El privilegio catalán
Las manifestaciones de odio a España en territorio catalán siguen creciendo, acaso porque, como bien supo ver Quevedo, la nuevamente rebelde Cataluña no lo es, al menos no en exclusiva, ni por el güevo ni por el fuero.
El mes de septiembre, cuyo final dará paso a ese primero de octubre en el que las sectas catalanistas, imbuidas del fundamentalismo democrático envolvente, pretenden dar cauce a su hispanofobia mediante una votación que no es sino un subterfugio para la secesión, ha dejado varias publicaciones que analizan diversos aspectos históricos cuyo conocimiento es necesario para entender cómo se ha llegado a la actual situación. A esa crisis nacional que tiene como protagonista a Cataluña.
Mientras en la calle y en los medios se libra la batalla de la propaganda y la agitación, el final del verano ha hecho coincidir varios trabajos: el nuevo libro de Jesús Laínz, El privilegio catalán (Encuentro); una columna de Juan Velarde publicada en ABC, "Raíces del problema catalán", y el libro colectivo Negreros y esclavos: Barcelona y la esclavitud atlántica (siglos XVI-XIX) (Icaria), con Lizbeth J. Chaviano Pérez y Martín Rodrigo y Alharilla como editores. En los tres textos se hace hincapié en la dimensión económica que ha tenido el catalanismo, cuyo despegue va comúnmente ligado a la pérdida de las provincias de Ultramar, es decir, a la clausura de unos mercados blindados para el comercio catalán gracias a una política arancelaria a la que contribuyeron sus organizaciones mercantiles y una importante presencia catalana en los Gobiernos –ahora llamados Madrid– que impulsaron tales medidas.
Las obras mencionadas, pese a que Laínz se ocupa también del inicio de la expansión española en América, coinciden en señalar al siglo XVIII, con su cambio dinástico, como el punto de inflexión de una economía, la catalana, que se vio favorecida con la borbónica apertura portuaria, que fortaleció enormemente a Barcelona, ciudad que canalizó el flujo mercantil e industrial catalán. Velarde señala además una circunstancia que suele pasar inadvertida, especialmente para aquellos que presentan la Guerra de Sucesión como un enfrentamiento entre Cataluña y España. Tan falsaria interpretación de una guerra que fue civil, dinástica y europea a la vez, encubre la realidad de la Cataluña de principios del XVIII, que se debatía, según comarcas y grupos ideológicos, entre Carlos y Felipe, entre Austrias y Borbones. Teniendo esto muy presente, Velarde se adentra en el siglo XIX para afirmar, recordando que toda economía es política:
Se amplió esta base industrial en el XIX, por el impulso recibido, gracias al proteccionismo textil, para liquidar la base carlista muy fuerte que existía en la región, durante las guerras civiles desde Isabel II a Alfonso XII.
La alusión a los carlistas nos conduce necesariamente a sus antagonistas, los liberales, en sus diversas modulaciones. Un liberalismo que tenía, además de la operatividad política señalada por Velarde, una dimensión mercantil unida al aumento de las rutas y de la circulación de mercancías. Un tráfago que dejó arrumbada la pequeña industria de hilaturas y paños clásicos frente a la pujanza que ofrecían otras materias, como el algodón o la caña de azúcar. El XVIII vio crecer la industria algodonera en detrimento de, por ejemplo, el lino, tan importante en un siglo de esplendor gallego al que sucedió una etapa de decadencia y éxodo. La reordenación económica del Imperio español, especialmente de la actividad que se asentaba en las Antillas, exigía también la llegada de una mercancía envuelta en la sordidez de sus beneficiarios, los negreros, que consignaban en su contabilidad los dividendos arrojados por la venta de bultos, de negros bozales, de esclavos, en definitiva. Es a este incómodo colectivo, voluntariamente olvidado por determinada historiografía, al que se consagra la tercera de las obras citadas, que desgrana sonoros apellidos de la burguesía catalana, antepasados de muchos de los hombres que hoy siguen marcando la actualidad política y económica de una región favorecida por el proteccionismo, al que Laínz dedica numerosas páginas. Vinculados al esclavismo, linajes como Vidal-Quadras, Mas, Maristany, Benet y Adroher conviven con familias asentadas en los principales puertos peninsulares del dieciocho español, e incluso con regias figuras como la de la reina madre María Cristina de Borbón.
No se trata, y así lo subrayan sus autores, de afirmar que la prodigiosa ciudad de Barcelona alcanzara su vigor económico únicamente gracias a los elevados beneficios que arrojaba la, por otra parte, peligrosa trata de humanos, pero no es menos cierto que muchos de los prohombres de las altas esferas catalanas debieron parte de su éxito, económico y social, a tan vergonzosa práctica. Hasta tal punto este mercado humano fue copado por españoles nacidos en Cataluña que la palabra catalán, así lo afirma el historiador alemán Michael Zeuske en Negreros y esclavos…, era a menudo en Cuba sinónimo de negrero. Desaparecida de las Antillas en 1886, la esclavitud dejó importantes dividendos y, probablemente, una sensibilidad racial que, en sintonía con los vientos ideológicos de la época, nos podría conducir a las teorías frenológicas del Dr. Robert, de quien se ocupara largamente Francisco Caja en su La raza catalana.
Encabezábamos este escrito con el título escogido por el historiador montañés para su más reciente obra. En efecto, de privilegios que atravesaron el XIX, el XX, incluyendo el periodo franquista y su transformación en democracia coronada, e incluso el XXI, se ha nutrido el catalanismo, que esgrimió hasta hace escasas fechas el lema "España nos roba", desmentido por clanes familiares en cuya vanguardia se sitúa el de los Pujol. Sin embargo, desactivada esta coartada, las manifestaciones de odio a España en territorio catalán siguen creciendo, acaso porque, como bien supo ver Quevedo, la nuevamente rebelde Cataluña no lo es, al menos no en exclusiva, ni por el güevo ni por el fuero.
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