En una conversación que Marcel Gauchet mantuvo con Emmanuel Macron antes de llegar este a la Presidencia, el pensador sostuvo una paradoja. La sociedad francesa es capaz, como pocas, de articular con brillantez análisis, o diagnósticos, de su propia realidad, pero luego no consigue llevar a la práctica la reflexión.
La observación de Gauchet no iba sin intención, porque ya por entonces –y mucho antes– Macron se perfilaba como el candidato ideal para acabar con esta singularidad francesa. Macron, efectivamente, y a diferencia de todos sus predecesores, incluidos Mitterrand y Pompidou, autor de una antología de la poesía de su país, tiene una trayectoria intelectual propia y original. No consiguió entrar en la École Normale Supérieure, semillero de las elites políticas francesas, aunque pasó por otras grandes escuelas, estudios que compatibilizó con los de Filosofía en Nanterre, la universidad de la contestación antiautoritaria sesentayochista. Fue allí donde conoció a Paul Ricoeur, del que se proclamaría discípulo habiendo contribuido a la edición de su monumental La memoria, la historia, el olvido. Así fue como se integró en la redacción de la revista Esprit, de inspiración cristiana, donde publicó uno de sus textos más conocidos, y más interesantes, titulado "Les labyrinthes du politique" ("Los laberintos de lo político").
Como era de esperar, no ha faltado quien ha venido acusando a Macron de frivolidad y de oportunismo, como si las referencias intelectuales que exhibe repetidamente en su vida pública fueran un simple barniz. Brice Couturier no está de acuerdo, e intenta demostrar el bagaje intelectual del nuevo presidente en su Macron, un président philosophe, un libro entre ensayístico y apologético que desgrana las alusiones, las citas explícitas y la investigación en la genealogía intelectual, y llegado el caso filosófica, de algunas de sus principales posiciones.
El liberalismo de izquierdas de Macron, tan característico del nuevo paisaje político, encuentra sus raíces tanto en Amartya Sen (poco citado por el presidente) como en Rawls, por la consideración de la sociedad civil como una realidad conflictiva; pero también en una tradición propiamente francesa que se remonta al club de los Feuillants, opuesto a los jacobinos y liquidado bajo el Terror, y sigue por León Bourgeois y su solidarismo, el radicalismo de Alain y la reflexión antitotalitaria de Raymond Aron.
Macron prefiere las redes a las jerarquías, y la meritocracia a las elites corporativas, algo que traduce en su demolición de los partidos tradicionales y en la incorporación de profesionales, y no de funcionarios, a las filas de su proyecto, En Marche, que replica las iniciales de su nombre: también él ha querido ser un outsider, alejado de las oligarquías y la casta. En parte, todo esto viene, según Couturier, del legado del muy optimista Saint-Simon. Y en vez de Keynes, Couturier encuentra la clave de su posición en Schumpeter, quien nunca vio en las crisis el final del capitalismo.
Para volver a Paul Ricoeur, este parece haberle servido a Macron para librarse del hegelianismo que le pudo infundir Étienne Balibar, que le dirigió un trabajo universitario sobre Maquiavelo. De Ricoeur, Macron hereda también una sensibilidad particular hacia la política en el largo plazo, liberada en la medida de lo posible de la servidumbre de la actualidad. Es fundamental aquí el trabajo de la historia y de la memoria, o mejor dicho las diversas memorias que conviven y se contraponen en una sociedad como la francesa, desde la narrativa crítica con la nación propia de la izquierda, hasta la exaltación de la identidad propia de la derecha. Macron, de hecho, es un especialista en la compatibilización de posiciones contradictorias, hasta el punto de rozar la inconsistencia y el oportunismo. (Su libro manifiesto, titulado Révolution, exhibe en la portada una consigna: "Reconciliar Francia"). Y si Ricoeur preconizó la reconciliación, Macron habría recogido su sugerencia en su obsesión por la nación, por el legado nacional, el amor a Francia y, también, el cultivo de la imagen y la función presidencial, que le lleva a actualizar y cumplir con ritos que sitúan lo personal en una dimensión ciudadana casi religiosa.
Muy lejos de la imagen del gestor más o menos tecnócrata, Couturier se esfuerza por situar al presidente en una tradición intelectual meditada, destinada a poner en escena una idea de Francia en respuesta a un momento de crisis. Otro tanto ocurre con Putin, tal y como refleja otro libro, esta vez el Michel Eltchaninoff, En la cabeza de Vladimir Putin. El autor nos invita, como ocurre en el caso del libro dedicado al francés, a repasar las referencias intelectuales y filosóficas del nuevo zar ruso. Si en Macron toda la reflexión está dirigida a la acción política, en Putin es la acción política en sí misma la que aprovecha la reflexión intelectual. Así ha ocurrido desde sus primeros años en el poder, cuando jugó la carta, sobre todo ante los países europeos, de un cierto liberalismo, hasta la actualidad, en la que predomina un conservadurismo de raíz contrarrevolucionaria.
El mismo Putin que hace unos años manifestaba su alejamiento del comunismo y el legado soviético hoy reivindica parte de ese mismo legado en nombre del patriotismo y la tradición nacional. En esto, Putin adelanta incluso a Macron, que parecía el mayor experto en reconciliar elementos irreconciliables.
Aun así, tampoco aquí la evolución y la fusión de conceptos contradictorios hacen de Putin un simple oportunista. El fondo, en este caso, no una reflexión filosófica, sino, más aún que en Macron, un motivo obsesivo: Rusia, su naturaleza, su identidad, su cultura, su grandeza y su posición en el mundo. Es eso lo que unifica la trayectoria de Putin, desde las simpatías por la Rusia blanca a la que le invita la lectura de Ivan Ilyne, que exalta al mismo tiempo los tiempos monárquicos y un sistema político –una democracia– de la calidad, la responsabilidad y el servicio, que parece un programa político para Putin, al giro conservador que le llevó a considerar a Rusia, no muchos años después, un país singular, tan excepcional como Francia, pero comprometido con la supervivencia de un orden cristiano, donde la familia ocupa un lugar central y no se ha demolido lo que –desde esta perspectiva– daba vida a una sociedad humana.
La tradición de la que se nutren estas posiciones, y la propia evolución de Putin, está enraizada en la cultura rusa, desde Dostoievski hasta Berdiaev y Solzhenitsin. A diferencia del autor del Président philosophe, el de la En la cabeza de Vladimir Putin se esfuerza en rescatar a estos grandes autores de un proyecto político que desaprueba. Es un gesto innecesario y algo ingenuo. Mejor resulta el análisis final acerca de la ideología, o la filosofía, que sustenta el nuevo imperio ruso. Descartados, aunque no en su totalidad, la vuelta al comunismo y el repliegue en la ortodoxia, así como el paneslavismo, emerge la Unión Euroasiática. No es sólo un concepto geográfico, ni una réplica original a la Unión Europea. Es también una idea de aquello que conforma lo propiamente ruso, capaz de sintetizar toda una larga reflexión en una propuesta política y estratégica.
Putin y Macron tienen poco que ver. No así Francia y Rusia, como supo poner en escena Macron con la recepción al presidente ruso en Versalles. Los une, eso sí, una consideración original de sus propios países y una conciencia reforzada de un significado propio, algo parecido a una vocación. Dos líderes muy distintos se esfuerzan por llenar de sentido la acción política en un momento en el que la realidad aparece cada vez más global y fragmentada, más difícil de entender, más confusa.
Brice Couturier. Macron, un président philosophe. L’Observatoire, 2017 // Michel Etchaninoff. En la cabeza de Vladimir Putin. Librooks, 2016