La última novela de Michel Houellebecq, Serotonina, arranca en España, más precisamente en una zona querida por el autor, Almería. El protagonista se llama Florent-Claude Labrouste, un nombre un poco excéntrico pero no del todo inadecuado para el hijo de un notario de provincias, como dicen los franceses. Labrouste no ha tenido mejor ocurrencia que comprarse un apartamento en un resort nudista. Evidentemente, se encamina derecho a la depresión. Aún peor es la llegada de su amante, una japonesa obsesionada por el sexo y la pornografía. Sólo un encuentro con dos chicas jóvenes en una gasolinera, otro escenario predilecto del autor, le anima un poco. Les atribuye sin gran motivo la cualidad de "indignadas". ("¿Será indignada la hembra del indignado?", se pregunta, de lo que se deduce que la redacción de Serotonina tuvo lugar en la era de la antigua indignación). También cabe un elogio de Franco, al que el protagonista y narrador atribuye un carácter visionario. En vez de lanzar a su país a una industrialización tardía, Franco apostó por la economía de servicios y el turismo. Por eso, es decir gracias a Franco, España es un país más habitable.
Con la vuelta a París en coche iremos conociendo a Labrouste: conduce un diésel (de lujo, un Mercedes G-350), fumador, gran bebedor, empeñado en no respetar las normas de reciclaje de basuras… Vive, como no podía ser menos, en uno de los edificios más feos de París. No es de extrañar que decida desaparecer, como al parecer lo hacen varios miles de personas al año en Francia. Desaparecer quiere decir romper con su pasado y convertirse en un ser solitario, sin lazo social alguno como no sea con el psiquiatra –de nombre Azote–, que le suministra un antidepresivo –Captorix, otro nombre satírico– que libera serotonina pero le deja impotente.
Situación imposible para un francés de libro, como es Labrouste. A partir de ahí, la novela cuenta el viaje del protagonista hasta la nada, como un nuevo Jean Floressas des Esseintes, el protagonista de A contrapelo, la novela de Huysmans (un autor muy presente en Sumisión, la anterior novela del autor). Se cruzará con un antiguo amigo Aymeric d'Harcourt Olonde, un guapo aristócrata normando que ha decidido hacer las cosas bien, es decir abrir una empresa de agricultura responsable y al que, en consecuencia, todo sale mal, incluido el matrimonio. Acaba encabezando una revuelta de los agricultores contra las imposiciones neoliberales y uniformadoras de la Unión Europea, precedente directo de la sublevación de los chalecos amarillos. El hartazgo del pueblo resucita las jerarquías del antiguo régimen –mejor sería decir Ancien Régime–. En su desesperación, el protagonista pronuncia un magnífico alegato contra el liberalismo y los liberales, fanáticos que ignoran los intereses y están dispuestos a morir por una idea.
También recordará sus antiguos amores, en particular con tres grandes retratos femeninos. Uno de ellos, el de una actriz condenada al circuito progresista, es de una acidez especial: Houellebecq no perdonará nunca al progresismo la herida infligida. Los otros dos, protagonizados por dos chicas jóvenes, acabaron mal. Tanto que Labrouste llega a proponerse matar al hijo de una de ellas para recuperarla. El caso es que el hombre ha conocido el amor y sabe que se puede ser feliz. Toda la novela gira en torno a este punto, la posibilidad del amor, cómo hacemos todo lo posible para arruinarla y cómo, en consecuencia, nos condenamos a no poder vivir. La situación de Labrouste, vida sin amor y al cabo sin sexo, es la metáfora del mundo actual.
Es posible atribuir las causas a este mundo: su fealdad intrínseca e irremediable, la mercantilización, la deshumanización, la condena a la soledad. También es verdad que el protagonista, a pesar de su aparente rebeldía, no se muestra particularmente valiente ni tenaz. No se engaña, además: los desastres amorosos que padece se originan en su propia debilidad. Las mujeres son muy otra cosa y Houellebecq dedica unas páginas memorables, de raíz clásica, a la diferencia del amor entre hombres y mujeres. ¿Fatalismo absoluto? A medias, porque también aquí se entrevé una salida. Claro que quizás sea eso lo peor.
De las pasiones francesas de toda la vida, el protagonista de Serotonina comparte, además del sexo, la literatura y la política. Esta última de forma un poco más discreta, por razones obvias. Dinero no le falta, gracias a sus padres. Y nunca cede en la comida. Incluso en los peores momentos encuentra tiempo para detallarnos, como un avezado crítico gastronómico, las cartas de los restaurantes que frecuenta.
¿Ironía o apología de las buenas costumbres, no perdidas del todo? Tal vez Houellebecq apunte, no a la constatación del nihilismo como única consecuencia posible del mundo en el que vivimos, sino a la imposibilidad misma del nihilismo en los tiempos actuales. Nihilista fue Huysmans, como casi toda la gran generación de escritores e intelectuales de la crisis de finales del siglo XIX. Luego vinieron Céline, La náusea, El extranjero, Beckett. Ahora estamos en Houellebecq, que parece insinuar que la épica de la autodestrucción ya no es materia estética. La autoficción, como la llama el protagonista de Serotonina, tendría los días contados. Reaccionario y nihilista… A ver cómo la narrativa y la prosa de Houellebecq siguen en el filo de esta navaja.