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Enrique García-Máiquez

Cómo ser conservador

El pensamiento de derechas, por su propia evidencia y adecuación a la realidad, puede parecer elemental y poco elegante, pero Scruton espanta esos riesgos con dos manotazos de sabiduría y sofisticación.

Voy contra mi interés al confesarlo, pero acostumbrados al perfil medio del tertuliano o columnista español actual, nuestra prioridad ante la figura de Roger Scruton (1944) no es desplegar su abrumador currículum, sino percatarnos de su auténtica talla. Además de un prolífico autor, un afilado polemista y un consumado conferenciante, es un filósofo que ha escrito muy serios tratados sobre historia del pensamiento moderno o sobre Estética.

Por suerte, los españoles, que carecemos de un conocimiento completo de Scruton, disponemos de una figura con la que tender el puente colgante de la analogía: Julián Marías (1914-2005). Ambos escritores han hecho una dilatada carrera periodística, pero sin dejar de ser, a la vez, filósofos de verdad. Marías mantuvo y Scruton mantiene un equilibrio perfecto entre ambos mundos, periodismo y pensamiento, sin perder ni exigencia intelectual ni amenidad comunicativa.

La formación filosófica la trasladan a su quehacer divulgativo. Hacen gala de un exquisito rigor lógico, tanto en la solidez y coherencia de sus argumentos como en el demoledor análisis de los sofismas de la mentalidad dominante. Se apoyan, con admirable soltura, en la historia del pensamiento, en especial en sus propias tradiciones, Marías en Ortega y en Zubiri; y Scruton en los grandes pensadores del conservadurismo inglés como Salisbury, Hume, Burke, Smith o Locke.

Partiendo de esta analogía elemental, habría otras similitudes. Los dos escriben con preocupación y pasión por sus respectivos países. Son dos ejemplos señeros de patriotismo culto y practicado, hasta tal modo que Inglaterra, en un caso, y España, en el otro, forman uno de los temas axiales de las inquietudes de cada cual. Encarnado, además, en la actitud de gentleman que Scruton ha aprendido a ejercer y en la de hidalgo que Julián Marías supo modernizar e intelectualizar. Los dos tienen, además, un amplio margen de intereses estéticos (que en Marías se concentran en el cine y en Scruton en la música y en la arquitectura). Los dos tuvieron un paso fugaz y traumático por la universidad, aunque por distintas razones. La intelligentsia les hizo el vacío, esta vez por motivos muy similares. Tal paso y tal vacío resultan compensados por un eco creciente y por jóvenes discípulos entusiastas. Ambos demuestran un magnífico dominio del lenguaje y un estilo elegante, sobrio, claro, ameno y, en última instancia, bello.

Desde luego, hay grandes diferencias. Las propias entre personalidades poderosas; las de dos fes distintas —más íntima y esperanzada en el católico, más ritual y crítica en el anglicano (que certifica: "Si examinas muy de cerca la Iglesia de Inglaterra, sus credenciales se disuelven")—; y, por último, las inherentes al espacio y al tiempo. Ya hemos comentado la españolidad de Marías y el anglocentrismo de Scruton. La misma importancia tiene la época. Marías, treinta años mayor, vivió en primera línea la última guerra civil española y la II mundial. Aquello marcó su carácter con una seriedad que Scruton, más frívolo en un espléndido sentido wildeano, puede permitirse burlar.

Esa diferencia de fechas altera sustancialmente la relación de ambos con la modernidad. A Marías le cogió por la espalda, aunque se revolvió heroicamente con algunas de sus manifestaciones, como el aborto o la banalización del sexo. El desencuentro de Scruton es ya frontal. Mayo del 68 no fue sólo una experiencia generacional, sino el punto de partida de su singladura conservadora. Allí nació su vocación de refutar a los thinkers of the New Left. En su libro Fools, Frauds and Firebrands (2015) recoge todo un trabajo ininterrumpido durante décadas de crítica a la Nueva Izquierda. Si quisiéramos escribir un libro necesario titulado Los antipostmodernos, siguiendo el modelo del modélico Los antimodernos de Antoine de Compagnon, Roger Scruton sería uno de los protagonistas, junto a G. K. Chesterton, René Girard, Rémi Brague, Robert Spaemann, Nicolás Gómez Dávila, Fabrice Hadjadj…

Scruton está curado ab initio de cualquier complejo frente a los tiempos que corren. Ha visto envejecer a la nueva izquierda. También ha asistido al despliegue de todo lo que el arte moderno llevaba dentro. Ha asistido impasible a la implosión de la postmodernidad. Scruton mira el mundo y su decadencia no exactamente desde fuera (porque si no, no escribiría) pero sí con la mirada de quien "ha sobrevivido a una lectura atenta de la Iliada y del Antiguo Testamento", como advierte que hace la esperanza en Los usos del pesimismo (2010).

Esta actitud se concreta en su aventura en la dirección de la Salisbury Review, revista que, junto a Spectator, acogió a las mentes de la derecha británica y las articuló en orden de combate. Tuvo más eco más allá del Muro de Berlín —curioso precedente del Grupo de Visegrado— que en su propio país o en esta parte del continente, lo que le permitió visitar Chequia y participar en los trabajos de la resistencia al comunismo. Tras dejar la dirección de la Salisbury Review, Scruton hizo este resumen, que vale como poema épico: "El puesto me había costado miles de horas de trabajo no retribuido, un horrible asesinato simbólico en Private Eye, tres pleitos, dos interrogatorios, un despido, la pérdida de un cursus honorum universitario en Gran Bretaña, un sinfín de reseñas negativas, la suspicacia de los tories y el odio de cualquier progresista decente en todas partes. Y había valido la pena".

Vemos en acción la última y más decisiva confluencia con Julián Marías: la imbricación de la biografía con el pensamiento. Roger Scruton va a hablar de la caza del zorro en un ensayo…, y empieza contándonos su vida. Va a hablar del amor del vino en otro…, y empieza contándonos su vida. Va a hablar de política…, y empieza contándonos su vida. El filósofo español, ferviente partidario de la razón vital, le entendería como nadie. Sin duda, ese método rezuma sinceridad, transmite la refrescante sensación de que el pensador ha gozado a base de bien y de verdad de lo pensado y explica su compacto conservadurismo. Se aplica a Scruton la primera ley de la política de Robert Conquest que tanto gusta él de aplicar a otros: "Uno es siempre de derechas en los temas que conoce de primera mano".

Sobre España habla muy poco porque la desconoce mucho. En su libro sobre el vino, de maravilloso título cartesiano: Bebo, luego existo (2009), apenas habla de los vinos españoles, ay lo que se pierde. En otras ocasiones, considera a Franco y a Salazar dictadores fascistas, que no es hilar fino en categorización de regímenes políticos. Y lo más doloroso: en sus recuentos de pensadores de derechas faltan Donoso Cortés y Balmes, y cuando habla del Derecho de Gentes se olvida de la Escuela de Salamanca y parece que la gran empresa civilizadora de los españoles en América no haya existido. Tal silencio habla, en realidad, de un rigor intelectual que no se adorna con citas de segunda mano si no tiene detrás horas de estudio y, más aún, de trabajo de campo. Habiendo vivido en Francia y en Polonia y en Chequia, sus referencias (incluso vitivinícolas) buscan las tierras donde él ha echado raíces.

No lo señalo con despecho, sino para destacar la paradoja de que quizá ningún país de Europa necesita a estas alturas conocer el pensamiento de Roger Scruton como España, su terra ignota. Porque en todos sus libros en general, y sistemáticamente en este Cómo ser conservador, Scruton propone un conservadurismo práctico y, a la vez, sólidamente fundado. En España, como se ha dolido a menudo el marqués de Tamarón citando al profesor Giménez Fernández, "no hay conservadores, sino conservaduros". Y, para colmo, las excepciones que confirman esa contabilidad están peleadas entre sí casi como las tribus germanas de una historieta de Astérix, todos contra todos: democristianos, tradicionalistas, liberales, anarcoliberales, reaccionarios…

Lejos de mí renegar de esas diferencias, con tanto fundamento histórico y hondas raíces familiares y con sus muy razonables razones, siempre muy conversables. Sin embargo, es una lástima que impidan llegar a acuerdos y lograr una presencia pública que resultaría justa (pues en España la derecha social está infrarrepresentada) y necesaria (en cuanto hay todo un cuerpo de doctrina que aquí no defiende nadie). Si sólo lo impidiesen las ambiciones o los personalismos, importaría menos, porque en el pecado iría la penitencia y porque, siendo defectos, se descalificarían solos. La pena es que nobles lealtades emocionantes o sutiles reparos intelectuales admirables den un resultado práctico tan catastrófico.

Aquí es donde el conservadurismo propuesto por Roger Scruton deviene imprescindible. Es el "máximo común conservador" de eso que el público —aunque la etiqueta espante a tantos de los comprendidos— considera "gentes de derechas". Es asombroso que Cómo ser conservador no hubiese sido traducido al español hasta ahora, cuando todo lo de Scruton se traduce inmediatamente. Es curioso y, a la vez, significativo porque responde punto por punto a las resistencias enquistadas en nuestro país. Cumple al pie de la letra el programa de T. S. Eliot: "Tenemos que ser modernos para defender el pasado y creativos para defender la tradición".

Para empezar nosotros por lo más urgente, Scruton descalifica a los más numerosos, a los conservaduros, "la farsa monea" de lo conservador. Y lo hace con el estilete afilado de la estricta etimología. Siendo "economía", oikonomia, las normas para gestionar bien la casa, si se tacha o se traiciona o se pospone el oikos, la casa, esto es, la nación, los valores previos y la familia, por favorecer la nuda administración, la economía deja de ser una ciencia práctica, que es lo que debe ser, y termina mutando en una ideología y, por tanto, tan insana para la dignidad del hombre como el marxismo o el fascismo. Así lo dice. Poner el oikos de vuelta en la economía y en su lugar, que es por delante, será toda la misión, afirma, de los conservadores.

Scruton, sin embargo, como buen filósofo, prefiere empezar su libro por lo más importante. Que es afirmar que el conservadurismo es una cultura de la afirmación. No duda en confesar que es mucho lo que se ha perdido. Pero, a los reaccionarios, con un guiño de simpatía, los remite a su libro England: An Elegy (2000), donde entona su particular canto del cisne, tan legítimo y justificado como su defensa de halcón del conservadurismo. Porque el conservadurismo es —y él no mezcla elegía con épica— defensa, gratitud, esperanza, combate intelectual todavía posible.

Roger Scruton nos ofrece un cuerpo de doctrina en el que podamos vernos reconocidos, del que sentirnos orgullosos y con el que sabernos convincentes, más allá de nuestras divertidas diferencias, tan pequeñas.

Eso le exige otra finta, tras haber regateado a los "economicólogos". Tiene que distinguir a los auténticos conservadores de aquellos que conservan como latas, acríticamente. Chesterton los retrató: "El mundo moderno se ha dividido a sí mismo en conservadores y en progresistas. El negocio de los progresistas está en seguir cometiendo errores. El negocio de los conservadores está en impedir que los errores se corrijan". Scruton, para dejar claro que a éstos no los reputa conservadores, expone lo que sí es el conservadurismo. Primero, la creencia de que hay cosas sagradas. Por ello, defiende el papel de la Iglesia en la sociedad, la trascendencia de la belleza, la hondura de la responsabilidad moral y la dignidad innegociable del ser humano.

A continuación, añade una segunda acepción complementaria, más concreta y pragmática, del conservadurismo: "La reacción a los vastos cambios desatados por la Reforma Protestante [sic] y la Ilustración [sic]". La reacción a la Revolución la da por supuesta, por supuesto. De manera que Scruton guiña por segunda vez a los reaccionarios, con De Maistre a la cabeza, y con Nicolás Gómez Dávila, si lo conociese. Chesterton, con el que nuestro autor tiene tantas confluencias tácitas, igual que supo denunciar a "los latas de conserva" del progresismo, captó la esencia tan scrutoniana del conservadurismo verdadero: "Sólo a un crítico muy superficial le sería imposible ver el eterno rebelde que hay en el corazón del conservador".

Hasta ahora, hemos visto guiños reaccionarios, pero los hay para todos. Roger Scruton no está dispuesto a dejar pasar un ápice de bondad o un chispazo de inteligencia en cualquier ideología sin aplaudirlo y sin aprestarse a reclamarlo. "Las cosas buenas son fácilmente destrozadas, pero no se crean fácilmente", propone como lema. Así en Cómo ser conservador repasa todas las ideologías, incluyendo el socialismo, el multiculturalismo o el ecologismo, y sabe asumir de cada cual lo suyo mejor: la justicia social que fundamenta el "nosotros" de la nación, de los socialistas; del multiculturalismo, la tolerancia con el que piensa diferente; del ecologismo, el conservacionismo, naturalmente. Acto seguido, carga contra sus errores sin cuartel.

Caso por caso, postula una centralidad que no tiene nada que ver con el extremo centrismo al que estamos acostumbrados. El suyo es el aristotélico "In medio, virtus"; y se basa en el reconocimiento de que toda postura que pueda defenderse de buena fe tiene algo salvable, siquiera fuese, en el peor de los casos, esa buena fe. Por ejemplo, considera que los socialistas se equivocan al postular un exceso de Estado y los liberales por querer aniquilarlo. El conservadurismo propone un justo medio: ni más que el imprescindible ni menos que el necesario. Así, con todo, siempre.

Los tradicionalistas han de sentirse acogidos por el modelo propuesto por Scruton, cuyo maestro es Edmund Burke y su concepción de la sociedad como la asociación de los muertos, los vivos y los que nacerán. Los liberales se darían con un canto en los dientes si se aplicase la doctrina de Scruton, que cree profundamente en la iniciativa personal y que tiene páginas preclaras en contra de las leyes que invaden la intimidad de las conciencias de los ciudadanos. Los más comunitaristas verán con enorme simpatía su defensa constante del asociacionismo civil y de las instituciones intermedias. Son la prueba del amor del hombre por sus semejantes y del placer que extrae de la conversación, de los ritos, de las jerarquías y de las normas, aunque sean las de un club social. Los democristianos harán (o deberían hacer) causa común con una defensa tan enérgica del principio de subsidiaridad de la Doctrina Social de la Iglesia. Los iusnaturalistas verán cómo Scruton se les une para sostener que, frente a la confusión de la inflación de derechos posmodernos, la dignidad humana es clara e inalienable. Incluso los más "aristocratizantes" oirán un eco evocador en un autor que, en la estela de Jane Austen, les halla un hueco en la sociedad a cambio de un sutil desplazamiento de la fuerza de gravedad de la aristocracia desde la sangre o el dinero a la educación, el estilo y el espíritu.

Las vertiginosas envolventes scrutonianas (afirmación de lo salvable de una ideología, negación de sus errores, integración en el conservadurismo) necesitan un eje sobre el que girar. Roger Scruton lo pone en su defensa de la nación: ámbito de solidaridad, garante de los derechos individuales, sujeto de Derecho Internacional, ecosistema cultural y hasta territorio natural del conservacionismo. Scruton es, si me permiten el anacronismo, un güelfo blanco, como Dante. Defiende los estados-nación que serían en cierto modo el equivalente actual de las ciudades-estado de la Baja Edad Media. Cree en Europa: no en vano es uno de los firmantes de la Declaración de París, que, con excelente sentido de la oportunidad y de las líneas de fuerza de este libro, se incluye como adenda final o media verónica. Y abomina del imperialismo burocrático de la Unión Europea, gibelismo de nuevo cuño, que es su bestia negra, pues ahoga (con el abrazo del oso) la soberanía de sus miembros.

Recalqué tanto su condición de filósofo para que no se nos olvidase en ningún momento que hay mucha reflexión y mucha solidez detrás de postulados que, aquí resumidos, parecen sólo fruto de un sentido común especialmente insólito. El pensamiento de derechas, por su propia evidencia y adecuación a la realidad, puede parecer elemental y poco elegante, pero Scruton espanta esos riesgos con dos manotazos de sabiduría y sofisticación. Quizá su prueba del nueve sea ver cómo encaja todo a lo largo y ancho de tan inmensa obra completa. Incluso cuando defiende los placeres del vino en Bebo, luego existo, Scruton canta el arraigo a una tierra y al rito y la evocación de lo sagrado. Cuando emprende una defensa de la caza del zorro, alaba la comunión del hombre con la naturaleza y las sutilezas de la buena sociedad. Cuando analiza la filosofía moderna no se rinde a ella con mentalidad resignada al inevitable progreso, sino que sabe contextualizarla y admirar los aciertos de los escolásticos. Cuando habla de Estética, nos conmueve tanto con la belleza que comenta como con la del comentario.

Tanta coherencia, tanto pensamiento, tanta filosofía y tanto desinhibido humor resultan necesarios para la hazaña de Scruton: proponernos a los dispersos conservadores un común denominador. Y, sobre todo, un común denominador que lo es máximo. No se conforma con retener lo que nos va restando de statu quo. Aspira a la trascendencia y a la excelencia. Roger Scruton nos ofrece un cuerpo de doctrina en el que podamos vernos reconocidos, del que sentirnos orgullosos y con el que sabernos convincentes, más allá de nuestras divertidas diferencias, tan pequeñas.

NOTA: Este texto es la introducción de Enrique García-Máiquez a la edición que Homo Legens acaba de publicar del clásico de Roger Scruton Cómo ser conservador.

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