El 19 de agosto de 1662 muere con 39 años Blaise Pascal, tras larga agonía. La fórmula convencional resuelve de modo así de económico la complejidad y la riqueza de una vida humana. Esa larga agonía, que remata la esquela, es, en el caso de Pascal, la de su vida entera. Y, como él sabía, la de la condición humana.
La esencia patológica de la criatura que está herida de muerte desde que nace y que, además, la vislumbra, y la oculta o disfraza, es la condición del que se sabe mortal y se agita y lucha contra esa verdad insoportable.
Tal estado, esencial a la existencia humana, era para él, por su frágil salud y sus dolores, tan persistentes que apenas pasó un día de su vida sin ellos, una constante presente a su conciencia prácticamente en todo momento. Pocas cosas había en este mundo que pudieran entretenerle y hacerle olvidarse de su condición. Lo cual significa olvidarse de sí mismo, pues, para un verdadero cristiano como él, el auténtico infierno no son los otros, como diría Sartre, sino uno mismo, el ego, yugo de imágenes tan convincente como servil, espejismo con el cual ocultar la propia intrascendencia existencial. El yo es ese otro íntimo y por ello falaz, por ello odioso, al impostar una densidad ontológica ilusoria, una sustantividad imposible, metafísica, por no ser nada y mostrarse como si lo fuera todo, por bloquear la menor posibilidad de conversión (el acto contrario al de la diversión y el olvido rutinario) y de salvación:
El yo es odioso. (…) si lo odio porque es injusto que se haga el centro de todo, lo odiaré siempre. (…) cada yo es el enemigo. (Pensamientos, L597).
Deshacer ese nudo opresivo y consolador, ahogar la tentación del ego se convirtió en la clave de su pensamiento y de su vida. Las matemáticas, cuyo dominio, precoz y autodidacta, le convirtió en uno de los más grandes matemáticos, eran acaso el más refinado de esos entretenimientos mundanos con los que simular o postergar indefinidamente el espanto de existir, pero sólo un entretenimiento al fin y al cabo, según confiesa en una carta a Fermat, si uno se sitúa, como es el caso de Pascal tras su conversión, en el plano especulativo y vital del Absoluto, ante el cual toda finitud es nada y la pretensión de ser algo es soberbia y vanidad, fuentes de todo pecado.
En ese divertimento sublime de las matemáticas su precocidad monstruosa asombró a su propio padre cuando, según se cuenta en las biografías de su hermana y de su sobrino, dedujo por sí mismo el Teorema 32 de Euclides, en ejercicio de pura anámnesis platónica, ante la prohibición paterna de jugar a geómetra antes de aprender latín y griego. Encargado de su educación, su padre forjó el aprendizaje del niño fuera de toda institución escolar (¿qué dirían nuestros pedagogos de tan innovadores metodologías y de sus resultados?) en la enseñanza de las Sagradas Escrituras (la Fe) y de la Ciencia Moderna (Razón) sin pasar por la Escolástica. La insultante inteligencia del joven Pascal cuenta con otro sonoro éxito: la invención de la máquina aritmética, artefacto con el que reducir a procedimientos robóticos (automáticos) las operaciones del intelecto. El fenómeno plantea una cuestión decisiva en el ámbito de la filosofía materialista y, en el siglo XVII, anticartesiana, ya formulado por Spinoza cuando concibe la hipótesis de un "autómata espiritual", y de los actuales dilemas sobre la inteligencia artificial: ¿y si el pensar está en el cuerpo y no en el alma?
Pero la conversión (1654) lo exilia de un mundo del que uno es ya extranjero aunque no lo sepa y lo empuja a cumplimentar un vaciado de sí mismo, un anonadamiento cuyos esfuerzos se aprecian en los destellos de sus textos y, en particular, de sus Pensamientos.
A su muerte, sus familiares buscan, entre sus documentos, su gran obra, como legado de un santo más que de un sabio, de la cual le habían oído hablar como proyecto iniciado en 1656 y para la que había título: Apología de la religión cristiana. Lo que encuentran es un caos abigarrado de papeles, pliegos y recortes abrumados con una grafía agitada, frenética, en ocasiones casi indescifrable. Eso es a lo que hoy llamamos Pensamientos. Se hicieron copias (figuradas, literales) de esos papeles, fueron encuadernados y protegidos como reliquia. Gracias a esa veneración y al escrúpulo por la verdad de lo escrito con el cual los editores de Port-Royal trataron el hallazgo, es posible conocer hoy un libro que no es un libro, una obra que es sólo atisbo del proyecto ideado y nunca consumado, chispazos de una inteligencia deslumbrante y paradójica, a los cuales había que imponer cierto orden, una rendija por la cual adivinar apenas la monumental arquitectura teórica y trágica de un gigante del pensamiento.
Los efectos de la enfermedad en aquella inteligencia descomunal produjeron una obra singular materializada en cajas de papeles cosidos por legajos y fichas con anotaciones y citas sin referencia. La pérdida de memoria que le empezó a aquejar desencadenó la obsesión por anotar en cualquier parte las ideas, argumentos, perplejidades, paradojas o analogías que antes mantenía en su memoria sin mayor dificultad con el fin de que no sucumbieran al olvido. Por ese motivo, encontramos a menudo en los Pensamientos frases elípticas, fórmulas crípticas, sin completar, sin desarrollar, propias de una escritura compulsiva, en fase de construcción, borrador o recordatorio para uno mismo.
Los pensamientos, o pensares, son la obra enferma de una enfermedad doble, la enfermedad esencial, crónica, ontológica de la condición humana, patología incurable a la cual se agrega la enfermedad refleja o reflexiva de la lucidez de quien se sabe enfermo.
A lo largo de la lectura de texto tan extravagante se va haciendo patente que esos pensares son una pesada carga de la cual hacerse cargo en el ejercicio mismo de reducirse uno mismo a la nada a la que por condición pertenece. Es la inquietante forma que adopta el peso de la insignificancia, de lo efímero, de la vacuidad más íntima, más dolorosa, la tragicomedia de esa criatura que no es nada y que no puede soportarse a sí misma, por lo cual se hincha envanecida como si estuviera llena de sentido, de realidad, de eternidad, y sufre así una comedia de la que nada sabe y que toma por real. Toda vida es juego y la escritura es el combate con el cual despojarse de las máscaras con las cuales los hombres, sin percatarse, juegan a no jugar.
Pocas ediciones exigen una tarea filológica como la de estos papeles. Se necesita un minucioso trabajo de ordenación, en cierto modo sin red, pues falta el soporte de un texto acabado; de traducción de textos fragmentarios llenos de vocablos con un uso específico en el francés del s. XVII; de comentarios y exégesis, con abundantes y, a la luz de lo singular de la obra editada, necesarias notas a pie de página. Se trata de una labor de edición sin parangón completada con un prólogo afilado, erudito y de gran potencia literaria, y con una "Caja Virtual" (un banco de datos digital) gracias a la cual recorrer en red las conexiones, cosidos, descosidos y agrupamientos posibles del sistema de fichas en que consistían esos pensamientos. Un trabajo editorial que, sobre todo, requiere una potencia filosófica y un conocimiento de Pascal y del pensamiento del s. XVII excepcionales, como es el caso del profesor Albiac, que ha consagrado su vida académica al estudio de esa fase impresionante del pensamiento filosófico. La publicación de esta edición íntegra de los Pensamientos con traducción nueva, mimada y minuciosa, supone un verdadero acontecimiento editorial para el mundo académico filosófico.
Pero ¿qué puede atraer a un filósofo materialista y ateo de un teólogo intransigente, de un polemista contra los jesuitas, contra los ateos y libertinos de su época, a los que frecuentó en su mundanidad anterior a la conversión, de una obra que se levanta y se anula ante el silencio de un Dios que desborda la razón humana?
Además de los desafíos que arroja la idea de que lo mundano es puro vapor con el que se tejen los sueños, del cuerpo humano como mecano automatizado, acaso nada más y nada menos que una inteligencia deslumbrante, exasperada, y la paradoja esencial de un pensamiento que aboca a esa sinuosa pero precisa forma del silencio que la lucidez más extrema adopta en la escritura. Tras citar el verso de Góngora contra la muerte ("La razón abra lo que el mármol cierra"), el profesor Albiac, en la presentación celebrada en Madrid, culminó su ofrecimiento de la obra con el siguiente implacable dictamen:
Los Pensamientos son las esquirlas de ese mármol sobre el cual la razón se ha estrellado sin lograr imponerle sentido.
En Pascal, la filosofía es, por todo ello, burla de la filosofía, pues no es más que un sutil entretenimiento, deporte sofisticado, vanidad, soberbia, es decir, blasfemia. Y sólo vence su fracaso destruyendo todo sentido, incluido el de la propia filosofía. La claridad del pensar filosófico obliga a reconocer la precariedad de la filosofía misma, que no puede, según ya advirtió Sócrates, más que rozar apenas la piel de la realidad. Pero no deja por ello de ser filosofía. Alta filosofía.