Los occidentales llevamos mucho tiempo prediciendo que nos espera un destino fatal. Desde ese famoso libro de Oswald Spengler (escrito antes de la Segunda Guerra Mundial y mucho antes de la revolución tecnológica de la segunda mitad del siglo XX), pensamos constantemente que, al igual que sucedió en su día con otras civilizaciones e imperios, Occidente está ya inmerso en el proceso por el que terminará diluyéndose o, mucho peor, colapsando.
En su nuevo libro, El destino de Occidente (The Economist Books, 2017), Bill Emmott, exdirector de The Economist, intenta vislumbrar cuál debe ser el rumbo que debe adoptar Occidente para prosperar y no desaparecer. La cuestión crucial, destaca Emmott con trazo grueso, es que el ataque más importante viene desde dentro, de los propios occidentales, y no desde fuera.
Ciertamente, hace ya un tiempo que Occidente perdió su propia narrativa. Extrañamos voces potentes y autorizadas que reivindiquen todo lo positivo que Occidente ha traído al mundo, cómo ha mejorado y dignificado la vida de millones de personas, y por eso merece la pena ser defendido. "Fue cuando comenzaron a dudar de ello que su Imperio se hizo añicos y el caput mundi convirtióse en colonia", escribió Indro Montanelli sobre la caída de Roma.
En la política, la cultura, la economía, la moda o el pensamiento, el cuestionamiento de los cimientos de Occidente es constante. En todos estos ámbitos, unidos por vasos comunicantes, encontramos a individuos y grupos organizados que tienen como agenda la subversión del orden, los principios y las reglas de juego occidentales. Reniegan de lo que supone Occidente, lo deslegitiman, lo ridiculizan e intentan marginar su defensa. Las virtudes de Occidente no tienen reclamo artístico y sus logros son infravalorados una y otra vez.
Ninguna otra civilización se ha acercado a los éxitos de Occidente, pero parece importarnos poco. La fascinación de las nuevas generaciones no se dirige hacia su propio sistema, el más próspero, el más seguro, el más justo y el más igualitario de los que han existido, sino hacia sociedades atrasadas, jerarquizadas, desiguales e inseguras. Aunque intenten convencernos de lo contrario, no hay nada malo en decir que la democracia liberal es mejor que el modo de organización sociopolítico de la tribu Korowai de Papúa Nueva Guinea, que el capitalismo de Estado chino o que el califato islámico.
Sin embargo, Emmott no apunta como responsables a estos detractores, sino a quienes los han provocado: acusa a grupos de interés y a grandes corporaciones, sobre todo bancarias, de haber erosionado los sistemas políticos occidentales en su beneficio y haber provocado así la disfunción actual de las democracias, que pugnan por sobrevivir entre crisis económicas, migratorias y políticas.
Tranquilos, ni Juan Carlos Monedero ni Owen Jones tienen The Fate of the West como libro de cabecera. Acostumbrados como estamos a oír argumentos inamovibles de las dos trincheras en España, podría resultarnos extraño que Emmott defienda el libre mercado, la propiedad privada y la apertura de fronteras y por otro lado critique a grandes corporaciones y descargue abruptamente la culpa de la putrefacción de los sistemas políticos sobre los grandes poderes financieros. Pero es que Emmott no es sectario y, verdaderamente, estos a quienes acusa tienen la responsabilidad principal en lo que ha pasado desde el crack financiero de 2008 hasta hoy. Occupy Wall Street o el 15-M no se entienden sin ellos, con todos los matices que queramos añadir luego.
Para Emmott la estrategia para superar el bache es clara: las democracias liberales occidentales deben recuperar, reivindicar y desarrollar los elementos que las hicieron grandes: la apertura, la igualdad de derechos civiles y la confianza social. A su vez, y aunque insiste en que la crisis generalizada actual es autogenerada y por eso puede autocurarse, señala tres "bárbaros" a las puertas de Occidente: Rusia, China y el yihadismo.
Crítico también con elBrexit y con los EEUU actuales —opina que el sistema norteamericano es disfuncional, y el principal síntoma es la elección de Trump como presidente—, Emmott tiene una prosa fácil y fluida, pero no aporta ninguna gran novedad, ninguna idea deslumbrante, tampoco da una respuesta para entender, de una vez por todas, por qué los occidentales estamos empeñados en destruirnos. Además, le ha faltado examinar más a fondo uno de los desafíos más potentes que ha de afrontar Occidente: la automatización del trabajo. Una revolución que sí puede cambiar los cimientos de las democracias liberales.
Las ideas que expone Emmott ya han sido previamente –y mejor– explicadas en otros libros, como el imprescindible El suicidio de Occidente (Continnum, 2006) de Richard Koch y Lord Chris Smith. Koch y Smith, también británicos, ya advertían de que la crisis de Occidente es interna y resumían sin atajos el fenómeno: "Muchos occidentales son perversamente reacios a reconocer las virtudes sin precedentes de la sociedad liberal occidental: el mayor enemigo del liberalismo es el liberalismo".
Que Emmott no sea original no significa que no tenga razón en sus planteamientos. Quizás se ensaña demasiado con el sector financiero, pero no podemos evitar una sonrisa, o un lamento, cuando nos cuenta lo que dijo Paul Volcker, director de la Reserva Federal durante los mandatos de Jimmy Carter y Ronald Reagan, sobre las virtudes de los poderes financieros: "La última innovación financiera útil fue el cajero automático".
Tampoco está de más, ya que parece que muchos se han olvidado, que el autor nos recuerde que el imperio de la ley, el orden legal internacional, la apertura y la economía de mercado son principios que benefician y protegen a los países en lugar de dañarlos.
Occidente ha de seguir siendo Occidente. Y no debemos tirar la toalla. Como dice Bruce Johnson, vicepresidente de la Brookings Institution, la democracia está lejos de morir… pero es frágil.