James Bryce y las "repúblicas de imitación" latinoamericanas
El erudito norirlandés intentó reducir la caótica realidad política y social de las repúblicas hispanoamericanas a categorías y conceptos capaces de explicarla.
El Centro de Estudios Políticos y Constitucionales ha publicado recientemente un libro escrito por Héctor Domínguez Benito –profesor de Historia del Derecho en la Autónoma de Madrid–, cuyo título es James Bryce y los fundamentos intelectuales del internacionalismo liberal (1864-1922). Se trata de una obra que recupera las diversas e interesantes facetas del jurista y político norirlandés, que llegó a ser vicesecretario de Estado de Relaciones Exteriores en el Gabinete de Gladstone y más tarde embajador de Gran Bretaña en los Estados Unidos. Su larga relación con ese país y sus instituciones académicas lo llevó a publicar en 1888 su obra más famosa, The American Commonwealth, que pretendía desbancar al clásico de Tocqueville, La democracia en América, como estudio de referencia sobre el modelo político estadounidense. En los países hispanos, en cambio, Bryce es conocido sobre todo por un pequeño ensayo en el que canonizó la distinción entre constituciones flexibles y constituciones rígidas.
Como explica Domínguez Benito al hacer la semblanza de Bryce en el campo de la teoría política, su historia "es la historia del paso de la obsesión por conseguir la objetividad a la resignación ante el advenimiento de una era que indefectiblemente iba a estar regida por dinámicas propagandísticas". En efecto, la figura de Bryce nos remite a la época de mayor confianza en las posibilidades de las ciencias sociales, y sabemos que, en el mundo hispanohablante, esa confianza encontró sus tótems en sendas doctrinas que, en cierto modo, representaron entre nosotros el canto del cisne de los ideales republicanos de cuño decimonónico: en América Latina, el positivismo; en España, el curioso –y un tanto extravagante– krausismo.
Hoy, la Hispanoamérica que podría dirigir la defensa de la democracia y del Estado de Derecho se enfrenta a dudas hamletianas para consensuar una intervención en Venezuela.
Por eso tiene especial interés el capítulo que Domínguez Benito reserva a los trabajos que Bryce dedicó a las repúblicas de la América hispana, cuya caótica realidad política y social intentó reducir a categorías y conceptos capaces de explicarla. Tal y como sucede con esfuerzos análogos hechos por ciertos hispanos encendidos de fe positivista, tras las razones de Bryce se encuentra con frecuencia el prejuicio, fortalecido en su caso por la sincera creencia en la superioridad de la raza anglosajona. Pero, si tales visiones resultan hoy inaceptables, la actualidad nos mueve a recuperar enfoques globales, ambiciosos y despojados de vacuas correcciones políticas para enfrentarnos, una vez más, con la realidad del fracaso de Hispanoamérica, cuyos Estados parecen hoy más fallidos que nunca; sus sociedades, más inseguras y anárquicas; sus instituciones, menos confiables y más corruptas; más amenazador el autoritarismo y más frágiles las garantías de los derechos humanos; la corrupción, más arraigada; los partidos políticos, menos representativos; la integración continental, más utópica.
"Podemos distinguir tres clases de Estados", señala Bryce en su libro de 1912 South America: Observations and Impressions. "La primera consiste en aquellos en los que las instituciones republicanas, fingiendo existir legalmente, son una mera farsa, siendo el gobierno, de hecho, un despotismo militar, más o menos opresor y corrupto, de acuerdo con el carácter del dirigente, pero conducido para el beneficio del Ejecutivo y sus amigos.
Hoy creeríamos que esta clase de mock republics –"repúblicas de imitación", como las llamó Bryce– no son tan numerosas como otrora, pero es innegable que Nicaragua, Cuba y Venezuela se ajustan como un guante a la descripción.
A su vez, parecía que el subcontinente progresaba hacia ese otro tipo de república imperfecta que Bryce colocaba en segundo lugar:
(...) países donde hay una legislatura que impone algo de limitación sobre el Ejecutivo y en los que hay suficiente opinión pública como para influenciar la conducta tanto del Legislativo como del Ejecutivo. En estos Estados los dirigentes, aunque no son escrupulosos en sus métodos a la hora de mantener el poder, reconocen alguna responsabilidad a los ciudadanos y evitan la violencia abierta o la bruta injusticia.
Pero hoy cabe preguntarse si estas democracias más o menos disfuncionales no estarán en peligro de acercarse a la tercera categoría; tanto como Chile y Argentina, mencionadas por Bryce en su día como únicos ejemplos latinoamericanos de "repúblicas de verdad", hacen ahora difíciles equilibrios para continuar aspirando a semejante podio.
Bryce pertenecía todavía a aquellas generaciones que creían en el progreso, y, en consecuencia, en un orden jerárquico de las sociedades, según estuviesen más o menos alejadas de ese concepto que luego se dejó –digo más: se forzó a dejar– caer en desgracia: el decivilización. Por eso, por ejemplo, el Bryce internacionalista no despreciaba la idea de una tutela del mundo desarrollado sobre las naciones conflictivas de Iberoamérica; pero estaba de acuerdo en asociar a esta tutela a los países más o menos estables de la región.
Hoy, la Hispanoamérica que podría dirigir la defensa de la democracia y del Estado de Derecho se enfrenta a dudas hamletianas para consensuar una intervención en Venezuela, porque sigue aquerenciada en los valores de un republicanismo de pega, menos comprometido con la causa de la civilización occidental que con las parcelitas de poder que hay que defender a toda costa.
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