Antes de que llegara al poder Chávez, Venezuela fue una democracia. Imperfecta, a veces ineficaz y a menudo corrupta. Pero una democracia. Con los problemas de cualquier democracia joven, de economía emergente. El filochavismo con escrúpulos disculpa a veces la debacle roja con una condena general de la historia de Venezuela. Según este discurso, la patria de Bolívar es desde siempre un país maldito, ingobernable. Atrapado en un charco de petróleo entre una oligarquía elitista y corrupta y un pueblo corruptible y faldicorto, sin columna vertebral. Un país, en definitiva, abocado al fracaso, incapaz de funcionar con la lógica de los demás países.
Basta mirar a la historia para desechar esta idea. Venezuela fue durante cuarenta años una de las democracias más sólidas de América. Además de inmigrantes europeos e iberoamericanos atraídos por el boom del petróleo, a Caracas, Maracaibo y Valencia llegaban a disfrutar de la libertad exiliados de las dictaduras militares que dominaban el continente. La abundancia del oro negro fue según algunos una maldición, que supuso dinero fácil y sembró en el Gobierno y la sociedad las costumbres del clientelismo y el derroche. Pero sirvió también para financiar infraestructuras de primer nivel, duraderas y de verdadera utilidad pública; para pagar los ambiciosos programas de becas de uno de los países americanos con mayor movilidad social e impulsar una vida cultural rica y vibrante, profundamente enraizada en el sentido del hedonismo y la levedad que definió a la Venezuela petrolera y democrática.
Sería absurdo pensar que el chavismo apareció de la nada, y quienes se entusiasmaron con la revolución bolivariana aciertan en algo: la democracia venezolana contra la que se alzó con sangre el comandante hacía aguas. Lustros de estatismo proteccionista, nepotismo y gasto público desenfrenado habían colocado el país ante el abismo. La buena salud con que envejecieron los vicios había matado prácticamente toda las virtudes del sistema, y la batalla entre los inmovilistas y reformistas la ganó un tercer actor que solo aspiraba a destruirlo.
A este período situado en el tiempo entre las décadas de los 80 y los 90 está dedicado La rebelión de los náufragos, una crónica escrita por la periodista Mirtha Rivero en la prosa amplia y precisa que caracteriza a la mejor literatura. Publicada por primera vez en 2010, doce años después de la victoria electoral de Chávez, la obra reconstruye con apasionada elocuencia y profusión de detalles el espíritu y los hechos de aquellos años convulsos en los que se decidió, con el desenlace trágico que hoy conocemos, el destino de generaciones de venezolanos.
Comenzaba 1989 y el líder de la socialdemócrata Acción Democrática, Carlos Andrés Pérez (CAP), se hacía con la presidencia al ganarle las elecciones a los socialcristianos de Copei. A sus 66 años, CAP era probablemente el dirigente venezolano de más personalidad y carisma, y un viejo dinosaurio de la política. Ya había sido presidente entre 1974 y 1979, un mandato marcado por la nacionalización de la explotación petrolera y la exuberancia económica que trajo consigo la explosión de los precios. Su primera presidencia (CAP I) sentó las bases de muchos de los éxitos de la Venezuela bipartidista, pero agudizó la dependencia del petróleo y de su gestor, un Estado intervencionista cada vez más aparatoso, que anulaba al sector privado y acabaría a la larga por estancar la economía. Quince años después, CAP regresaba al poder como la última esperanza de un país a la deriva. La Venezuela que asumía no tenía nada que ver con la que empezó a gobernar en 1974. El país estaba ahora agobiado por una deuda insostenible. La rémora de unas unas empresas públicas elefantiásicas e improductivas paralizaban la economía ante la impotencia del enclenque sector privado nacional, incapaz de sobrevivir sin las distorsiones creadas por el gobierno para ayudarle.
¿Podía el arquitecto de esta Venezuela que se revelaba fallida desandar el camino y dar el vuelco que necesitaba el país? Nadie podía saberlo, pero de lo que no había duda es de que iba a intentarlo. A través del testimonio de las personas más cercanas al presidente, Rivero nos presenta a un CAP completamente diferente al que gobernó en los 70. Si CAP I se entusiasmó con las posibilidades que el petróleo y las minas le daban al Estado, la experiencia había convertido a CAP II a la ortodoxia presupuestaria y el libre mercado. La transformación ideológica de CAP no era mera cosmética, ni un un cálculo oportunista. No podía serlo, cuando el camino emprendido obligaba a dolorosas medidas de ajuste que no agradarían a nadie, e incluía decisiones para reducir el peso del Estado que le quitaban poder a su partido y a la presidencia misma. Para acometer estas reformas, el presidente se había rodeado de un grupo de jóvenes economistas independientes, que habían estudiado con las becas creadas por CAP I en las mejores universidades de Estados Unidos y volvían a su país para trabajar en el sector público, sin más motivación que el compromiso político y la ilusión de poner en práctica todo lo que habían aprendido.
Las páginas más emocionantes del libro se ocupan de la titánica empresa de CAP y sus jóvenes especialistas, que además de los números y las urgencias del pueblo tuvieron enfrente a una casta reaccionaria cerrada en banda a perder sus privilegios, aun sabiendo que la alternativa era la desintegración del país. En las negociaciones con el Gobierno, cuenta Rivero, todos los grupos patronales aplaudían el fin del proteccionismo y la apertura de los mercados, para acabar puntualizando después que las cosas eran diferentes para su sector, que atravesaba por unas circunstancias excepcionales y merecía que se hiciera con él una excepción.
Para quien haya leído La rebelión es imposible olvidar el relato del vértigo en que vivían jóvenes ministros como Moisés Naím, Miguel Rodríguez o Ricardo Hausmann. Rivero revive con ellos las reuniones en que decidían sus políticas y, lo más difícil, cómo ejecutarlas. Siempre a contrarreloj de la presión de los acreedores, pero también del pueblo y de toda la clase política. Y volcados en encontrar soluciones a los mil problemas concretos que asomaban, sin tiempo ni espacio para elementos de la política barata como el ensimismamiento estético y la especulación ideológica. Siempre recuerdo la euforia de los ministros al ver que las cosas salían bien. Porque, pese a la desgracia del Caracazo y a toda la propaganda con que se ha descalificado después el reformismo de CAP II, las cosas estaban saliendo bien.
En un tiempo récord y contra todos los pronósticos lograron sanear la ruinosa empresa de telecomunicaciones estatal, que se adjudicó a una empresa privada en una subasta por una cantidad impensable. El futuro de Venezuela pasaba por los créditos del Fondo Monetario Internacional, y los funcionarios del FMI confiaban en los planes de Carlos Andrés y sus tecnócratas, porque ya se veían los resultados. Los jóvenes ministros de CAP creían en la capacidad transformadora de la política. Estaban llenos ilusión y de energía, y en las circunstancias más difíciles estaban sacando del atolladero a su país, tapando uno a uno los agujeros que hacían zozobrar al barco.
Los ministros no descansaban, pero tampoco lo hacía la clase política tradicional, que se sentía traicionada por el reformismo radical de Carlos Andrés y haría todo lo posible para detenerle. Además de la derecha acomodada, representada por la oposición copeyana, entre los enemigos de CAP II estaban las vacas sagradas de la intelectualidad y la cultura venezolanas, gente demasiado elevada para rebajarse a mirar los números que prefirió el lamento romántico a la fría racionalidad económica, que era lo único que podía enderezar las cosas. Junto a él, el presidente debía haber tenido a Acción Democrática, pero los adecos, como se conocen hasta hoy los militantes del partido, se la tenían jurada a su líder histórico desde que prefirió entregar ministerios y presupuestos a jóvenes tecnócratas sin solera ni filiación política y les privó del poder regional asegurado al implantar las elecciones como método para elegir gobernadores (hasta entonces los nombraba el presidente).
Y en medio de este panorama irrumpió el golpista Chávez, el militarote acomplejado y autoritario que en un momento u otro siempre comparece en Iberoamérica. Su intentona fracasó en su objetivo de matar a Carlos Andrés, pero se cobró decenas de vidas y dejó tocada de muerte a la democracia venezolana. En vez de cerrar filas con el Gobierno, los partidos y la casta intelectual se lanzaron a comprender las razones del golpista. Quizá no sea la forma, vinieron a decir unos y otros, pero el neoliberalismo de CAP es una vergüenza y hay razones sobradas para rebelarse. La asonada selló la improbable alianza. Los políticos de siempre conspiraban contra el Gobierno en los despachos, y la izquierda castrista de la que salía Chávez seguía la agitación en las calles y los despachos.
El incansable sabotaje acabó dando sus frutos, y los enemigos de Carlos Andrés consiguieron presentar como un escándalo un caso de corrupción muy relativo. Quizá sin cumplir con todos los requisitos establecidos, el Gobierno CAP II había destinado 17 millones de dólares al cambio de la época a financiar las elecciones en Nicaragua y apoyar al Gobierno resultante de Violeta Chamorro. No importaba que Venezuela hubiera estado implicada en las conversaciones de paz en el país centroamericano, ni que el dinero no fuera al bolsillo del presidente sino para apuntalar un éxito de la política exterior de Caracas. En 1993 el Congreso destituyó a CAP, que fue posteriormente detenido y juzgado. Su ambicioso programa de reformas quedaba así desbaratado. La democracia venezolana había perdido su última oportunidad de salvarse y quedaba en manos de una casta pusilánime incapaz de actuar, aunque solo fuera para preservarse. No es extraño que –indultado por esa misma casta– un golpista igual de cínico, pero con menos que perder y mucho más empuje, les ganara la partida y acabara arrasando en las urnas para quedarse para siempre en Miraflores.
A diferencia de los politólogos y los pesados sacerdotes de la ideología, que aspiran a hacer de ella una ciencia y un sistema, Rivero ve la política como un campo más de la acción humana, y el libro tiene algo de novela psicológica sobre el poder, con CAP como protagonista y héroe imperfecto. La rebelión de los náufragos es un libro violentamente honrado, que no respeta moldes (uno de sus mejores pasajes es una reflexión sobre el destino trágico de las amantes) y en el que no cabe la pose de la neutralidad. Rivero no esconde en ningún momento su profundo respeto por la figura de Carlos Andrés, uno de los pocos políticos consagrados de primera línea capaces de cambiar de opinión y ponerse voluntariamente a la sombra de subordinados más jóvenes y preparados, que fue lo que le permitió entender una compleja realidad económica que solo podía dominar por delegación.
Toda la grandeza de CAP se pone de manifiesto en su caída, cuando acepta con entereza y resignación democrática una injusta derrota política que dio al traste con todos sus éxitos en el campo de la acción. Perder un partido en los despachos, diríamos en el fútbol. Pero Carlos Andrés no pataleó, ni se lanzó al cambalache palaciego para intentar quedarse.
El libro de Mirtha Rivero es, entre otras cosas, un inteligente retrato humano de Carlos Andrés Pérez, que no puede estar mejor ilustrado que con la excelente fotografía de la portada. Fue tomada en el Retén del Junquito, donde CAP estuvo detenido por el caso que le costó la presidencia.