Publicada en 1922, La ciudad sin judíos (Die Stadt ohne Juden), de Hugo Bettauer, ha vuelto en años recientes al mundo de los vivos por diversas vías. Su versión en el cine, hecha en 1924 por H. K. Breslauer, que se encontraba perdida y reapareció en un mercado de pulgas parisino en 2015, se exhibirá el próximo mes de noviembre en el Barbican de Londres, con una banda sonora de la compositora Olga Neuwirth. En España, por su parte, dos ediciones del libro se han pisado los talones para salir a la calle: la publicada por 2015 en Periférica, con traducción de Richard Gross; y la del año siguiente, en Cátedra, con traducción, estudio preliminar y notas de Miguel Ángel Vega Cernuda.
Bettauer, nacido en Baden am Wien en 1872, en una familia acomodada de origen judío, es una figura periférica en la pléyade de grandes cronistas del apocalipsis austrohúngaro. Fue compañero de pupitre de Karl Kraus y mantuvo correspondencia con Arthur Schnitzler, pero su producción literaria –nada escasa– quedó opacada por los afanes del trabajo periodístico, que acabaron llevándolo a la tumba. No por agotadores, sino porque en 1924 cayó abatido por los disparos de un loco, disgustado, según parece, con la "degradación de la sociedad" a la que contribuía Bettauer desde su revista de divulgación sexual titulada Er &Sie. Después de una dorada reclusión terapéutica, la vida futura del asesino transcurrió en las filas del partido nazi, donde hizo abierta profesión de antisemitismo.
La ciudad sin judíos lleva por subtítulo "una novela de pasado mañana"; un sentido que abonan en Barbican presentando la historia como "A Dystopian Prophecy of Intolerance". Parece, pues, que el interés del libro reside sobre todo en su carácter de literatura de anticipación, y que su mayor mérito es lo mucho que se parece lo escrito a aquello que sucedió después. Pero yo debo confesar, en cambio, que a mí me sorprendió justo lo contrario: la especie de camino alternativo por el que la fábula de Bettauer llega al mismo sitio que los planes de Hitler.
La novela es corta, estructurada en breves capítulos que componen cuadros o escenas, y que retratan los efectos de una imaginada Ley para la Expulsión de los Judíos sobre diversos tipos característicos de la fauna urbana vienesa: funcionarios, intelectuales, prostitutas. Son todos personajes planos, sin profundidad psicológica, que se suceden como las figuras de un tiovivo girando sobre el mismo eje central. Por lo demás, la historia tiene un happy ending, porque la ausencia de una parte tan esencial de la población resulta una calamidad para la economía y la vida austriacas, y al final el gobierno se ve forzado a dar marcha atrás al decreto de extrañamiento.
Pero la escena que abre el relato, y que muestra el ambiente eufórico del parlamento y de la calle mientras el ficticio canciller, Doctor Schwertfeger, se apresta para anunciar su drástica disposición, es una maravilla que justifica por sí sola todo el valor del libro. Especialmente brillante es la presencia de los reporteros que cubren el evento, y la introducción, entre ellos, de un corresponsal inglés que no se entera de nada, y que representa una visión desde fuera que parece inconcebible en medio de aquel trance, donde todo un pueblo galvanizado de pasión nacionalista se encuentra arrobado en mirarse el ombligo.
Lo desconcertante de la Ley Antijudía y del líder que la promueve es que ni una ni otro aparecen presentados como una fuerza bruta, sino, por el contrario, con las formas y el decoro propios de la dinámica parlamentaria. El caudillo que firma la Ley racista no es un autoproclamado comandante con rasgos pseudo militares, sino el jefe del Partido Socialcristiano, que actúa con bastante independencia gracias al hundimiento electoral de los demás partidos. Para los organismos multilaterales, la opción socialcristiana representa el mal menor frente a otro grupo más peligrosamente nacionalista, que pretende la unión pangermánica; así que se ha preferido hacer oídos sordos al tema de los judíos y no complicar las cosas.
Los judíos tampoco están condenados al gueto ni a los infames trenes de la muerte, sino que la expulsión toma en cuenta cierto carácter humanitario, y se establece para los expulsados un régimen de indemnizaciones, sin que falte por supuesto la letra pequeña para que en ciertos casos el Estado pueda reservarse la parte del león de las medidas expropiatorias. A tal punto alcanza la cosa, que llega a haber gente haciéndose pasar por judía para cobrar prestaciones que el Gobierno ha dispuesto a propósito de la Ley.
Aún más: en su discurso ante el Parlamento, el canciller no hace un alegato propiamente antisemita. Por el contrario, les reconoce a los judíos grandes talentos, e incluso mayores, en muchos campos, a los de los demás ciudadanos. ¡Y es precisamente por eso por lo que quiere expulsarlos!, porque dice, "nuestro pueblo procede mayoritariamente de las montañas, es una gente ingenua, cordial, soñadora, jovial, que persigue ideales". También deja caer, claro está, la mención a ciertos ámbitos estratégicos que se hallan mayoritariamente en manos judías: la prensa, por ejemplo. Y entre unas y otras cosas para justificarse, la población no necesita más. En propiedad, no necesitaban más incluso antes de empezar a hablar el canciller, porque todo el mundo tenía interiorizado ese racismo que ni se hacía preguntas previas ni se cuestiona tampoco sobre las consecuencias de su acción.
Toda esta ficción transcurre en democracia. Una democracia, eso sí, golpeada por la crisis económica y por el descrédito de los partidos, pero en la que el pueblo se siente más fuerte que nunca para presionar a los líderes a tomar medidas drásticas, y a poner a las instituciones al servicio de la sinrazón colectiva. Oh, Cataluña…