente de personas, aglutinadas alrededor de una serie de instituciones, fue constitutivo, artífice de un modelo político que debía enfrentarse a la reconstrucción de una nación devastada por la guerra y al establecimiento de relaciones con las naciones no comunistas bajo la atmósfera nuclear de la Guerra Fría. Esta es, pues, la tesis fuerte de una obra que debe enfrentarse a conceptos como el de autarquía –conectado a la industrializadora figura de Maeztu, pero también a la del padre Pérez del Pulgar– o el de tecnocracia –comúnmente tenida como neutra–. En definitiva, el libro contribuye a demoler la habitual imagen fija y monolítica del franquismo, encubridora de una realidad marcada por la presencia de grupos enfrentados entre sí. Al cabo, tal periodo histórico, tan afecto al esencialismo, sólo pudo sobrevivir gracias a su constante transformación.
Los ingenieros de Franco, tras contextualizar la época a la que se enfrenta, analiza las conexiones entre laboratorios e Iglesia dentro de una España gobernada por quien aureolaba su efigie con el lema "Caudillo por la Gracia de Dios". Tal circunstancia, que invita a extraer la consecuencia negrolegendaria de la imposibilidad del desarrollo de las ciencias en semejante contexto, no impidió que fueran gentes del Opus Dei quienes erigieran una particular ciudadela: el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Tratando al respecto de las transformaciones del territorio, Camprubí presta especial atención al material que protagonizó una época de enormes construcciones: el cemento al que consagraron sus investigaciones los Caballeros del Dodecaedro, el grupo que, capitaneado por Eduardo Torroja, trabajaba junto a las geométricas formas del silo del Instituto Técnico de la Construcción y del Cemento, tan involucrados en la economía política que permitió la construcción de numerosos asentamientos de posguerra, pero también la de un amplio conjunto de actuaciones cerradas por las presas que sirvieron para trazar la caricatura de Paco el Rana. No descuida la obra asuntos tan sensibles como los relacionados con las energías –carbón, petróleo, nuclear–, ni conflictos tan importantes durante el franquismo como los referentes al Sáhara Occidental o al Peñón de Gibraltar. En ambos casos el autor ofrece claves a menudo no detectadas, la de los fosfatos en el primer caso y la de la oceanografía militar en el segundo. El libro rastrea también la transformación de un espacio cinegético aristocrático como Doñana en un paisaje emblemático de la nueva visión, la medioambiental, que se arroja sobre los espacios llamados naturales.
Queremos cerrar este sucinto comentario refiriéndonos a la página 133 de la obra de Camprubí. En ella figura una poderosa y simbólica fotografía: la de un arca repleta de arroz, el "arroz de la Victoria". Tras los vidrios de la caja puede verse el cereal, tan frecuente en la iconografía de la época. El arroz allí contenido atesoraba el componente heroico de haberse recolectado en el Levante rojo, "bajo las bombas enemigas para gloria de España". Sería precisamente ese arroz el que serviría para desarrollar el programa de selección de semillas que configuraron las actuales marismas del Guadalquivir. Hoy en paradero ignorado, el arca, cuya estructura incorpora el escudo de España con el águila de San Juan, los lemas Plus Ultra, Una, Grande, Libre y el clásico Victor, constituiría un ansiado fetiche tanto para los nostálgicos como para los rigoristas de la Memoria Histórica, que acaso se aprestarían a destruir tan exaltador receptáculo.
Frente a una interpretación de la Historia marcada exclusivamente por la fuerza de las ideologías, aquella ligada al animal fanatismo del requeté recién comulgado, el arca, no obstante su evidente simbolismo, ofrece una vía de marcado realismo, aquella que conecta a la acción política con el territorio que la hace posible.