El protagonista de Un millonario inocente es un joven curioso. Raro, dirían muchos. Alguien con una claridad de ideas impropia de su edad, de cualquier edad, en realidad, que sabe lo que quiere y nada le desvía de sus planes y sus metas. Como suelen serlo estas personas, Mark Niven es un chico solitario y despierto, que apenas pide favores y no tiene el menor interés en los asuntos de otros. Como también suele pasar en gente como él, desea para su vida cosas poco comunes, que la mayoría no querría o no se atreve a perseguir, por el miedo al fracaso o por considerarlas quiméricas.
Mark Niven no pide más que espacio, libertad para hacer lo que le plazca y trabajar en lo que cree. Y, más allá de las sospechas habituales, y de cierta condena social que tampoco es que le importe, se la dan, la libertad. Más que nada porque le consideran un loco sin posibilidades de éxito, al menos según los parámetros del dinero y la fama, los únicos que la mayoría contempla al medir a las personas en el mundo.
El problema es cuando el loco ha demostrado ser el más cuerdo, el más listo y el más ágil, y la consecución de su sueño improbable le ha dado dinero, prestigio y fama. Quienes le ignoraron o despreciaron reparan súbitamente en sus cualidades, le celebran la brillantez y la audacia. El interés no es inocente, claro. Lo único que les impresiona del loco es el dinero que ha conseguido. Quieren para ellos parte del pastel, aunque también hay un elemento de envidia, de envidia en la primera acepción del DRAE ("tristeza o pesar del bien ajeno"). Aunque no nos llevemos nada del botín, maticemos al menos el triunfo absoluto del héroe.
Con los abogados como agentes, la letra pequeña de las leyes y el bien común al que dicen servir estas siempre son los mejores argumentos para el asalto. La burocracia del Estado es el gran aparato que lo ejecuta. Él solo, sin más herramientas que su capacidad y talento y el apoyo de su padre, Mark Niven descubre en medio del mar Caribe un tesoro de hace siglos que, además de colmar su pasión por la historia, le hace millonario y promete financiar de por vida sus aspiraciones de independencia. Pero las cosas no serán tan sencillas, como enseguida le hará saber un funcionario del país en el que ha encontrado el tesoro. El gobierno al que representa no se había molestado en intentar localizar y rescatar el tesoro y dice actuar en nombre de los habitantes de ese país, que no sabían nada del oro y la plata pero habían hecho el mérito de nacer a pocos kilómetros del lugar del hallazgo. Por tanto tienen derecho a una parte sustancial de lo encontrado, y el joven descubridor no tiene más opciones que aceptarlo o perderlo todo.
Mark Niven ya ha asumido el expolio público como inevitable cuando otros carroñeros -de especies distintas pero igual o más duchos en el arte innoble de la política y amparados en el pesado entramado de normas con que la clase burocrática protege su negociado a costa de los que lo nutren- empiezan a descender en círculo para hincarle el diente a su presa.
La falta de dinero y los tiburones, la inmensidad del mar y la profundidad a la que se encontraba el tesoro parecían obstáculos insalvables para que Mark Niven cumpliera su sueño. Su principal enemigo, sin embargo, resulta ser el ejército de oportunistas que vive de desvirtuar, en su beneficio y contra todo sentido ético de la Justicia, la misión original de la ley y el Estado.
Con su habitual habilidad para exponer las más sonrojantes vergüenzas humanas y resaltar al otro lado del espejo los mejores impulsos del hombre, Vizinczey es implacable con los cínicos enemigos de Mark Niven. El escritor húngaro toma partido en todo momento, y el vigor moral y espiritual que le caracteriza tensa de principio a fin la novela como un músculo tonificado y joven.
Como todas las novelas de Vizinczey, Un millonario inocente es un compendio riquísimo de comportamientos y sentimientos que todos experimentamos en unos u otros momentos, y de cómo reaccionamos a ellos. También por esto hay que leer la aventura de Niven.