Novelas para entender Venezuela (1)
No tendría sentido incluir títulos que hoy resultan inaccesibles para el lector español; recurriré, pues, a los pocos que han conseguido subsistir.
En la Venezuela de hoy todo es improvisación y nadie puede caer en la dulce y vulgar rutina de las actividades genéricas –volver con carne de la carnicería; con frutas de la frutería; con medicamentos de la farmacia; pagar la compra y recibir las vueltas; tomar un taxi o un autobús si se quiere llegar a algún sitio. La hiperinflación, la inseguridad y la escasez han liquidado la perspectiva del tiempo, obligando a las personas a hacer continuos equilibrios sobre un presente que de inmediato se les desploma bajo los pies. Semejante manera de vivir es justo lo contrario de esa capacidad que distingue a los clásicos de la literatura para proyectar sobre todas las épocas la constante de una esencia, el inmutable rasgo que se reproduce en una generación y en las siguientes. Más bien, si se trata de entender a la nación secuestrada por el chavismo, lo pertinente parece el trazo periodístico y testimonial de libros como Siete sellos. Crónicas de la Venezuela revolucionaria, compilado por Gisela Kozak y publicado el año pasado en Madrid por la emigrada editorial Kalathos.
Eppur non si muove. Una mirada al canon de las grandes novelas venezolanas muestra que los problemas de la política y la economía en aquel país no han caído del cielo, sino que reflejan, en buena medida, la configuración de una sociedad desequilibrada; el complejo y artificioso encaje de una cosmovisión atávica en los moldes de la modernidad. ¿Cuáles son las obras que ayudan a entender a esa nación de las paradojas; rica y muerta de hambre; mestiza y chovinista; dependiente y autárquica; beata y hereje; despilfarradora y comunista? No tendría sentido incluir aquí títulos que hoy resultan inaccesibles para el lector español; recurriré, pues, a los pocos que han conseguido subsistir en ciertos catálogos, habida cuenta de que la narrativa venezolana –poco dada a lo fantástico y mucho a lo político– no se benefició de las mieles del boom.
La editorial madrileña Drácena, dedicada a la gran tradición de la prosa hispánica–Unamuno, Alfonso Reyes, Mujica Láinez, Icaza–, ha ido recuperando algunas piezas capitales de la obra de Arturo Úslar Pietri (1906-2001), galardonado en 1990 con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Uno de esos libros es La isla de Róbinson, publicado originalmente en 1981. Se trata de una biografía novelada de Simón Rodríguez, tutor y maestro de Simón Bolívar a quien Chávez exaltó como uno de los númenes tutelares de su Revolución bolivariana. Autoproclamado discípulo de Rousseau, y fiel prosélito de las tesis sobre el buen salvaje que le llevaron a asumir el seudónimo de Samuel Robinson (–Crusoe, claro está)–, el personaje recreado por Úslar nos asoma a las ideas de las Luces y a la radicalidad con la que fueron acogidas en Hispanoamérica. Una Hispanoamérica que en cierta forma se creía la señora natural de todas esas expectativas sobre la regeneración de la sociedad humana, puesto que encarnaba, como sus vecinos del Norte (¡ja!), la promesa de lo nuevo, la Utopía que en el Renacimiento encontraba aún demasiado inmaduros a los criollos, pero que en tiempos de la Razón podía ya a aspirar a que ellos la rigieran.
El Simón Rodríguez de la novela es un hombre bueno; entrañable en su testarudez y en su desmesura. Pero su genio disperso e irregular retrata patéticamente las inconsecuencias del discurso utópico, y el gran visionario resulta, como marido y como padre, irresponsable; como ideólogo, incomprensible; como administrador, desastroso. Dos estupendos momentos en el libro son sus encuentros con otros grandes héroes del panteón venezolano: el mariscal Sucre, primer Presidente de Bolivia, Gobernador del Perú y General en Jefe del Ejército de la Gran Colombia; y el inabarcable humanista Andrés Bello, fundamental impulsor de las letras, la legislación, la lingüística y la universidad hispanoamericanas. Ante Sucre llega Róbinson referido por Bolívar, su antiguo discípulo, con el encargo de que se atienda a las revolucionarias ideas del viejo maestro con miras a trazar los programas educativos en las nuevas repúblicas surgidas de la espada del Libertador. Pero, al cabo de varias reuniones con el pedagogo, el mariscal se confiesa incapaz de sacar nada en claro, y poco le falta para declarar abiertamente que tiene a Rodríguez por alguien que ha perdido el juicio. El encuentro con Bello es igualmente la estampa de dos caracteres irreconciliables: el padre de la Gramática para uso de los americanos –y maestro que había sido, también, del joven Bolívar– es al final de sus días un auténtico prócer, que es tanto como decir un hombre de orden; amante y constructor de las instituciones en Chile; deudor del progreso de Occidente en las artes y en las ciencias; pilar de los valores burgueses, del civismo y del mérito académico. Rodríguez es el reverso de todo eso; y así contrasta su imagen harapienta y anárquica con la acomodada figura de Bello, señorón reverendo de despacho y criada.
También ha editado Drácena a comienzos de este año (y con prólogo de Moisés Naím) Oficio de difuntos, publicada por Úslar en 1976. La portada de esta edición revela sin ambages el personaje histórico que en la novela asume el nombre de Aparicio Peláez: el dictador Juan Vicente Gómez, amo omnímodo de Venezuela entre 1908 y 1935. ¿Ayuda esta novela a comprender la Venezuela actual? Evidentemente, resultaría muy difícil analizar el chavismo sin tomar en cuenta el fenómeno del caudillo, reconvertido a su versión partidista durante los años de la democracia venezolana (por ejemplo en la figura de Carlos Andrés Pérez), y restaurado en su forma dictatorial con la llegada de Chávez. Pero lo que Gómez representa en la historia de su patria está a kilómetros luz de la obra de Chávez. El propio Úslar había orbitado en torno al poder gomecista, y a lo largo de toda su vida le reconoció al dictador el papel que desempeñó como cirujano de hierro: pacificando el país; profesionalizando el ejército –ese ejército de valores prusianos que Fidel Castro conseguiría infiltrar décadas más tarde para convertirlo en su brazo proconsular–; saneando la economía; y hasta disponiendo, para después de su muerte, una transición ordenada y gradual, que debía abrir el país al sufragio y a los partidos una vez que se consolidasen las instituciones que habían de sostener –y de contener, en cierto modo– a la democracia.
El plan de Gómez no se cumplió: diez años después de su muerte, los mandos más jóvenes del ejército que él había creado se unieron a los partidos de izquierda revolucionaria y derribaron de un puntapié la puerta de entrada a las instituciones. Venezuela comenzaba a tentar los fantasmas recreados por Úslar en una obra de juventud que aún sigue siendo su novela más famosa: Las lanzas coloradas (1931, y que en España se encuentra, entre otras ediciones, en la perteneciente a la colección Letras Hispánicas de la editorial Cátedra). La obra se remonta a 1814 y al terrible escenario de la Guerra de la Independencia, cuando los intereses de España, enzarzada aquí con Napoleón, fueron representados en Venezuela por un tendero asturiano, arruinado y resentido, que se erigió en jefe de los ejércitos realistas y que arengó tras sí unas feroces montoneras de antiguos esclavos y criados para arrasar las propiedades de los amos blancos que apoyaban la independencia. Bajo el mando de José Tomás Boves –como se llamaba el tal caudillo–, el odio de clase y de raza condujo a una ola de expropiaciones forzosas, de violaciones y de crímenes que fracturaron para siempre la sociedad colonial y que ahondaron en aquellas tierras el abismo de la autodestrucción y del enfrentamiento civil.
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