Poco más de un mes atrás, de paseo por tierras de Burgos, me detuve a visitar la casa familiar de Santo Domingo de Guzmán en Caleruega –un pueblo que a costa de su ilustre hijo aparece mencionado, ahí es nada, en la Divina Comedia–. Recorriendo el museo y las otras dependencias que la orden dominicana mantiene admirablemente, se refirió la guía al sepulcro en el que está enterrado el padre Alberto Colunga, "que les sonará, de seguro, por la famosa versión de la Biblia". En efecto, la dupla Nácar/Colunga resultaba hasta no hace mucho familiar para las personas con alguna cultura religiosa; pero seguramente sigue habiendo una mayoría de lectores –y especialmente entre las confesiones no católicas de América Latina– que aún asocia la Sagrada Escritura a otros dos estudiosos que vivieron hace ya bastantes siglos: Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera.
En una página autobiográfica, el último de los mencionados contaba lo siguiente:
En el año 1557 acontecieron en Sevilla cosas maravillosas y dignas de perpetua memoria. Y es que, en un monasterio de los más célebres y ricos de Sevilla, llamado San Isidoro, el negocio de la verdadera religión iba tan adelantado y tan a la descubierta, que no pudiendo ya más con buena conciencia estar allí, doce de los frailes, en poco tiempo, se salieron (…) No hubo ninguno de ellos que no pasase grandes trances y peligros. Pero de todos estos peligros los escapó Dios y, con mano potentísima, los trajo a Ginebra.
En efecto, el propio Valera, nacido en 1532 en Fregenal de la Sierra, fue uno de aquellos frailes huidos del monasterio de San Isidoro del Campo en Santiponce (Sevilla), una importante casa de la orden jerónima convertida en panteón familiar por los poderosos Guzmanes, duques de Medina Sidonia. Junto a Valera iba también el otro fraile que había de compartir su suerte editorial: Casiodoro de Reina, cuya talla intelectual y posteriores hazañas en la fe protestante agrandaron su figura hasta considerarlo no sólo un apóstata, sino un auténtico heresiarca –esto es, un líder de primer orden en el movimiento de rebeldía contra Roma–.
Es esta figura tan mal conocida la que sirve de leitmotiv al libro Casiorodo de Reina. Libertad y tolerancia en la Europa del siglo XVI, publicado recientemente por el Centro de Estudios Andaluces. Con él, Doris Moreno, profesora de la Autònoma de Barcelona, ha recuperado la peripecia vital de un español de gran proyección internacional, cuyos méritos como biblista no regateó siquiera Menéndez Pelayo en su reseña de los heterodoxos patrios. La aproximación a Casiodoro sirve además para arrojar luz sobre el controvertido asunto del protestantismo en España, cuyas filiaciones parecen ramificarse hacia diversos fenómenos, movimientos e influencias. La autora sigue la huella de insoslayables conexiones que explican el surgimiento de aquella "iglesia chiquita" entre los muros de San Isidoro; y en esa pesquisa destaca la relación de Reina con predicadores de gran prestigio cercanos al círculo del emperador Carlos V (como Constantino de la Fuente): personajes que, procesados luego por la Inquisición, darían pábulo a una curiosísima leyenda que atribuía al César una secreta conversión al protestantismo de la que habría nacido su decisión de retirarse a Yuste. Felipe II sería el malvado de esta historia: fanático y principal promotor de la persecución inquisitorial, su venganza contra los religiosos afines al padre –cuyo epítome fue supuestamente el proceso contra el obispo Bartolomé de Carranza– formaría parte de una calculada operación para desposeer del poder al sufrido y desengañado monarca.
Lejos de semejante invención, una carta de Carlos V reproducida por Moreno nos muestra que el emperador consideraba intolerable la extensión a España de la revuelta cismática que había convertido sus estados alemanes en un quebradero de cabeza, y más bien animaba a sofocar con más rigor los focos de heterodoxia que se encendían en nuestra península. Pero, como se ha dicho antes, no parece que el protestantismo español pueda equipararse sin más al del resto de Europa: siguiendo las tesis de Bataillon, Moreno muestra que España tuvo una forma propia de reaccionar contra los excesos de Roma, y valora todas aquellas corrientes en las que la tal pudo beber: el alumbradismo, el erasmismo, la philosophia Christi y la devotio moderna, el humanismo cultivado en la Universidad de Alcalá, etc. Incluso el papel de los conversos, que pudieron haber visto en el biblismo y en la recuperación del Antiguo Testamento una forma de reconectar con sus raíces judías.
La aventura de Casiodoro tras escapar del monasterio, de Sevilla y de la hoguera (fue penitenciado en efigie) resulta tan apasionante como el estudio de su conversión y de la revolución silenciosa que germinó en San Isidoro. El encuentro con la Ginebra de Calvino y con su integrismo furioso y asesino (que se había cobrado la vida de Miguel Servet) supuso un brutal desencanto para el conciliador exjerónimo, mucho más cercano a la sensibilidad pacifista de Erasmo. Reina dejó la opresiva Ginebra y, como una especie de prefiguración de Blanco White, acabó acogiéndose a la hospitalidad londinense y ordenándose allí pastor de la iglesia reformada. En tierras inglesas comenzó a preparar su traducción castellana de la Biblia, que se publicaría finalmente en Basilea en 1569 –y que en 1602 sería revisada por Cipriano de Valera–. Con su examen de esta Biblia del Oso –llamada así por el grabado de su portada–, Doris Moreno aporta un capítulo que hasta ahora se echaba de menos en libros como Humanists and Holy Writ, el clásico estudio de Jerry H. Bentley publicado hace ya unos cuantos años.