La revolución democrática
No sabía yo en 1992 que estábamos en el umbral de una nueva revolución, aún más potente que la del 68 y que la que acabó con la utopía socialista.
Un mediodía de octubre de 1992 estaba almorzando con un conocido en Madrid. Yo seguía bajo el shock de lo ocurrido poco antes, con el arco que va de la caída del Muro de Berlín al colapso de la Unión Soviética. Y, dejándome llevar por la improvisación, le expuse a mi comensal una paradoja. Y es que, habiendo pensado siempre que vivíamos un tiempo postrevolucionario, resultaba que habíamos vivido dos revoluciones: la antiautoritaria del 68, que nos había cogido a los dos de pleno, y en cierto modo sin defensas, y luego la que había acabado con la utopía socialista. (Intuí por su actitud que aquello no le había gustado, apenas volvimos a vernos desde entonces). No sabía yo por entonces que estábamos en el umbral de una nueva revolución, aún más potente que las otras dos.
En 1973 se desencadenó la llamada crisis del petróleo, que, junto con las consecuencias de lo ocurrido en el año 1968, acabó con el orden de lo político forjado en los países desarrollados desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Yo era demasiado joven como para tomar conciencia de lo ocurrido, pero por eso mismo quedé instalado naturalmente en la crisis. Y es que aquel gran cambio no iba a verse seguido de un nuevo período de estabilidad. Al contrario, desde entonces hemos vivido en crisis permanente, sin tiempo para el descanso y la seguridad. Los años de entre 1996 y 2008 trajeron un período de prosperidad y crecimiento como yo –al menos– no había visto nunca, e incluso hubo voces que hablaron del final de los ciclos económicos. Aquello resultaba demasiado teórico y si alguna creencia estuvo vigente en todo ese tiempo es que siempre viviríamos en un mundo inestable, con cambio o disrupción –como se dice ahora– permanente.
En todos esos años, muy pocas cosas quedaron a salvo y sin tocar. Una de ellas fue la democracia liberal, excepto en círculos muy minoritarios, sin repercusión en la opinión pública. La democracia liberal había triunfado en los años 40, superada la crisis de la democratización del liberalismo de la que fueron testigos las cuatro décadas previas. Ni la crisis del 68 ni la del 73, ni las dos unidas, pudieron con ella. De hecho, la fortalecieron, en particular cuando la onda de choque se llevó por delante el comunismo. (El socialismo, es decir la socialdemocracia, ya había sucumbido a principios de los ochenta). Fue entonces cuando pareció que la democracia liberal había quedado sin rival político de ninguna clase.
Los ataques del 11-S, seguidos de los del 11-M en Madrid, indicaron que algo iba mal. Están entre los hechos que nos impidieron pensar que aquellos años de bonanza económica significaran nada parecido al final de la Historia, aunque –debo añadir– el impacto de lo ocurrido entre 1989 y 1991 seguía vivo y servía de apoyo a un optimismo no agotado del todo: el amanecer cuya falsedad ha venido diseccionando John Gray desde entonces.
La nueva crisis de 2008, que acabó con más de diez años de prosperidad, terminó también con todo aquello. Puso en cuestión las ideas y las convicciones liberales que casi habían llegado a alcanzar la categoría de dogma, y aunque no invalidó, para mí, la confianza de que la libertad económica es la única base imaginable para el progreso, también para la libertad personal, sí que devolvió su protagonismo al Estado. Con el problema añadido, aun así, de la imposibilidad de restaurar el consenso que estaba en la base de las democracias liberales y socialdemócratas, o socialcristianas, de entre 1945 y 1973.
La gran crisis económica de 2008 también tuvo, como no podía ser menos, consecuencias políticas. Como nunca hasta entonces, la opinión se distanció de los dirigentes y, perdida la confianza, suscitó la desaparición o la reducción de influencia de los grandes partidos tradicionales. Así surgieron nuevos agentes políticos que dieron voz a aquella crisis de la representación cuyas consecuencias políticas llegaron, como ya había apuntado Tocqueville, después de ocurrida la quiebra que les dio lugar. El populismo, porque eso es de lo que estamos hablando, plantea preguntas que ninguno de los agentes políticos previos es capaz siquiera de formular, y su irrupción, disruptiva por naturaleza, acabaría suscitando interrogantes nuevos, y también clásicos, acerca de la propia democracia. Sobre todo cuando su reivindicación de una representación auténtica responde a lo que la opinión vive como necesidad.
De aquí surge una primera crítica de la democracia, inédita hasta entonces. Nace en las filas de quienes hasta ahora se adscribían sin mayores problemas a la democracia liberal y que ahora, de pronto, se descubrían más liberales que demócratas. Bien es verdad que la palabra liberal, en este tiempo, ha ido evolucionando desde su estricto sentido –europeo– de defensa de los derechos humanos, limitador por tanto de las tentaciones de un Estado demasiado poderoso, a otro. Y este pone el acento en la apología de las elites. Sólo ellas tienen el criterio y los medios de conocer una verdad que se escapa –naturalmente– al elector medio o, dicho de otra manera, a las masas, sobre el que se vierte además todo el repertorio clásico de reproches de vulgaridad y mal gusto. El tecnocratismo –en particular el que se achaca al personal de la Unión Europea– no llega a tanto precisamente porque se concibe a sí mismo como una esfera ajena a la política partidista, pero no deja de coquetear con este estado de ánimo en el que el progresismo, antaño fiera y militantemente demócrata –ay de quien se atreviera hace unos años a poner en duda el axioma democrático...–, ha empezado a seguir esa misma senda de cuestionamiento crítico. El éxito de Trump (debido, paradójicamente, a la mayoría conseguida en el colegio electoral, una institución encaminada a equilibrar el voto popular) ha suscitado esta clase de reacciones, como muestran el libro de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt o el de Jason Brennan, este último titulado muy explícitamente Contra la democracia. Más que neoconservadores, que al fin y al cabo creyeron un día en la vocación planetaria de la democracia liberal, ¿se habrán vuelto orteguianos, o incluso reaccionarios, los antiguos progresistas?
Más que neoconservadores, que al fin y al cabo creyeron un día en la vocación planetaria de la democracia liberal, ¿se habrán vuelto orteguianos, o incluso reaccionarios, los antiguos progresistas?
(…)
Es bien sabido que Tocqueville habló de la democracia en términos providenciales, como un destino que se impone, una vez puesta en marcha, a todos: universal, duradero, se emancipa del poder humano y todos los acontecimientos, como todos y cada uno de los seres humanos, le sirven para su desarrollo. Eso no impidió a Tocqueville comprender los peligros a los que se enfrenta: la infantilización del ciudadano bajo una tutela estatal que tiende naturalmente a darle todo hecho, el individualismo que destruye la comunidad y encierra a cada uno en su esfera aislada, o la obsesión materialista, esa reducción al puro patrón dinero que, habiendo sido profetizado tantas veces, se hizo realidad a partir de los años 70 del siglo pasado.
En el fondo de todo está la igualdad de condiciones, de la que Tocqueville, asombrado y admirado ante lo que había contemplado en Estados Unidos, hace la piedra de toque de la democracia. Aquí no hay vuelta atrás, como entendió el francés, aristócrata y demócrata a la vez. Javier R. Portella prosigue la descripción y el análisis de aquellos que, más que simples efectos, parecen condiciones del funcionamiento de la democracia.
El irremediable final del heroísmo, en primer lugar, que la igualdad de condiciones, convertida en pasión igualitaria, ridiculiza y destierra. Con el héroe, y con lo sublime, se van también el ansia de una vida plena, más que humana porque apura los límites de lo humano, y capaz de abolir el destino y el azar, tan democráticos, en un gesto de reconocimiento de valores o virtudes, mejor dicho, ajenas por naturaleza a la democracia.
Javier R. Portella insiste en el doloroso final de la belleza, patente en la fealdad moderna que nos rodea, tan contraria a la naturaleza del ser humano que nunca logramos acostumbrarnos a ella, ni siquiera cuando dejamos de verla como reflejo de protección ante la violencia con que nos ataca. Hay más, porque el final de la belleza va inscrito también en su trivialización, su transformación en una apariencia amable, pero encargada de disimular la fealdad o, peor aún, el vacío sobre el que se despliega. El arte, cuyo final ya intuyó Tocqueville, relacionándolo, más que con la sustitución de lo bello por lo útil, con la muerte de la aristocracia como clase, pasa a convertirse en apariencia, distracción, espectáculo. Exigencia estética que se hunde en lo trivial y belleza que se agota en sí misma y olvida, si no es que censura, como si fuera peligrosa, esa sacudida luminosa que la acompaña cuando anuncia la presencia de aquello que da sentido a la vida.
Y aquí es donde Javier R. Portella nos enfrenta con una realidad nueva, que aún no hemos tenido de pensar pero que ya tiene efectos en todos los ámbitos de la vida, en particular, ya que hablamos de democracia, en la reconfiguración de lo político. Y es que aquella suerte de democratización de la democracia que significó la revolución de entre 1968 y 1973 trajo también lo que se aparece como la definitiva salida, por utilizar la expresión de Marcel Gauchet, de la religión. Se puede hablar de secularización, claro está, siempre que se entienda bien lo que eso quiere decir: la completa autonomía del ser humano, que se enfrenta a un mundo cuyo sentido, si es que aspira a que lo tenga, está en sus manos, como lo está el de la propia existencia. Se podría decir que la globalización acoplada a la revolución tecnológica, con la radical descentralización que comportan, el libre acceso a la información y los nuevos agentes con poder de decisión e influencia, escenifica y realiza esa autonomía inédita. Inédita y completa, hasta el punto de presentar un mundo ajeno e irreconciliable con cualquier sacralidad, no digamos ya con la santidad. ¿Cómo gestionará la democracia esta realidad vertiginosa?
NOTA: Este texto forma parte del prólogo del autor al más reciente libro de Javier R. Portella, El abismo democrático, que acaba de publicar Ediciones Insólitas.
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