En su último libro, Estado de disolución, el profesor Elio Gallego expone una tesis original. Existe un cierto consenso acerca de que los tres grandes profetas de nuestro tiempo, aquellos que supieron adivinar algunos de los rasgos más característicos de nuestra época, fueron Tocqueville, Nietzsche y Dostoievski. Y no es que Gallego lo niegue, al contrario, pero sí que propone completar esta tríada con un cuarto pensador: ni más ni menos que con el español Juan Donoso Cortés.
De forma muy esquemática, podemos afirmar que Donoso Cortés predijo la transición del liberalismo, que sería derrotado, al socialismo, que se erigiría en la ideología triunfante y hegemónica. Muchos han visto en esta previsión un error de Donoso. ¿No ha caído el socialismo con la caída del Muro de Berlín y el descrédito del socialismo real? ¿No vivimos en regímenes liberales, peor aún, para algunos en pleno neoliberalismo, esa especie de monstruo de contornos difusos con que se espanta a los niños que no quieren irse a la cama?
Gallego argumenta, sólida y extensamente, que, al contrario de lo que las apariencias pudieran sugerir, Donoso acertó plenamente. Aquel liberalismo decimonónico que el pensador y político español aún contempló, en el que se conservaba un cierto equilibrio entre poderes y límites al poder de las masas, sucumbió a lo que el autor define como "voluntarismo democrático de las masas". El periodo de entreguerras enterró los viejos regímenes liberales y se entregó con pasión inusitada a esos líderes "hechos de la misma sustancia que el Pueblo, pertenecientes al Pueblo, nacidos de él y con sus mismos gustos y sentimientos". Pero esta fase también llegaría a su fin, alcanzándose aquello ya previsto por Donoso: un socialismo "centrado exclusivamente en el igualitario goce de los bienes materiales y en el bienestar". Una época narcisista que desembocaría finalmente en el nihilismo, entendido éste como una disolución general de todo vínculo e institución.
En la argumentación de Donoso Cortés, y en la de Elio Gallego, es fundamental la distinción entre comunismo y socialismo, a menudo empleados como sinónimos o, al menos, como versiones de un mismo fenómeno. Para Donoso, el comunismo "procede de las herejías panteístas" y su esencia está en la "confiscación de todas las libertades y de todas las cosas en provecho del Estado". Es una gran fuerza que todo lo absorbe, todo lo centraliza y que "tiende a la completa supresión de la libertad humana y a la expansión gigantesca de la autoridad del Estado".
El socialismo, por el contrario, explica Gallego siguiendo al pensador extremeño,
responde a un ateísmo de inspiración hedonista, y tiene, por ende, un carácter centrífugo y disolvente. Su dogma es la libertad total de las pasiones y su plena satisfacción, por lo que de su acción nace lo opuesto a toda comunidad; nace la atomización más absoluta. La atmósfera del comunismo es una atmósfera todavía prometeica, fáustica e industrial; la del socialismo, en cambio, es báquica, epicúrea y postindustrial.
En el comunismo aún existe cuestión obrera, en el socialismo a se trata solamente de la satisfacción de los deseos materiales de las masas por parte del Estado. Se entiende ahora que el comunismo que cayó entre 1989 y 1991 era el último vestigio de los regímenes voluntaristas de masas que dominaron la vida política en el periodo de entreguerras, y que lo que le sucedió no fue un retorno al viejo liberalismo, sino el triunfo del socialismo encarnado en el Estado del Bienestar, el Estado Socialdemócrata que, citando a Dalmacio Negro, es en cierto modo el Estado Total.
Este Estado socialista (que es el nuestro), señala Gallego, "realiza una verdadera revolución permanente con cada presupuesto anual y aparece como liberador de los vínculos sociales", actúa a través de una Administración que ostenta el poder supremo y promueve activamente y a gran escala una cultura que, en palabras de Marc Fumaroli, "no es sino una variante de la propaganda ideológica". Tres son, en opinión de Gallego, sus rasgos fundamentales: licúa la propiedad privada (aquí cita el autor a Toynbee y su apreciación de que todos los hombres modernos somos proletarios, no por nuestra pobreza, sino "por el convencimiento de sabernos desheredados"), disuelve la familia y pervierte el sentido religioso. Esta perversión adquiere la forma de una pseudorreligiosidad impuesta desde el Estado, una combinación de filantropía, humanitarismo, pacifismo y falso ecologismo que también fue vislumbrada por Donoso cuando escribía:
Mi asombro crece de punto cuando observo que los mismos que afirman la solidaridad humana niegan la familiar... lo cual es afirmar que nada tengo en común con los propios y que todo me es común con los extraños.
¿Cómo no reconocer esta apreciación en cualquiera de las campañas solidarias con las que nos bombardean a diario?
Si algo caracteriza nuestro tiempo es, insiste Gallego en la estela de Donoso, la forma emotiva y pulsional del socialismo, "forma que hace imprescindible el uso y goce inmediato de las cosas (...) el hombre socialista es un consumidor compulsivo del presente. El socialismo no espera el futuro, procura su consumo en el presente a cargo del día de mañana", como por otra parte la ingente deuda del Estado demuestra. Es el Estado socialdemócrata, cada vez más omnipresente, el que vemos que asume la misión de asegurar la satisfacción de aquellas pulsiones y deseos. Acertaba Hayek, y coincidía en esto con Donoso, cuando dedicaba irónicamente su Camino de servidumbre a "los socialistas de todos los partidos". Es este socialismo emotivista el que impone su hegemonía en la actualidad y el que ahora, en una penúltima vuelta de tuerca, asume la ideología de género como la superideología oficial del Estado.
Gallego sale airoso de su reto: la caracterización del socialismo en Donoso, claramente diferenciado respecto del comunismo, arroja una cegadora luz sobre lo que realmente se ha impuesto tras la caída del bloque comunista y eleva a Juan Donoso Cortés al podio de los profetas que supieron vaticinar los aspectos más esenciales de un futuro que es nuestro presente.