No es coincidencia que el siglo XIX haya sido a la vez el del triunfo de las ideas liberales y el de la consolidación del Estado nacional. Las unas y el otro habían llegado a ser por un camino común, que los vinculaba desde los tiempos remotos en que el reino o la república comenzaron a proponerse como lo contrario a ese dominium mundi que durante la Edad Media se habían disputado el Imperio y el Papado. La superación de aquel viejo paradigma supuso una radical transformación en la visión político-territorial del mundo –que se reflejó en el desarrollo del Estado– y, con ella, en la social –plasmada a su vez en la idea de la nación soberana–. Ambas cosas requirieron de un ingente despliegue de creatividad para sentar sus principios fundamentales: en el caso del Estado, la ingeniería constitucional se empleó a fondo en el diseño de las instituciones públicas y en el de su marco jurídico. Pero estaba claro que la nación era mucho más que un aparato para armar y poner en funcionamiento: era algo vivo; algo a lo que se le había reconocido una voluntad y que por lo tanto no podía reducirse a una existencia mecánica, sino que debía orientarse a un fin, a una realización. Para manejar el Estado bastaban los políticos; para guiar a la nación hacían falta los intelectuales.
El contexto del Estado-nación reservó entonces a los intelectuales un lugar fundamental en la vida pública que antes del XIX no se había conocido (se ha dicho que en su historia moderna Europa no había tenido más que dos grandes intelectuales con una influencia comparable a las de los que vinieron después: Erasmo, cuyas ideas se referían al ámbito trasnacional de la cristiandad, y Voltaire, que apuntaló el modelo del despotismo ilustrado). Los intelectuales románticos, llenos de optimismo, se entregaron con pasión a proveer a la sociedad de valores y objetivos con los cuales esa nueva especie, los ciudadanos, pudieran sacar provecho a la facultad que habían ganado de decidir sus propios destinos. El problema fue que a cada nación no le correspondía realizarse aisladamente, sino que debía hacerlo en competencia con todas las demás naciones que también buscaban definir sus propósitos vitales en el contexto de vecindades agresivas, de fronteras difusas, de ambiciones de conquista, de enemistades atávicas, de disputas por la herencia de antiguos imperios o de culturas distintas y deseosas de montar tienda aparte. Así, el trabajo de muchos intelectuales dejó de ser una empresa ética y constructiva y se transformó en un arma para defender las ambiciones del propio país y para justificar la violencia o la opresión contra los demás. Ello marcó, hasta nuestros días, el divorcio entre las ideas liberales y los valores nacionales, cubriendo estos con un tizne totalitario que rehuyen los demócratas.
El resultado es que en la actualidad el Estado es lo que pone en la Constitución y la nación no es, no debe ser nada: individuos, apenas, que sólo se reúnen para votar (aunque, en propiedad, lo que se reúnen son las papeletas en las urnas, y lo que éstas traducen es la acumulación de apoyos individuales en torno a una determinada candidatura). Quizá para algunos países ese descafeinamiento del discurso nacional ha sido el antídoto necesario para bajarles los humos de la xenofobia o de la terrofagia; pero, para el caso de España, no sólo es evidente que no se necesitaba domar las ansias de una bestia sedienta de hegemonía y de imperialismo, sino que, justo al contrario, se trataba de devolver el sentido –en su versión corregida por los valores modernos– a una nación hondamente golpeada, desde hacía varios siglos, por la pérdida de presencia y de reconocimiento en un mundo occidental en el que tuvo otrora tanto y tan decisivo protagonismo.
Para España, esa tarea –la de recuperar el orgullo nacional y el sentimiento de empresa común– no es cuestión de marketing o de pose, sino necesidad apremiante para garantizar su supervivencia como Estado y como sociedad, según se va demostrando no sólo con el virulento rebrote del asunto catalán, sino con otros regionalismos incipientes que amenazan con inflarse. De allí que Fernando García de Cortázar, en una línea muy consecuente con la que desde hace tiempo lleva manteniendo en los periódicos y en sus actuaciones públicas, haya querido hacer recuento de las voces de los intelectuales que, desde distintas posturas ideológicas y militancias políticas, buscaron para España ese sentido colectivo que hoy nadie osa siquiera proponer.
El libro que recoge ese inventario, España, entre la rabia y la idea (Alianza, 2018), es una sólida y completísima obra de historia intelectual que abarca desde Galdós y Menéndez Pelayo hasta el cine de Saura y figuras de la política y las letras de la Transición y los comienzos de la democracia. Se lee, sin embargo, de un tirón, gracias al conocido talento de García de Cortázar para unir el tono conversacional con una elaboración literaria que, lejos de conspirar contra la solvencia historiográfica de lo escrito, convierte la historia en una disciplina total, atenta en fondo y forma a la cultura, al arte, a la poesía.
El libro es, pues, para todos los públicos, pero no sólo por lo accesible de su lenguaje y por la renuncia a la hojarasca de datos y citas excesivos, sino porque no excluye a nadie: por el contrario, sus páginas integran a Azaña y a Ledesma Ramos, a Menéndez Pidal y a Carmen Laforet, a Ortega y a Jorge Semprún, a Andreu Nin y a Dionisio Ridruejo. García de Cortázar los disecciona con grandes dosis de honestidad intelectual, buscando en los aportes de todos aquellos elementos valiosos que tiendan puentes entre los españoles. No son figuras apiladas como las estatuas de un museo de cera, sino que aparecen perfectamente contextualizadas en el complejo y dramático escenario del siglo XX, al que el autor se remite con frecuencia para exorcizar la idea de la excepcionalidad española y para dejar que lleguen también las voces que hablan desde fuera (autores como Bernanos o Simone Weil, sin olvidar tampoco la España del exilio). Ello confiere a estas páginas ese perfume europeísta que nos remite a los grandes paladines contemporáneos de la cultura occidental, de Zweig a Fumaroli. Algo que sólo está al alcance de un historiador que, como García de Cortázar, ha bebido en la tradición de aquella gente culta que leía a Von Ranke, a Curtius, a Le Goff…